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CV Opinión cintillo

Defender Á Punt (o la importancia de la palabra)

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“Quien habla mal, piensa mal y vive mal”

(Nanni Moretti, Palombella Rossa)

Como bien sabrán, durante los últimos días se han sucedido en prensa los inevitables ataques contra À punt, las amenazas de un nuevo cierre, el desprestigio de una comunidad de trabajadores y trabajadoras. Es decir: se pone en tela de juicio la profesionalidad y la pertinencia de la labor de muchos alumnos y alumnas que han pasado por nuestras clases, acusándoles de partidistas, de tener un chiringuito y de falta de rigor. Lo que es peor: se les amenaza con quitarles los garbanzos y el alquiler en nombre de una posición que nunca duda de sí misma y que asusta, precisamente, por la imposibilidad de dialogar con ella.

Lo cierto es que À punt está intentando plasmar, pese a lo precario de sus condiciones, una parte de la vida valenciana. Están en las calles, entrevistan a propios y extraños, mantienen una parrilla sólida y han demostrado (por enésima vez) lo que de plural, heterogéneo y complejo hay en la realidad valenciana: un crisol de voces, de identidades, a veces hermosamente contradictorias, a medio camino entre la tradición y un futuro en el que tenemos ansia por participar. Lo digo siendo yo un madrileño de adopción que ha aprendido con los años la lengua, los tiempos y las formas de un proyecto mediterráneo basado en el hecho de vivir bien que nada tiene que ver con los pelotazos inmobiliarios junto a la costa o con la tan manida «calidad de vida», término discutible, dicho sea de paso.

No. Este vivir bien pasa por tener una palabra, por saber tomar la palabra en la esfera pública y no utilizarla como herramienta del miedo y de la amenaza, sino como elemento clave de la posición democrática cedido —paradójicamente— incluso a aquellos que no parecen muy por la labor de creer en la democracia misma. Tomar la palabra, lo sabemos gracias a À punt, es tomarse la palabra muy en serio, y por lo tanto, creer en los efectos que provoca.

Si un grupo político amenaza con quitarle la palabra a una parte de la ciudadanía, ¿qué hace sino pavimentar un futuro desastre económico y profesional para centenares de familias? La historia nos lo recuerda: el cierre de la anterior RTVV generó unos niveles de paro, precariedad, angustia y dolores sin tregua a centenares de profesionales por culpa de una nefasta gestión política. En lugar de reconstruir, de matizar, de mejorar —tres elementos del ADN democrático—, se optó por destruir, censurar y rechazar, gestos indudablemente totalitarios. Merece la pena recordarlo.

Las amenazas hay que tomarlas en serio en tanto son palabras que se pronuncian en la esfera democrática y que trazan un proyecto político muy preciso: el de acabar con aquellos sectores non gratos (la Universidad Pública, la Escuela Pública, la Televisión Pública, me permito la repetición y la mayúscula). La estrategia es bien conocida: después de largos periodos de asfixia, se miden a la baja por la rentabilidad y se convence a la ciudadanía de su inutilidad. Terminan por ser clausurados en un parpadeo. Lo que ha ocurrido estas semanas no es un puro gesto de matón de patio: contamos con precedentes y sabemos de sus consecuencias. Igual que sabemos que todo régimen totalitario comienza por acallar las voces discordantes, señalarse como portavoces de una verdad única, hacerse fuertes en una postura cerril que no admite la réplica ni el encuentro.

En efecto: Vox no ha ofrecido un proyecto de mejora para À punt. No ha aportado maneras de llegar a la ciudadanía, no pretende reconstruir nada —ni, por supuesto, permitirse el lujo de encontrar un consenso con sus rivales políticos. Azuzan el fantasma del cierre de RTVV porque saben que nos da miedo: que tememos por nuestros alumnos y alumnas, que tememos por nuestra integridad como profesionales y por nuestro derecho a la libertad de expresión, que tememos por la salud de nuestra democracia. En un Informe de julio de 2014 encargado por la Asociación de Productores Valencianos (PAV) se llegó a determinar que el cierre de RTVV llevó a la destrucción del 90% del empleo público y privado en nuestro campo, ¿cómo no tener miedo? Y sobre todo, ¿cómo no tenerlo al pensar en nuestros estudiantes que son, digámoslo claramente, nuestros compañeros de viaje, nuestra apuesta hacia el futuro, nuestra motivación profesional y vital? Sabemos que hacen falta comunicadores en la Comunidad Valenciana, y sabemos que ellos y ellas salen de nuestras aulas con la posibilidad de ofrecer perspectivas críticas, plurales, tanto conservadoras como progresistas. Sabemos que saben (y quieren) tomar la palabra, y por eso encaramos cada mañana con absoluta seguridad nuestra actividad docente.

Frente a este miedo, la certeza de que queda todo por hacer. Mejorar las cifras de audiencia, mejorar las instalaciones, mejorar las condiciones de trabajo de la plantilla, mejorar y mejorar. Fíjense que eso, precisamente, no nos da miedo. Sabemos que el audiovisual valenciano tiene unas capacidades inauditas. En mi campo —los estudios fílmicos— lo veo de año en año: los Festivales celebrados en València reúnen a más espectadores, se estrenan con éxito películas tan bellas como las que han filmado en nuestra tierra Elena López Riera, Jordi Núñez, Lucía Alemany o Javier Polo, la Filmoteca Valenciana resurge y sigue ofreciendo una programación de altísima calidad, cuidando lo local y lo internacional. ¿Quizá sea que el miedo funcione en dirección opuesta, esto es, que sea precisamente el trabajo arduo, el compromiso y el olfato de nuestro tejido audiovisual el que preocupe a las fuerzas menos comprometidas con los valores democráticos? Aceptamos todo lo que queda por hacer, todo lo que se puede mejorar, pero permítanme añadir que no se debe ceder ni un centímetro en lo más básico: si no contamos con À punt, no podremos hacerlo. Es una cuestión de responsabilidad personal hacia ellos y ellas, hacia la ciudadanía y hacia nuestro presente: hay que vivir bien, y como decía Moretti, para ello hay que pensar bien y hablar bien.

Una amenaza, una descalificación grotesca, una acusación descarnada es siempre un gesto intolerable en un tablero democrático. Otra cosa, por supuesto, es que los que amenacen no tengan interés en aportar, sino en destruir. Otra cosa, por supuesto, es que lo que emerja de sus bocas no sea un proyecto de futuro, sino simple y llanamente, puro miedo hacia la posibilidad de que la ciudadanía se comunique pluralmente, inclusivamente, transversalmente, en igualdad.

*Aaron Rodríguez Serrano, catedrático acreditado de Comunicación Audiovisual y Publicidad en la Universitat Jaume I de Castellón

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