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Sobre este blog

Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Suárez: víctima de la falta de consenso de la Transición

Adolfo Suárez

Sebastián Martín

Con el óbito de Adolfo Suárez como justificación, asistimos estos días a una campaña oficial destinada a apuntalar el maltrecho mito de la Transición. La cantidad de medios involucrados en la misma, y su notoria intensidad, revelan no tanto el vigor como el deterioro que sufre la imagen de la Transición en la conciencia colectiva. De hecho, ha querido la casualidad que coincidan en el tiempo el fallecimiento del expresidente, y la campaña propagandística desplegada para la ocasión, con una multitudinaria impugnación del régimen político-económico vigente, haciéndose con ello visible una vez más el contraste entre la España oficial y el país real.

Ha sido el propio rey quien, en su declaración institucional sobre Suárez, ha dejado claro que se trata de instrumentalizar la figura del político fallecido para “recordar y valorar uno de los capítulos más brillantes de la historia de España: la Transición”. Lo revelador es que en esa misma declaración el monarca haya explicitado dos facetas de aquel periodo contradictorias entre sí: el constituir un pacto sellado entre élites y el pretender al mismo tiempo basarse en el consenso social.

En efecto, Juan Carlos no dudó en afirmar que la Transición fue un proceso que “impulsamos Adolfo y yo junto con un excepcional grupo de personas de diferentes ideologías”, y en caracterizar a su factótum, Suárez, como alguien que tuvo la inteligencia de ver que “el mejor porvenir de todos pasaba por el consenso”. Parece claro que la política del acuerdo entre élites, aun presionadas por la movilización popular, fue determinante durante la Transición. Más discutible, sin embargo, es que estuviese atravesada y guiada por el tan invocado consenso.

Para considerar de forma crítica la idea del consenso de la Transición se requiere, ante todo, definir qué se entiende por tal. Y no hay pensador que haya teorizado de forma más sofisticada sobre este asunto que Jürgen Habermas. Es bien conocida su teoría de la racionalidad comunicativa y su noción central de cómo a través de la argumentación, y en un contexto caracterizado por la ausencia de coacción, la posesión de información óptima, la superación de los puntos de vista subjetivos y la igualdad de los sujetos dialogantes, puede generarse un acuerdo consensuado acerca del “mundo objetivo” y, por consiguiente, puede conquistarse la posibilidad de “coordinar las acciones sin recurrir a la coerción y de solventar consensualmente los conflictos”.

Si tomamos este concepto como modelo, difícilmente puede afirmarse que en la Transición se adoptasen acuerdos unánimes en un escenario desprovisto de coacción. Tampoco podremos encontrar una visión del mundo amplísimamente compartida, indispensable para ponerse de acuerdo sobre las acciones que deben emprenderse para lograr los fines apetecidos.

Todo ello puede apreciarse en el propio debate constituyente de 1978. Asuntos tan cruciales como la forma de Estado, si monárquica o republicana, aparte de tomas decorativas de posición, fueron excluidos de facto de la decisión constituyente. En la discusión pesó, de forma muy sensible, una representación maniquea de nuestra historia constitucional: se pensaba que desde 1812 España había sufrido un movimiento pendular, que había llevado al país a la discordia permanente entre el polo más progresista y el más conservador, con el dramático desenlace de la guerra civil. Se imponía entonces la detención de estos virajes y la fijación de un justo medio que abarcase todas las sensibilidades posibles, pero se hacía sobre un relato que equiparaba a víctimas y verdugos y ocultaba la hegemonía conservadora que signa toda nuestra historia política contemporánea.

Cuestión tan decisiva como el tipo de Estado consagrado en la Constitución, el “social y democrático de derecho”, y el modelo económico consiguiente, definido en los “principios rectores de la política social y económica” y en el título VII sobre “Economía y Hacienda”, fue interpretada de forma bien dispar según las diferentes inclinaciones. Manuel Fraga, por ejemplo, lo identificaba con “un sistema centrado en torno a la economía social de mercado” diseñada doctrinalmente por el ordoliberalismo alemán, algo bien diverso de lo que tenían en mente los diputados de izquierda.

El propio acuerdo sobre la necesidad de restablecer en la Constitución los derechos políticos, más que un consenso sobre el modelo de país, refleja el aplazamiento de la lucha sobre qué tipo de país constituir. Para el socialista Joan Reventós, lo crucial era que la norma fundamental prestase base a una futura “transición legal al socialismo”. Y Carrillo, en aplicación de la ingenua filosofía de la historia comunista, pensaba que bastaba con garantizar la “soberanía popular” para que “las leyes del progreso” hiciesen su trabajo de concienciar a la mayoría de los españoles de la “necesidad” ineluctable de una “revolución social”.

El consenso fue entonces relativo. Hubo aspectos excluidos de la libre discusión. Pesaron representaciones falsas de la historia. Se atribuyeron significados radicalmente dispares a acuerdos fundamentales. Tampoco se decidió qué modelo económico adoptar, aplazando la decisión final sobre el mismo a la contienda electoral. En realidad, no hubo una visión solidaria acerca del “mundo objetivo” sobre el que debía operarse.

Si desplazamos la atención desde el hemiciclo a la propia sociedad veremos que tampoco en ella reinaba el consenso. Es de suma utilidad para formarse un juicio al respecto ver el documental de Cecilia y José Juan Bartolomé Después de…, que pulsa la realidad política española entre 1978 y 1979. En él se puede apreciar la considerable capacidad de convocatoria que continuaba teniendo entonces la extrema derecha. Aunque irrelevante electoralmente, su presencia en el ejército, la policía y la magistratura, así como su acción terrorista en las calles, impiden que nos figuremos la Transición como un escenario libre de coacciones.

En el propio film también se hace evidente cómo la gran cuestión silenciada en el discurso oficial, la de las víctimas del franquismo, se hallaba bien presente en el recuerdo y las inquietudes populares. Ya entonces no clamaban sus familiares por una belicosa revancha, sino por el reconocimiento y la reparación como vías precisamente para consolidar la reconciliación.

Volviendo a Suárez, resulta elocuente que, en lugar de presentarlo como el gran artífice del consenso de la Transición, su trayectoria transparente como pocas las coacciones propias del periodo. Son conocidos los planes derechistas para su deposición y sustitución por un gobierno de concentración nacional. Su dimisión como presidente, según relata Gregorio Morán, se debió en buena parte a las presiones que sufrió por parte de la cúpula militar en connivencia con el monarca. Y su aislamiento posterior, despreciado por la dirigencia empresarial, financiera, bancaria y conservadora, sigue dando el tono de un ambiente no caracterizado precisamente por la concordia.

Solo una deliberada mitificación de la Transición puede además esconder que comenzó a salirse de ella con el acto coactivo por excelencia en la vida pública: un golpe de Estado. Si el rechazo social que suscitó pudo ser mayoritario e incontestable, el desplazamiento sensible de posiciones que produjo y la rectificación del proceso de institucionalización de España que provocó convierten en una ligereza, también aquí, hablar consenso. De existir, llegó después, pero viciado entonces en su origen, algo que no podía sino transmitirle una considerable debilidad, que se intenta contrarrestar con la vana pretensión de conservar la Transición como intocable mito fundacional.

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