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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

A ver quién gana

La Porte de l'Enfer (fragment). August Rodin
29 de septiembre de 2023 11:34 h

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La vida había llevado a los diversos miembros de la familia por caminos muy distintos. Unos se habían hecho asquerosamente ricos y otros no salían ni saldrían de pobres, pero una vez al año sus vidas parecían igualarse. Era Navidad, y todos estaban congregados para comer la paella que se encargaba de cocinar la matriarca con el pollo y el conejo que ella misma había engordado y sacrificado, como se venía haciendo desde tiempos más igualitarios y genuinamente solidarios. Era madre y abuela de unos, tía y tía abuela de otros, y suegra de todos los demás. Aquel año iba a ser el último. Las fuerzas centrífugas aumentaban y la influencia centrípeta de la vieja superviviente estaba disminuyendo a la carrera. Mientras todos esperaban que el arroz se cociera, cada uno pasaba el rato como podía. Los mayores lo tenían fácil, porque habían aprendido a mantener conversaciones banales sobre las cosas trascendentes de la vida. Los niños lo tenían más difícil. Estaban en la casa del que tenía más pasta, que era la más grande. Ninguno de los juguetes que atiborraban su habitación parecía servir para entretenerse en grupo, todos eran sofisticados y caros artilugios para pasárselo bomba en soledad. Por suerte, acabaron encontrando algo con lo que jugar juntos que era muy sencillo. Se trataba de meter aros de colores en un cono que descansaba en el suelo lanzándolos desde cierta distancia. Y eso es lo que estaban haciendo por turnos, sin más pretensiones que la de afinar la puntería, cuando uno de los adultos —uno de los ricos— se acercó y dijo: «Venga, a ver quién gana».

Ahí se jodió todo. Quien más quien menos entendió: «A ver quién pierde». Y del inocente empeño en ensartar los aros en el esquivo cono, cada uno pasó a contar cuántos habían metido los otros para no quedarse atrás. La diversión se fue al garete y las deserciones no tardaron en producirse. Los niños se desentendieron del juego y empezaron a rondar a los otros adultos y a preguntar cuánto faltaba para la paella. Ni el día de Navidad aquel hombre podía dejar de azuzar a los demás para que compitieran entre ellos. No podía evitarlo, en esa habilidad había basado su éxito empresarial. Seguramente estaba buscando madera de líder entre sus parientes más jóvenes. En su empresa hacía igual, sabía incentivar la rivalidad entre los empleados y conseguía que todos acabaran sudando la gota gorda. Era su manera de sacar de cada uno todo lo que podía dar de sí. Especialmente perverso era lo que hacía con los minusválidos —utilizo la terminología de la época—. Se había labrado una fama de filántropo porque daba trabajo a muchos, pero empezó a hacerlo después de que, tras contratar a uno por compromiso, vio que el rendimiento general de la sección donde lo había metido había aumentado. Descubrió que los discapacitados trataban por todos los medios de no parecerlo, de ser tan eficaces como el que más, por orgullo y porque querían conservar el preciado puesto de trabajo a toda costa, y eso hacía que los que aparentemente estaban de una pieza trabajaran como condenados para no quedar en evidencia frente a alguien a quien le fallaban las piernas o le faltaba una mano. En definitiva, y sin querer quitarle otros méritos, aquel hombre utilizaba a los minusválidos como cebo para que los demás se descornaran.

Quizá por eso me cuesta pillarles la épica a las paralimpiadas y compartir el entusiasmo que despiertan. Siempre he percibido algo muy perverso y cruel en meter en una pista de atletismo a un puñado de seres humanos con unas prótesis aparatosas o en silla de ruedas —o que se metan ellos motu proprio, da igual—, decirles «venga, a ver quién gana» y disfrutar viéndolos echar el bofe. Cuesta creer que lo mejor que pueden hacer esas personas es pugnar por llegar antes que nadie a la meta. ¿No harían mejor en dedicarse a algún deporte no competitivo, solas o en compañía? La pregunta es válida para cualquiera, con discapacidad o sin ella. Dicen que todos los deportes son competitivos, pero no es cierto. Todos acaban siéndolo porque donde no hay competición no hay espectáculo o hay poco, y donde no hay espectáculo no hay espectadores ni patrocinadores. Ni negocio, ni grandes premios. Pero todos sabemos que se puede practicar la natación, esquiar, correr, tirar al arco, subir en bici al Oronet o jugar al tres en raya sin más intención que la de sentirse bien, echar unas risas y hacer hambre para el aperitivo. Tras toda esa verborrea sobre el espíritu de superación, la integración social, la realización personal, el compromiso, la autodisciplina, la cooperación, la constancia y el chachachá, uno no ve más que eslóganes del neocapitalismo rampante, una descarada promoción de la ambición individual que nos empuja a una estúpida carrera de ratas a mayor gloria del PIB y los índices bursátiles. A nadie ha de extrañar que muchos exdeportistas profesionales acaben montando asesorías.

Aquel pariente mío hizo mucho dinero lanzando su reto allí donde detectaba energía dormida. Él había encontrado el abracadabra para despertarla, y desarrolló una gran habilidad para hacerlo. Aquella vez nadie picó, y al cono y a los aros les dieron mucho por el saco. Lo que a nosotros nos interesaba era la paella de la abuela, y que después del flan nos dieran el aguinaldo y nos llevaran a la feria. Pero hubo muchos, a lo largo de los años, que se sintieron estimulados por el envite, obligados a aceptarlo más bien, y él siempre estaba allí para aprovechar la fuerza productiva que el pique desataba entre sus empleados a fin de aumentar la cuenta de resultados. En realidad, lo que hacía era trasladar a los trabajadores la presión de lo que Marx llamó «ley coercitiva del capital», del capital de cada capitalista, que para hacer frente a la competencia, para no ser sacado del mercado, absorbido o acabar arruinado por el sistema crediticio, ha de crecer sin parar, de manera que todo tiende al crecimiento indefinido. No hay zopenco que ignore que eso es un imposible en un planeta finito, pero es un principio que está en la naturaleza interna del sistema económico y se expande como la peste a todos los ámbitos de la vida en forma de necesidad y valor. Crecer de manera irracional es lo que hemos hecho y hacemos a pesar de que, según parece, estamos ya ante lo que el secretario general de la ONU ha llamado recientemente «las puertas del infierno». Es lo que nos ha llevado hasta ellas y lo que algunos sueñan con seguir haciendo una vez estemos en medio de las llamas. También allí se tratará de ver quién gana.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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