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Griego, skyr, desnatado: ¿qué tipo de yogur es mejor tomar?

Cada tipo de yogur ofrece ventajas nutricionales diferentes. Foto: pexels any lane 5946069

Martín Frías

13 de octubre de 2025 21:52 h

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El yogur es una de las invenciones más antiguas de la humanidad y, curiosamente, una de las pocas que sigue viva (literalmente). Como todos sabemos, es el resultado de la fermentación de la leche. Las bacterias transforman la leche en algo más espeso, ácido y estable, que se puede conservar durante más tiempo y aumenta su valor nutricional.

El proceso es tan fácil que cualquiera lo puede hacer en casa. Basta con dejar que la naturaleza haga su trabajo: se calienta un litro de leche (entera o semidesnatada) a unos 85 °C (sin que hierva) para eliminar bacterias indeseables. A continuación se deja enfriar hasta unos 45 °C, la temperatura ideal para las bacterias, y se añaden dos cucharadas de yogur natural con fermentos vivos que servirá como cultivo inicial. Se mezcla bien, se tapa y se mantiene entre 40 °C y 45 °C durante unas seis a ocho horas. Lo mejor es usar una yogurtera, el horno apagado con la luz encendida o envuelto en una manta al lado de la calefacción. Una vez cuajado, se enfría en la nevera para detener la fermentación y espesarlo.

Lo que ha ocurrido en este proceso es que las cepas de bacterias Lactobacillus delbrueckii, bulgaricus y Streptococcus thermophilus procedentes del yogur comercial se han reproducido y alimentado de los azúcares de la leche (lactosa) convirtiéndolos en ácido láctico. El resultado es una matriz densa de proteínas y grasas que encierra millones de bacterias aún activas.

Aunque el yogur tal como lo conocemos se popularizó en el siglo XX, su historia es milenaria. Se han encontrado rastros de productos fermentados de leche en vasijas neolíticas del 5000 a.C. y se cree que su origen se remonta a las tribus nómadas de Asia Central, que descubrieron por accidente que la leche transportada en pieles de cabra se espesaba y se conservaba mejor. De ahí pasó al Mediterráneo y a Oriente Medio, donde se convirtió en alimento cotidiano y hasta medicinal.

La ciencia ha confirmado que no estaban equivocados. Numerosos estudios han asociado el consumo regular de yogur con una mejor salud metabólica y cardiovascular. Una reciente revisión de estudios ha comprobado que quienes consumen yogur a diario tienen menor riesgo de diabetes tipo 2 y enfermedades coronarias. Otro estudio ha encontrado que los fermentos lácticos del yogur aumentan la diversidad de la microbiota intestinal y mejoran la barrera intestinal, lo que reduce la inflamación sistémica y la grasa visceral.

El yogur no es solo una fuente de proteínas y calcio: es un ecosistema. Sus bacterias producen compuestos bioactivos, que ayudan a bajar la tensión y a digerir la lactosa, lo que explica por qué muchas personas intolerantes a la leche pueden tolerar el yogur. 

Los distintos tipos de yogur

No todos los yogures son iguales. Cuando vamos a nuestro supermercado, el pasillo de refrigerados puede ser abrumador con todos los tipos disponibles. Estas son las opciones más destacadas:

  • Yogur natural:

Se elabora con leche entera y fermentos vivos, y contiene aproximadamente 3–4% de grasa, 4–5% de lactosa y 4 g de proteína por cada 100 g. El yogur líquido o bebible es el mismo producto, pero con menor tiempo de fermentación y más agua, lo que lo hace más fácil de beber (en mayor cantidad), pero es menos saciante.

  • Yogur griego:

Se filtra para eliminar parte del suero, lo que concentra las proteínas (hasta 8–10 g por cada 100 g) y las grasas. El resultado es un yogur más denso, más cremoso y con menor contenido de lactosa. Su textura se debe tanto al filtrado como al alto contenido proteico, no a ningún truco ni a la adición de nata, como a veces se piensa. Este tipo de yogur tiene una ventaja clara: es más saciante, como pudo comprobar un estudio que comparó el hambre y la ingesta posterior después de tomar yogur griego o yogur normal.

  • Skyr:

Este yogur islandés es un pariente cercano del griego, aunque técnicamente no es un yogur, sino un queso fresco sin suero. Su proceso de elaboración es aún más intenso: se fermenta con bacterias lácticas y luego se cuela hasta eliminar casi todo el suero. El resultado es un producto ultraconcentrado en proteínas (11–12 g por 100 g) y muy bajo en grasa, porque se elabora tradicionalmente con leche desnatada. En Islandia se considera alimento nacional; en los supermercados modernos es una opción excelente para quienes buscan saciedad y control del apetito sin añadir grasas.

  • Yogur desnatado:

Durante años fue el símbolo de lo “saludable”, pero los estudios científicos no lo han respaldado con los años. Al retirar la grasa se pierde buena parte del sabor, de la textura y las vitaminas liposolubles (A, D, E y K). Hay estudios que han comprobado que las grasas saturadas del yogur entero no son perjudiciales para los niveles de colesterol. Además, muchos yogures light compensan esa pérdida de sabor con azúcar o edulcorantes o almidón. Algunos yogures desnatados pueden tener más azúcar que un bollo relleno de chocolate, así que hay que mirar bien la etiqueta.

Entonces, ¿cuál es el mejor yogur? Depende de lo se busque. Los yogures más concentrados, como el griego o el skyr, contienen una mayor cantidad de proteínas completas y saciantes, pero en el caso del yogur griego va acompañado de más grasa, lo que puede aumentar las calorías. El consenso es que, sea como sea, el yogur natural entero, sin azúcar añadido, sigue siendo la opción más equilibrada.

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