Un wasap para King Kong
Les roban el alma en cuatro líneas con las palabras escritas a medias, como si esa manera de decir te quiero fuera una simple caligrafía sin nada dentro, hueca como el orgullo quiquiriquí de los gallos de pelea, henchido el pecho como si quien lo dice fuera un impetuoso enamorado al que siempre le faltará -sin que a lo mejor lo sepa- la nobleza herida de King Kong. Luego firmarán su declaración de amor adolescente con un emoticono lleno de besos y de lágrimas, de manos aplaudiendo no la igualdad entre las partes sino la ocupación por una de las partes del territorio que sólo a la otra pertenece. Se abrirá así, desde la aparente inocencia de un wasap enviado con la calentura del arrebato, un campo cerrado a las aspiraciones de libertad que habría de ser norma en vez de excepción para la chica en los tiempos tan modernos que dicen que vivimos.
Hablo aquí de esa edad temprana en que la piel se va curtiendo como una coraza o como una simple y desprotegida cutícula dejada a la intemperie. De esa edad en que la vida es un paisaje lleno de atisbos de esperanza y a la vez de incertidumbre. Pero también de todas las otras edades que a lo mejor llegaron tarde o torpemente a las nuevas tecnologías de la dominación. El amor y sus diferentes relatos están fuera de un tiempo concreto, van más allá de esa puntualidad que marcan los relojes del afecto. Nunca fue fácil explicar ni tampoco entender los sentimientos. La pasión mueve montañas y lo peor es que en muchos finales esas montañas se han convertido en bloques de hielo que dejan sin calentura el corazón. Salir del fracaso amoroso es como salir “de bajo un derrumbe”, escribe Idea Vilariño, mujer y poeta extraordinaria que conocía muy bien esa sensación de entrega que acaba en abandono cuando dedicó sus Poemas de amor a un más que displicente Juan Carlos Onetti. El éxito y el fracaso construyen esa identidad nunca segura de lo que sentimos en el amor o donde sea. El tiempo pasa y con él la seguridad de que cada vida tiene sus derechos, que nadie puede penetrar en ella sin llamar antes a la puerta y sin que desde el portal se escuche la voz que acepte o no confiadamente la visita. Esa voz -si es de mujer- ha subido de volumen en los últimos tiempos. Hasta existen leyes y teléfonos para que suene fuerte incluso a la desesperada. Hay en esos casos medidas policiales, contadas en metros de alejamiento, que protegen la libre decisión de independencia de algunas mujeres que se sienten amenazadas por esos tipos que juran amarlas con una fuerza que al cabo tendrá el aparatoso empuje de la devastación. Esa mierda de amor turbio y anacrónico que destruye lo que por los motivos que sea se le niega. Los viejos clichés del machismo, cuando la patria era una marca grabada a fuego en los genitales de tantos héroes de pacotilla, renuevan sus fuerzas y buscan en su delirio de mediocres dioses destronados la solución que les devuelva a su antiguo papel de dueños absolutos de lo que les rodea. Y es en ese delirio donde los fanáticos de ese abolengo idiota encuentran una solución a su poder venido a menos: insultan, golpean, matan. Y se quedan tan anchos en su papel de asesinos porque en este país todavía existe escasa diferencia -o más bien ninguna- entre el lenguaje faltón contra las mujeres y el afilado corte de un cuchillo jamonero.
Los tiempos de ahora se ahogan en la crueldad implacable de las estadísticas. La violencia machista habría de ser contemplada -y juzgada, claro está- en su auténtica dimensión de acto terrorista. Y para que eso sea posible hay que escarbar muy hondo en el papel de la justicia a la hora de señalar de frente y sin contemplaciones a los asesinos. Por eso nos hundimos en la miseria cuando descubrimos la infame complicidad entre una parte importante de esa justicia y los desmanes de los agresores, unos agresores que se sienten todavía dueños de las vidas de esas mujeres que un día los amaron en medio de una canción romántica o de un viaje a Cancún para celebrar -entonces aún- los sueños compartidos.
No hay sueños en las mujeres maltratadas, en las que denuncian una violación y una jueza les pregunta si “apretaron bien las piernas” para evitar el navajazo del horror en sus entrañas, en las que no denuncian porque a veces -en esa confusión aberrante de la humillación y de la culpa- se quedan solas a merced de una bestia parda que sólo sabe de enmascaramientos y traiciones. No hay sueños en esas mujeres porque los sueños desaparecen cuando el miedo de cada noche los ha convertido en pesadillas.
Las leyes protectoras están ahí, y los teléfonos para denunciar las agresiones. Y las campañas para desenmascarar la violencia escondida en los anuncios publicitarios de las televisiones. Los perfumes. Los coches. Las ofertas bancarias. Los detergentes. Las lavadoras. Las alegres meriendas después de la escuela. La limpieza del salón cuando el fútbol televisivo se acaba. Todo en la pantalla tiene un rostro de mujer que la convierte en cosa, en el sólo soporte afectivo de la familia, como si estos tiempos aún fueran los de aquellos nefastos manuales sobre la “condición femenina” traídos de nuevo con todo lujo de detalles por algunos curas y obispos en sus discursos sobre un amor del que ellos son unos absolutos ignorantes. Todo adquiere, en ese tratamiento obsceno del deseo y los roles familiares, una dimensión de injusta asimetría. Todo es como si la voz que poco a poco ha ido creciendo en el espacio de la independencia igualitaria tuviera que volver al redil donde a esa voz la espera lo de antes. Para mostrar de nuevo -escribía Anna Ajmátova- cómo “la sonrisa se marchita en los labios dóciles”.
Un wasap en la edad del pavo no puede ser el comienzo del derrumbe que decía Idea Vilariño. Los años iniciales del afecto son cruciales para no equivocar a la primera la ternura de King Kong. Ojalá fuera así y los mensajes cruzados de una clase a otra entre dos adolescentes no dieran paso a una pesadilla sino al mundo, ya sé que nada fácil, de los sueños más hermosos.