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La crisis del neoliberalismo en Europa

Una movilización contra los tratados del TTIP y el Ceta en Alemania

Ignacio Lezica

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El ciclo de transformaciones políticas sufrido por las sociedades europeas desde la crisis económica de 2008 quizá encuentre su manifestación más visible en la mutación (¿inconclusa?) de los sistemas de partidos de los Estados miembros de la Unión, abriéndose una brecha en el consenso que ésta despertaba hace una década. A trazo grueso, veíamos en la Europa occidental previa a la caída de Lehman Brothers campos políticos herederos de los consensos propios del siglo XX: atravesados por cuestiones territoriales allí donde esa brecha no se hubiera cerrado tras la conformación del Estado contemporáneo, los sistemas de partidos encontraban como clivaje fundamental la división entre bloques de partidos de izquierdas y de derechas, socialdemócratas y democristianos según el tipo-ideal, enfrentados entre sí por su postura respecto a la necesidad de regulación del mercado y otros issues específicos como el matrimonio homosexual, el feminismo, el papel de la religión en la sociedad, el uso del ejército, etc. Estos dos bloques doctrinales dejaron sus diferencias a un lado, desde la Segunda Guerra Mundial hasta la firma del Tratado de Maastricht y más allá, respecto a la cuestión de la integración europea. Fueron diversos los discursos de consenso sobre Europa a medida que la mitad reciente del siglo XX se desplegaba históricamente: Unión Europea como garantía de paz entre Francia y Alemania[1], Unión Europea como garantía de derechos y libertades básicos en oposición al autoritarismo sufrido por los “hermanos” de Europa del este, Unión Europea como espacio de modernización y desarrollo para países periféricos de incorporación tardía como Portugal, España o Grecia, etc. Tras la Gran Depresión de 2008 y el papel crucial de la Unión Europea a la hora de definir las políticas públicas que harían frente a la crisis, la posición respecto a ella comienza a ganar centralidad como clivaje político, en tanto que las élites comunitarias se definen muy explícitamente en términos de política económica a favor de la desregulación generalizada del mercado laboral, el recorte del presupuesto público y la intervención estatal en el mercado para rescatar al sector privado financiero. Esto impacta en los sistemas de partidos produciendo mutaciones similares en varios países de Europa: disminución significativa del apoyo a la socialdemocracia clásica[2], aparición de partidos populistas tanto de corte democrático como excluyente, y pérdida de poder explicativo del eje izquierda-derecha[3], sobre todo en aquellos países en los que los partidos populistas de derecha tienen posibilidades tangibles de tocar posiciones de gobierno. Aunque aún sea pronto para establecer conclusiones sobre la irreversibilidad de los cambios descritos, algunos autores han avanzado la posibilidad de una reordenación del campo político de los países europeos que sustituya a la vieja dicotomía liberal-conservadurismo versus socialdemocracia: el enfrentamiento entre un neoliberalismo progresista y un nacional-populismo xenófobo y conservador como nueva forma de estabilización del conflicto social[4] [5]. Dado que el debate sobre el futuro de la Unión Europea parece ser uno de los elementos centrales de la disputa entre estas dos corrientes en varios países de la Unión, creemos que a través del análisis de las propuestas de ambas facciones y los sectores sociales que las apoyan podremos entender mejor la naturaleza de la crisis del proyecto europeo, así como sus posibles derivas futuras. Asimismo, indagaremos en la posible existencia de una tercera vía que aúne las políticas progresistas de reconocimiento simbólico propias del neoliberalismo de rostro humano de Macron o Verhofstadt con una instrumentalización del patriotismo nacional-popular que fuerce a las élites europeas a emprender una reforma radical de las bases antisociales sobre las que parece asentarse actualmente el proyecto comunitario.

 El neoliberalismo progresista es el producto histórico del abandono definitivo del antagonismo de clase como clivaje central, iniciado por la socialdemocracia europea tras el giro neoliberal de 1973 y cerrado quizá con la llegada al poder de Tony Blair al Labour Party. Aunque encontremos varios ejemplos de partidos socialdemócratas europeos que han acabado conjugando la defensa de ciertas medidas de reconocimiento social con políticas neoliberales de ajuste económico, quizá el ejemplo paradigmático hoy en día no provenga de la izquierda del siglo XX, sino de la formación encabezada por Emmanuel Macron en Francia[6]. Doctrinalmente, el neoliberalismo progresista combina la apuesta por una política económica desreguladora típicamente neoliberal con la defensa del derecho al reconocimiento simbólico de minorías tradicionalmente excluidas por el conservadurismo social (LGTB, minorías raciales…), así como relecturas individualistas de ciertas causas sociales tradicionalmente articuladas desde la izquierda (veganismo, ecologismo…). Esto les permite obtener voto de las clases medias progresistas con cierto grado de conciencia social, a la vez no afectadas tan intensamente por la gestión antisocial de la crisis como ocurre en los estratos más populares, así como el apoyo evidente de las élites económicas beneficiadas por sus políticas; un apoyo especialmente visible en el trato privilegiado ofrecido por los medios de comunicación masivos o los grandes conglomerados empresariales. La forma discursiva desde la que se defienden las políticas neoliberales desde esta corriente es típicamente post-política[7], esto es, asumiendo la política pública neoliberal como una medida de gestión motivada exclusivamente por criterios técnicos, ocultando el carácter ideológico que toda decisión política necesariamente contiene. La Unión Europea como institución encarna en buena medida este proyecto, como se refleja en la combinación de políticas de inclusión social financiadas a través de subvenciones, a la vez que se ejerce una dura disciplina sobre las cuentas públicas nacionales de los Estados miembros amparándose en el Principio de Estabilidad Presupuestaria, de inspiración claramente neoclásica. En cualquier caso, la Unión Europea post-2008 comienza a perder su carácter de consenso transversal al comprometerse con políticas públicas económicas impopulares. A pesar de (o precisamente debido a) el apoyo de la izquierda y la derecha tradicionales a la salida a la crisis prescrita por Bruselas, se abren ventanas de oportunidad para la irrupción de fuerzas políticas que decidan oponerse al oficialismo económico europeo. De esta forma, la oposición a una política económica que ha afectado duramente a los estratos más pobres de las sociedades europeas comienza a adoptar formas discursivas innovadoras respecto al siglo XX: ya no se tratará de la defensa de los intereses de la clase trabajadora frente a la burguesía, sino de la defensa de la soberanía nacional para poder ejercer políticas protectoras con su población frente a los dictados de la Troika[8]. La forma en la que estas nuevas fuerzas políticas soberanistas construyan discursivamente la Nación será lo que determinará su carácter democrático-inclusivo o reaccionario-excluyente[9].

Afirma Laclau que el populismo no es una ideología sustantiva, sino una lógica de articulación política. Esto significa que lo que determina el carácter populista de un actor político no es las demandas que reivindique en su discurso, sino la manera de articularlas discursivamente: frente a un discurso institucionalista que entiende las diferentes demandas que emanan desde abajo como reclamos individuales atendibles uno a uno por el Estado, el populismo emerge en momentos de crisis, cuando se acumulan las demandas desatendidas, para enlazarlas equivalencialmente (remitiendo unas a otras como si hubiera un vínculo natural entre ellas) en torno a una sola suprademanda: la causa del pueblo excluido frente a unas élites que ya no responden a sus intereses y utilizan el Estado con fines privados. La naturaleza de las demandas equivalencialmente ligadas al interés del pueblo es lo que determinará el carácter democrático o excluyente del movimiento populista: si busca la expansión de derechos para el mayor número de personas (universalmente ilimitado) lo llamaremos democrático; si conjuga el enfrentamiento con las élites con la exclusión de estratos populares apelando a la defensa de esencias históricas (la Nación, la raza, la religión, etc) será un populismo reaccionario. Es necesario comprender esto porque la emergencia del populismo reaccionario en Europa responde a dos errores políticos del giro neoliberal del establishment político europeo. Por una parte, con el consenso neoliberal apoyado por las instituciones comunitarias (y desde ahí, transcrito a los gobiernos nacionales), se produce un cierre de filas de la élite europea que desatiende demandas populares de tipo económico: oposición a los recortes estatales, oposición a la desregulación del mercado laboral, oposición al rescate a la banca, etc. Se deja así un hueco a opciones alternativas que pretendan romper con el dogma de la austeridad interpretando tal objetivo político como la recuperación de la dignidad de un pueblo frente a sus gobernantes. La política económica de los populismos reaccionarios no es la misma en todos los países, pero es significativo que en algunos importantes como Francia, Italia o Grecia presente fuertes similitudes con los partidos que más a la izquierda estaban en el arco parlamentario antes de 2008 y que encuentren caladeros de votos en regiones nutridas de población obrera[10]. Entendemos, en resumen, que en términos de política económica esta disposición del tablero político en la que la Unión deja de ser un espacio de consensos amplios y pasa a comprometerse abiertamente con políticas que han mermado el poder adquisitivo de las capas más humildes de la población a la vez que se las privaba de la protección social del Estado dé lugar a un cuestionamiento generalizado del proyecto europeo como espacio de garantía de Derechos Humanos, uno de sus mitos fundacionales como comentamos al inicio del ensayo, y por extensión, a un cuestionamiento del proyecto europeo mismo.

Otro elemento crucial para comprender el ascenso del antieuropeísmo es la dilución de las identidades colectivas que prescribe el proyecto neoliberal, algo que beneficia a las opciones políticas que centran su discurso en la restauración del orgullo nacional[11]. Tras un siglo XX de grandes horizontes compartidos, el fin de la historia de Fukuyama venía a anunciar no sólo la muerte del comunismo, sino de toda identidad que no fuera individual y satisfecha a través del consumo en el mercado[12]. Desde la revolución cultural neoliberal hasta ahora, la destrucción de imaginarios colectivos para ser sustituidos por un nuevo hombre neoliberal no sujeto a las ataduras comunitarias apostaba la batería de seguridad y certezas que todo orden social necesita para sostenerse a una estabilidad económica que, por definición bajo un sistema basado en la especulación no productiva, estaba destinada a no ser eterna. La llegada de la crisis deja a la población huérfana de relatos con los que dotar de sentido su propia situación, con la sensación de ser estafada tras décadas de entusiasmo consumista. Ante esta falta de narrativas que sostienen toda hegemonía, el único resultado posible era una crisis orgánica[13] que cuestionara la legitimidad de las élites políticas responsabilizadas de la situación. Allí donde, como en España con el movimiento 15M, no fue posible canalizar el descontento popular hacia la construcción de proyectos democráticos, este descontento fue explicado por narraciones excluyentes que construían identidad colectiva en claves conservadoras. La crisis migratoria del Egeo y del estrecho de Malta fueron, pues, el acontecimiento histórico catalizador de un proceso de construcción de identidades populares que ya venía gestándose desde hacía años. Así, el Pueblo para el populismo de derechas tendrá dos antagonistas: el extranjero que hace bajar los salarios y compromete la unidad cultural de la Nación en un momento de urgente necesidad de certezas simbólicas, y la burocracia de Bruselas que ejerce la austeridad sin sufrirla y pretende, con su discurso globalista, diluir la identidad de la Patria y el instrumento fundamental para autogobernarla: la soberanía del Estado, sustraída hacia instancias no electas democráticamente como el Banco Central Europeo o la Comisión Europea.

La llegada al gobierno italiano de La Lega, el avance de posiciones del Frente Nacional a la vez que la popularidad del ejecutivo Macron cae en picado[14], o la preparación conjunta de las elecciones europeas[15] con buenas expectativas para las formaciones populistas xenófobas hacen pensar que nos encontramos en un momento de ofensiva nacional-populista frente a las opciones europeístas del establishment. El populismo de derechas ha sabido capitalizar el descontento con la austeridad, el miedo a los procesos migratorios y la ausencia de identidades colectivas fuertes tras años de intentos fallidos de crear un nacionalismo paneuropeo vinculado al proyecto de la Unión. Resultados exitosos para el antieuropeísmo en las próximas elecciones al Parlamento Europeo pueden asentar irreversiblemente esta nueva división del campo político europeo, y quizá sentar las bases para una reforma profunda de la Unión en términos aún no definidos, pero algunos líderes como Marine Le Pen ya se atreven a hablar de una futura Unión de Naciones Europeas[16]. ¿Es posible una tercera vía que rompa con la dicotomía entre antieuropeísmo xenófobo y austeridad europeísta?

El desafío político para las fuerzas progresistas y democráticas europeas hoy en día es construir un movimiento capaz de resolver las contradicciones históricas surgidas del derrumbe del bloque neoliberal sin caer en la movilización de pasiones excluyentes y reaccionarias. Desde el posmarxismo[17] se comprende que la lógica populista de articulación de demandas no es en sí misma reaccionaria, como demuestra el hecho de que todos los grandes momentos de expansión democrática de derechos se han realizado bajo formas narrativas que oponían la voluntad del pueblo a la de una oligarquía que había confundido patria con patrimonio privado. Así, ante un momento de desafección con las instituciones europeas y sus políticas, cabe la construcción política de una nueva voluntad popular que sea democrática y progresista, esto es, que prescriba y garantice la expansión de derechos para las mayorías oponiendo la soberanía popular a la soberanía de los mercados, el cuidado feminista al odio xenófobo[18], el patriotismo cívico al identitarismo étnico[19] y el ecologismo a la depredación tardocapitalista. Probablemente el Partido Laborista de Jeremy Corbyn es la fuerza política europea que mejor representa lo dicho anteriormente[20], pero encontramos ejemplos análogos en el Podemos previo a las elecciones generales de 2015, o en la France Insumise. Sin caer en el antieuropeísmo chovinista del populismo de derechas, un populismo democrático-republicano debe defender un cuestionamiento generalizado de las bases ideológicas neoliberales sobre las que se ha construido el proyecto europeo post-Maastricht, a la vez que reclama una reapropiación popular de unas instituciones hoy en día sometidas a los mercados. Tras el caso griego, pensamos que resulta iluso esperar una reforma pro-social de las mismas élites europeas dispuestas a ahogar a países periféricos apretando la tuerca del pago de la deuda o prescribiendo el desmantelamiento del Estado Social. Por el contrario, el verdadero europeísmo (aquel que puede hacer sobrevivir el proyecto de la Unión), pasa por una oposición firme al carácter elitista y antipopular que tiene la UE hoy en día. Esto, insistimos, no es antieuropeísmo, sino la postura necesaria para comenzar a reformar en un sentido radicalmente democrático el futuro de Europa y garantizar su supervivencia como espacio de paz, libertades, derechos y prosperidad.

*Ignacio Lezica Cabrer, estudiante de Ciencias Políticas y Administración Pública en la Universidad de Valencia

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[1] Reflejado en la Declaración Schumann, 9 de mayo de 1950.

[2] Sahagún, F. (2017): “Pasokización de la socialdemocracia”, El Mundo, 25 de septiembre.

[3] Errejón, Í; Mouffe, C. (2015) Construir pueblo, Barcelona, Icaria.

[4] Fernández Vázquez, G. (2017) “Los olvidados de Marine Le Pen”, ctxt.es, 15 de marzo.

[5] Nancy Fraser (2018) “¿Podemos entender el populismo sin llamarlo fascista?”, Sinpermiso, 21 de julio.

[6] Zamora Bonilla, J. (2017) “¿Progresista y liberal?”, El País, 10 de junio.

[7] Mouffe, C. (1999) El retorno de lo político, Buenos Aires, Paidós.

[8] Monereo, M. (2018) “Soberanía, democracia y socialismo”, Cuartopoder, 2 de octubre.

[9] Laclau, E. (2005) La razón populista, Argentina, Fondo de cultura económica.

[10] Castro, E. (2017) “Los fundamentos filosóficos de Marine Le Pen”, ctxt.es, 14 de julio.

[11] Errejón, I. (2011) “La construcción discursiva de identidades populares”, Viento Sur, nº 114, pp. 76-84.

[12] Moruno, J. (2015) La fábrica del emprendedor, Madrid, Akal.

[13] Gramsci, A. (2009) Los cuadernos de la cárcel, México, Casa Juan Pablos.

[14] Gil, A. (2018) “Caída de las encuestas, mínimos de popularidad y crisis de gobierno: las horas más bajas de Emmanuel Macron”, eldiario.es, 20 de octubre.

[15] Gil, A. (2018) “La alianza de extrema derecha que impulsa Steve Bannon en Europa apunta a Pablo Casado”, eldiario.es, 4 de octubre.

[16] Rosnoblet, J. (2018) “Francesa Le Pen insta a unión de fuerzas nacionalistas para elecciones europeas”, Reuters, 16 de septiembre.

[17] Laclau, E.; Mouffe, C. (1985) Hegemonía y estrategia socialista, Madrid, Fondo de cultura económica.

[18] Ramas, C. (2018) “8 claves para el patriotismo que viene (III)”, ctxt.es, 12 de octubre.

[19] Ramas, C. (2018) “8 claves para el patriotismo que viene (II)”, ctxt.es, 28 de septiembre.

[20] Mouffe, C. (2018) “Corbyn muestra el camino a la socialdemocracia europea”, ctxt.es, 25 de abril.

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