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En familia

Simón Alegre

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Aparte del título de un programa de debates de Iñaki Gabilondo a finales de los ochenta, “en familia” es una de las maneras de hacer política desde tiempos inmemoriales. Las monarquías absolutas y las dictaduras hereditarias únicamente representan anexos en el historial de nepotismo.

Pero esta querencia por el parentesco no supone un hecho diferencial de los sistemas políticos no competitivos. Democracias de largo recorrido, como la estadounidense, también hacen alarde. Anteayer, Jeb Bush, hermano e hijo de presidentes, anunciaba que a él también le daba por emular a la saga familiar. ¿A nadie le extraña que en la nación más poderosa del mundo hayan tenido que ser mandamases padre e hijo -con la de yanquis que viven allí- y que ahora, incluso, se lo piense otro vástago?

Más de andar por casa resultan algunas cuitas de primarias a la izquierda del PSOE. Las parejas de dos de los líderes más significativos de Podemos pueden llegar a dirigir paralelamente las secciones madrileñas de IU y el partido de Pablo Iglesias. Se trata, en este caso, de familia política, pero valga el ejemplo para reseñar el paroxismo de la ocupación familiar del poder. Es como cuando Rosa Díez abandera la regeneración y la limitación de mandatos tras tres décadas de cargo público.

El criterio familiar no invalida ni acredita. En realidad, suena anecdótico, pero es un síntoma superficial que delata formas de proceder internas muy arraigadas. Nuevamente, ¿no genera cierta extrañeza que un partido que, a día de hoy, vehicula los anhelos de cientos de miles de personas en España esté dirigido por un grupo con sobrerrepresentación de profesores de la Universidad Complutense? Sí, seguro que la génesis de la criatura ofrece la explicación, pero cuesta pensar que el triunvirato haya de ser tan homogéneo.

A principios del siglo XX, los teóricos de la democracia elitista (Michels, Schumpeter, Ostrogorsky…) subrayaron la endogamia de los grupos políticos, como organizaciones que tenían como fin el poder, y acuñaron máximas como la Ley de Hierro de la Oligarquía, es decir, la alergia de los mandatarios a propiciar una circulación al margen de los detentadores omnímodos del kratos.

Al principio, se aplaudió unánimemente la audacia de Podemos por saber jugar en el tablero de sus adversarios con las mismas armas que ellos. Así se interpretó, por ejemplo, el hiperliderazgo de Iglesias o la sobreexposición mediática de su persona, como una manera de infiltrarse entre las filas de un sistema hostil de partida. Sin embargo, lo que en origen se justificaba como táctica, va convirtiéndose en norma. Tampoco ha de parecer raro que el candidato con mayor cuota de pantalla se alce con la victoria en unas primarias con garantías democráticas. También los partidos mayoritarios aplastan sistemáticamente a los emergentes y minoritarios, elección tras elección, e, incluso, se permiten promulgar reformas legales ad hoc para cerrarles el paso. Respecto a la tan cacareada ejemplaridad, el beneficio de la duda empieza a mutar a una cuestión de economía de escala.

Lo de la familia, pues, es lo de menos. Lo demás, suena a la vieja historia de las medidas transitorias hasta alcanzar la sociedad nueva.

Mientras tanto, y no se sabe durante cuanto, la vanguardia se postula como guía y vigía.

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