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Crítica Cine

'La profesora de piano': estudio 'hanekiano' de una mujer que se niega a cambiar para encajar

Corinna Harfouch, protagonista absoluta de 'La profesora de piano'

Francesc Miró

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El día de su cumpleaños, Lara despierta azorada ante unos golpes insistentes en la puerta de su casa. Se trata de la policía local, que la requiere como testigo en un registro oficial en casa de un vecino. Los agentes saben, como lo sabe todo el vecindario, que ella está jubilada así que no la 'molestan' si necesitan su ayuda, porque asumen que una mujer de su condición y a su edad, no tiene nada mejor que hacer.

Se equivocan, claro, pero el camino para demostrar a los demás cuál es su papel en la sociedad ahora que no forma parte de la cadena productiva que tanto atosigaba a Chaplin en Tiempos modernos, resulta tan imbricado que es normal que a Lara le de pereza. Es comprensible que opte por no demostrar nada a nadie... excepto a sí misma.

En La profesora de piano, Jan Ole Gerster retrata el proceso de liberación de una mujer hastiada. El día que su hijo pianista ofrece el concierto con el que debuta como compositor, ella decide intentar reconciliarse con él y con las personas a las que trató mal cuando daba, precisamente, clases de piano. Pero poco a poco se percata de que no es con los demás con quien ha de congraciarse.

La madre sin talento de un hijo con talento

La historia de Lara, interpretada por una inmensa Corinna Harfouch, es la de muchas mujeres. Fue pianista de joven. Tenía talento y el ímpetu necesario para tener una carrera brillante. Pero fue madre y quiso realizarse a través de su hijo. Este, un siempre hipnótico y ojeroso Tom Schilling, se convirtió en un célebre músico respetado internacionalmente. Gracias a su educación y al férreo compromiso de ella con el éxito.

¿Pero qué fue de ella? Hoy los desconocidos no la soportan, y los conocidos directamente la temen. Se siente sola y hastiada. Y busca la conexión, la aprobación tardía de los demás. Sin percatarse de que quien la juzga más severamente, es su rostro al otro lado del espejo. Es con ella con quien debe arreglar las cosas.

Lo que empieza siendo la deconstrucción de una relación edípica al uso, se convierte en La profesora de piano en una exploración de la psicología de una mujer obtusa y fascinante. Jan Ole Gerster ofrece en su segundo largometraje un estudio de personajes netamente inspirado por las formas narrativas del cine de Michael Haneke. En la mirada fría y el bisturí para cortar la piel de las apariencias del austríaco, reconocemos el discurso de este filme sobre las relaciones afectivas, la dependencia emocional y la aprobación ajena.

También su reflexión sobre la necesidad de la realización personal a través del ejercicio creativo. Del piano, en este caso, elemento tan turbador como liberador. Un sujeto narrativo vertebrador de los traumas que afrontan los personajes, y que sitúa esta cinta a medio camino entre Shine: el resplandor de un genio de Scott Hicks y, por supuesto, La pianista de Haneke. Filme que contaba con una Isabelle Huppert de cuya actuación parece ser directa heredera la de Corinna Harfouch.

Hacer tratable a alguien que no lo es

La división del trabajo y la reconfiguración de las relaciones entre mujeres y hombres en los siglos XVI y XVII implicaron un cambio de concepción los vicios y virtudes de las primeras, que contribuyó a sustentar la idea de la mujer como 'lo otro'. Algo desconocido, extraño y que cabía 'domesticar' en el más amplio sentido de la palabra según nuestro insigne diccionario: “acostumbrar a la vista y compañía del [ejem] hombre al animal fiero y salvaje” y “hacer tratable a alguien que no lo es, moderar la aspereza de carácter”.

Silvia Federici dio buena cuenta de cómo se 'moderaron' las asperezas de los carácteres de las mujeres en su libro Calibán y la bruja. Es más, también estudió cómo la cultura, en diferentes ámbitos, había contribuído a ello: la alargada sombra de obras como La fierecilla domada de Shakespeare (1593) o Lástima que sea una puta de John Ford (1633) aún permea en nuestra sociedad.

“Las mujeres eran acusadas de ser poco razonables, vanidosas, salvajes, despilfarradoras. La lengua femenina era especialmente culpable, considerada como un instrumento de insubordinación”, escribía. Es decir: el vehículo de expresión, la mera opinión, era símbolo de insurrección y por lo tanto estaba penado socialmente. Algo que le ocurre constantemente a Lara: quienes la rodean quieren su opinión, pero cuando la ofrece, esta resulta ser incómoda y por lo tanto castigada con el ostracismo.

“Pero la villana principal era la esposa desobediente, que junto con la 'regañona', la 'bruja', y la 'puta' era el blanco favorito de dramaturgos, escritores populares y moralistas”, decía Federici. Lara podría cumplir con muchos de los apelativos mencionados si nos fiásemos de las opiniones de absolutamente todos los personajes que la rodean. Sus antiguas compañeras de trabajo la tienen por una dictadora cruel. Sus alumnos por una mujer frígida manipuladora. Su exmarido, más de lo mismo. Y su hijo, presa de un complejo de Edipo que se niega a aceptar, quiere alejarse pero estima las opiniones de su madre como las más sinceras y válidas de cuantas se vierten sobre su vida y obra.

El vacío y la incomprensión ha sido el precio que Lara ha pagado por ser como es. Por negarse a sí misma un futuro y otorgárselo a su hijo. Pero a través de la liberación, a través del arte y la creación, Jan Ole Gerster abre una pequeña grieta a la esperanza. A la realización personal al margen de una sociedad que siempre juzga más severamente a unas que a otros.

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