Capacidad instalada
Es una escena bastante habitual. Ante la oficina bancaria se ha formado un cola de más de un docena de personas. Es la única que queda en el barrio de lo que antes eran dos entidades financieras distintas que ahora se han fusionado. A pocas calles de allí pueden verse un par de plantas bajas en alquiler, todavía con señales de las antiguas marcas corporativas, donde estuvieron otras sucursales bancarias que se han cerrado. La reducción de personal y de horario, con las prevenciones por la pandemia de COVID-19, ha convertido en muchos distritos populares de las ciudades las oficinas bancarias supervivientes en vestigios a los que parecen aferrarse algunos vecinos, especialmente los jubilados y pensionistas, como las víctimas de un naufragio.
A finales de 2008, año en el que empezó la crisis, había 45.662 oficinas bancarias repartidas por la geografía peninsular, mientras que a finales de 2020 habían quedado reducidas a la mitad, un total de 22.299, y el proceso continúa. Por otra parte, de los 61.700 cajeros automáticos que había en 2018 ahora quedan 48.766.
Lo llaman “capacidad instalada” y desde que la crisis financiera evidenció el indiscutible exceso no ha dejado de reducirse esa capacidad, con el efecto de que hay pueblos y barrios donde no queda oficina bancaria a la que acudir y, en algunos casos extremos, ni siquiera hay un cajero automático al que recurrir a menos de 10 kilómetros de distancia.
Un informe reciente del Banco de España sobre la infraestructura y vulnerabilidad del efectivo revela que 1,3 millones de españoles viven en municipios sin acceso a oficinas o cajeros, por tanto sin acceso a efectivo, un fenómeno que afecta sobre todo al mundo rural. La digitalización del servicio, acelerada por la pandemia, y los recortes que acompañan al proceso de concentración bancaria, hacen que los bancos abandonen el territorio en desbandada mientras se multiplican en aplicaciones telefónicas y opciones internáuticas, en un desanclaje de proporciones bíblicas.
Las cifras dicen que la capacidad instalada era excesiva y todavía lo es en comparación con el contexto europeo, pese a que en años recientes las sucursales bancarias se han cerrado por miles (1.309 en 2018 y 2.160 en 2019), con especial intensidad en Catalunya, la Comunidad Valenciana y la Comunidad de Madrid. Como es lógico, eso se ha traducido en masivos recortes de empleo. En poco más de una década, el sector bancario habrá destruido más de 120.000 puestos de trabajo, incluidos los 15.000 despidos anunciados por Caixabank y el BBVA. El estallido de la burbuja especulativa fue el detonante de una reconversión que todavía no ha terminado, dado que la banca española sigue a la cola en solvencia en Europa.
Solo pequeñas entidades llevan el paso cambiado en ese proceso, como Caixa Popular, la principal cooperativa de crédito valenciana, con 77 oficinas, 400 empleados y más de 2.000 millones de euros en depósitos, que como explica su director general, Rosendo Ortí, encuentra su oportunidad en el terreno libre que deja la ola en retirada. Eso le permite abrir un par de oficinas nuevas cada año, con sus correspondientes nuevos empleos. Sin descuidar el desarrollo ineludible del servicio telemático, entidades como esa, asociada en el Grupo Caja Rural, u otras del sector de las cooperativas como Laboral Kutxa o la Caja Rural de Navarra, se aferran a la política de proximidad.
Una política de proximidad que caracterizó en su tiempo a las cajas de ahorros. Aquel tiempo en el que los directores de las oficinas de estas entidades sin accionistas, que destinaban sus ganancias a obra social, eran personas integradas en su comunidad, que conocían a los comerciantes, los pequeños empresarios y las familias de sus barrios y municipios. Hoy solo quedan, como una especie de pequeñas piezas de orfebrería engarzadas en sus ámbitos comarcales, dos cajas de ahorros en España, la valenciana Caixa Ontinyent y la balear Colonya Caixa d’Estalvis de Pollença. El resto, fueron absorbidas tras costosas intervenciones con dinero público o se convirtieron directamente en bancos.
Las cajas de ahorros, que llegaron a representar prácticamente la mitad del sistema financiero español, fueron responsables de una buena parte del “exceso de capacidad instalada” y se demostraron especialmente vulnerables a la burbuja del ladrillo y la manipulación por parte de políticos con pocos escrúpulos. Todo el sistema financiero valenciano, del que formaban parte la antigua Bancaixa y el Banco de Valencia, que era de su propiedad, y la Caja de Ahorros del Mediterráneo (CAM), desapareció con ellas en los años de borrachera de poder del PP.
Los restos de aquella debacle y unos 65.000 millones de euros de fondos públicos invertidos en los rescates bancarios alimentan la digestión, no demasiado plácida, que todavía están haciendo los gigantes financieros surgidos de la crisis. Y sobre el terreno se ensancha la brecha del acceso al crédito para los sectores más vulnerables de la sociedad.
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