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‘American History X’, veinte años en la cabeza de un neonazi

Edward Norton hace veinte años interpretando a Derek Vinyard en 'American History X'

Francesc Miró

A Daniel Vinyard le han pedido que haga una redacción sobre un libro relacionado con los derechos civiles y ha decidido escribir sobre Mein Kampf. De hecho, ha compuesto uno de los ensayos mejor argumentados de la clase haciendo uso de una retórica muy superior a la de sus compañeros. Lo que pasa es que también ha descrito a Hitler como héroe. Su profesor de historia quiere echarlo del instituto aludiendo que dicho escrito confirma que es alguien peligroso. El director del centro se niega a hacerlo.

Fuera del despacho, Daniel escucha parte de la discusión entre ambos docentes. Disimula su nerviosismo con una actitud pasota y mira desafiante a la secretaria del director. Se acerca a su escritorio y le roba una pequeña réplica de la bandera de los Estados Unidos para entretenerse mientras espera a que alguien decida qué hacer con él. Una declaración de intenciones: Daniel se considera un patriota, un americano ejemplar que defiende a su país, aunque sus creencias sean filonazis.

El director no le expulsará pero a cambio de su indulgencia le exigirá hacer otra redacción. Esta vez tendrá que analizar e interpretar los hechos que llevaron a la cárcel a su hermano mayor, Derek. Cómo ayudó eso a crear su actual punto de vista sobre la vida en la América contemporánea. El impacto que tuvo en su vida que su hermano matase a dos personas negras siendo líder de una banda skin head nazi, y que se pasase tres años y medio en prisión. Se titulará American History X.

Así arranca uno de los relatos fílmicos sobre el nazismo moderno más potentes del cine contemporáneo. Drama rabioso, directo, nada sutil y sin embargo tan poderoso que sigue ofreciendo nuevas lecturas veinte años después de estrenarse en nuestro país. Aquí cinco de ellas acompañadas de cinco escenas clave.

El racismo como expresión de la ira

“Las personas no nacen racistas”, decía el guionista del film David McKenna, “este sentimiento se adquiere a través del entorno y de las personas que nos rodean. Lo que me intrigó es porqué la gente odia y cómo podemos cambiar tanto”.

American History X es la historia de Daniel Vinyard –interpretado por un Edward Furlong antes de convertirse en estrella de la serie B norteamericana-, un adolescente influenciado por un entorno violento que ha propiciado su filiación fascista. También la de Derek Vinyard –magistral Edward Norton-, un joven que sale de prisión intentando dejar atrás su pasado como skin head neonazi.

Mediante un puente generacional, Tony Kaye arma un melodrama sólido cuya lectura inicial ofrece una mirada sin reparos a los efectos colaterales de un entorno social que no propicia la convivencia sino el enfrentamiento. De este surgen jóvenes que viven y crecen odiando al que no es como ellos. Al diferente. Al vecino.

No en vano, gran parte de sus elementos ficcionados nacen de una realidad tristemente verídica. El líder ideológico que captó al hermano mayor y quiere engatusar el pequeño está basado en Tom Metzeger, fundador de White Aryan Reisistance (W.A.R), grupo supremacista radicado en el sur de la California actual. Y el desarrollo del personaje de Edward Norton se inspiró en la vida Frank Meeink, ex skin head de familia pobre que abandonó el grupo racista del que era cabecilla tras vivir tres años y medio en prisión.

Antes que reflexión, American History X se nos muestra como radiografía de la ira y de sus consecuencias. Desgraciadamente, no han pasado los años por algunos de los discursos pronunciados por los protagonistas de este retrato generacional. Como muestra, un botón: el que sigue bien podría pronunciarse en plena era Trump sin sonar artificial.

El otro como culpable

Los Vinyard son una familia numerosa de clase trabajadora de Venice Beach, California. Para los dos protagonistas, la inmigración ha degradado su entorno. Su asentamiento es visto como una expropiación de derechos y libertades de los norteamericanos más débiles. Creen que asiáticos y afrodescendientes roban puestos de trabajo y prestaciones sociales que merecen más ellos, clase obrera despreciada.

Sin embargo, lejos del manierismo del cierto cine social bienintencionado, Tony Kaye arma sin tapujos un discurso político de andamiaje dramático exclusivamente relacionado con un retrato de personajes basado en lo que vemos y lo que adivinamos.

Lo que vemos no dice que el menor de los hermanos desprecia a cualquiera que no sea blanco y protestante porque cree que dos personas negras fueron las causantes de la encarcelación de su hermano. También que el hermano mayor creía que la comunidad afroamericana era responsable de la muerte de su padre justo cuando conoció a un supremacista que le convirtió en líder de una banda neonazi.

Lo que adivinamos, sin embargo, es que Daniel y Derek buscan a alguien a quien culpar de sus desgracias. Son dos hermanos que se hicieron fuertes con este sentimiento, que armaron su personalidad y su entorno social mediante lazos de odio común. En American History X los motivos de frustración cotidiana nacen de lo íntimo -la emoción-, para significarse en lo práctico -la expresión del odio en política-. Tal vez porque nunca se nunca se hicieron las preguntas adecuadas.

La cárcel como redención

“Ten cuidado blanquito: aquí el negro eres tú, no yo”, le advierten a Derek al pisar la cárcel por primera vez. Entre barrotes descubrirá las flaquezas del discurso neonazi e intentará abandonar paulatinamente el odio que le consume. Padecerá las consecuencias de sentirse minoría explotada y abrirá los ojos a un racismo institucional que habla de cómo la falta de recursos y oportunidades de la clase más baja de Norteamérica suele llenar penitenciarías del Estado.

American History X no es un drama carcelario pero en torno al motivo penal pivota la evolución de casi todos sus personajes. El antes y el después de la vida entre rejas forma dos universos narrativos absolutamente enfrentados que también enfrentan al espectador bienintencionado que cree en la reinserción de presos a una realidad que la condena. Un juego de espejos que maneja barrotes dentro y fuera de la prisión.

Por suerte, entre los dos mundos Derek conocerá a Lamont – interpretado por Guy Torry- y se dejará influenciar por su visión del mundo. Se percatará de que las pocas personas que le ayudan y se preocupan por él no responden, precisamente, a su descripción de la raza aria. Será el hombre blanco heterosexual quien lo someta.

La masculinidad como prisión

Otra lectura, quizás la más sorprendente de cuántas uno cree captar en cada visionado, es la que convierte la película de Tony Kaye en una reflexión sobre la masculinidad mediante un discurso subyacente pero constante.

Por una parte, su puesta en escena se empeña constantemente cargar de significado los cuerpos que retrata para señalar quién es un modelo de conducta masculino y quién no. Mientras escamotea constantemente la representación de personajes con cuerpos no heteronormativos, carga de épica la visión del cuerpo esculpido en mármol de Edward Norton. El líder, el macho alfa, es alguien como Derek Vinyard y dejará de serlo cuando alguien deje su masculinidad por los suelos.

Por otra parte, esta representación de la virilidad también se ve impelida por la narración a representar estereotipos tóxicos. Derek siente la necesidad de ejercer de figura paterna ante la ausencia de su padre pero su entendimiento de la autoridad también pasa por el sometimiento de su familia y la reafirmación de su orgullo. No en vano, la violencia machista aparece representada única y exclusivamente cuando otro hombre disputa su autoridad en su casa. Y, por si fuera poco, cuando salga de prisión tendrá que vérselas con quien ha ejercido de figura paterna en su ausencia: el nazi que le ha lavado el cerebro a su hermano pequeño.

De la misma forma, mientras Derek está encarcelado, Daniel se esfuerza en ser el hombre que su hermano sería. Se tatúa símbolos nazis, se rapa y planta cara a cualquiera que se le ponga delante no porque crea que es la mejor forma de ser un hombre, sino para impresionar al macho alfa. Su flaquezas, sus sentimientos, nunca salen a la luz porque, según su visión, un hombre no comparte sus sentimientos, aunque resulte que la culpa y el remordimiento, motiva gran parte de sus actos.

El cine como puñetazo

Dos décadas después, American History X revela claramente sus flaquezas y eso no la hace menos valedora de su estatus de culto. Lejos de ofrecer un film reposado con una lectura compleja del racismo, que hable de su arraigo histórico o del odio institucional, Tony Kaye opta por una visión frontal y explícita del asunto: el racismo es malo, el agua moja y el fuego quema.

Sin embargo, su expresividad y efectismo funcionan a un nivel casi sensorial que permanece en la memoria. Muchos la descubrimos siendo adolescentes y, años después, seguimos recordando perfectamente determinadas escenas, imágenes remanentes que quedan grabadas precisamente por su falta absoluta de matices. Su violencia y poder.

También es cierto que con una imagen remanente se abre y se cierra el film. Durante los títulos de crédito iniciales, una playa en blanco y negro –una Venice Beach que no veremos en todo el metraje-, trasmite una calma mortecina. Y antes del fundido negro final, la misma playa se nos mostrará a todo color emitiendo el mensaje contrario. En ella veremos a dos niños jugando con las olas: Daniel y Derek Vinyard antes de conocer el odio.

El cine, a veces, encuentra su poder en la falta de sutileza, en su tosquedad y brutalidad. De la misma forma que recordamos mejor un puñetazo que un improperio. American History X sigue doliendo dos décadas después.

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