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Una película ucraniana sin subtítulos sobre pandilleros sordomudos fascina en Donosti

The Tribe, la dura tesis sobre la violencia de Myroslav Slaboshpytskiy

Carlos Marlasca / Pedro Moral Martín

En Cosmos, el astrofísico Neil deGrasse Tyson vuela con su nave plateada a una pirámide, un siniestro expositor donde se encuentran agrupadas cada una de las especies que han desaparecido del planeta Tierra. Están divididas en secciones y cada una tiene un nombre que la define. Entre ellas, deGrasse señala una que aún no tiene ningún apelativo: es nuestra propia extinción. La hipótesis que planteaba la serie estadounidense es también la que desarrolla Autómata, la segunda película de Gabe Ibáñez, una historia de ciencia ficción que Ibáñez escribió para demostrar que sus guiones podían superar a los de Hollywood. A Antonio Banderas le gustó tanto el proyecto que, además de protagonizarlo, también quiso producirlo.

La singularidad, con Antonio Banderas

Autómata tiene carencias, pero a veces hay que valorar una película (o una novela) por lo que narra y no por su forma. Steven Spielberg utilizó la elipsis en A. I. Inteligencia Artificial y pasó de un mundo en el que los seres humanos convivían con sofisticados robots a otro completamente desolador donde la única vida que quedaba eran las huellas que los ingenieros habían dejado en sus creaciones.

Ese vacío narrativo es el que ocupa Autómata. Los humanos han destruido el planeta mediante armas nucleares y apenas quedan lugares donde se pueda vivir sin estar contaminado por la radiación. La tecnología ha retrocedido, los aviones no vuelan y los coches son antiguallas en desuso. Sin embargo, varias empresas diseñan robots cuyas funciones se resumen en ayudar a sobrevivir a la especie humana. Tienen dos protocolos: no hacer daño al hombre y no modificarse a sí mismos.

Antonio Banderas es Jacq Vaucan, un agente de seguros que trabaja en una de estas empresas y que descubre la existencia de un robot que se ha saltado el segundo protocolo. Como en los thrillers clásicos, todo comienza con una investigación rutinaria que oculta algo mucho más grande. Cuando Gabe Ibáñez rueda esta primera parte de la película piensa en Blade Runner. Las gotas de lluvia se deslizan sobre enormes edificios y grandes hologramas publicitarios invaden una ciudad ennegrecida donde nunca sale el sol. Jacq Vaucan es Rick Deckard.

Sin embargo, por culpa o gracias a un presupuesto limitado, el realizador español lleva la historia hacia un paisaje desértico y convierte el thriller en un western crepuscular, en el que se instalan interesantes conjeturas sobre el relevo de los humanos. Somos la especie más inteligente que ha pisado el planeta y quizá por eso puede que seamos la única capaz de autodestruirse.

Los últimos días de Pier Paolo Pasolini

Un Pasolini con el rostro de Willem Dafoe anuncia: “La humanidad está muerta, sólo chocamos entre nosotros como si fuéramos máquinas”. La extinción sigue presente en la película que el irreverente Abel Ferrara paseó por Venecia y ha presentado en la sección Perlas de San Sebastián.

¿Quién es Paolo Pasolini? Un escritor, un cineasta, un intelectual, un artista… Ferrara no trata de averiguarlo, no da pistas. Lo que ya se sabía del director de Medea es lo que aparece en la película, lo que aún no se conocía seguirá siendo un misterio. No hay retrato posible porque la cámara del realizador solo enfoca hacia la herida que deja en el mundo la muerte de un artista como el italiano.

Pier Paolo Pasolini murió el 2 de noviembre de 1975 y su última película fue Saló o los 120 días de Sodoma. “Todo es política, el sexo también es política”. El director es un símbolo, un mesías que lucha contra el poder, que escapa de la censura, que provoca pasión y asco. Todas las ideas que no escribió en ensayos o películas cuando todavía vivía están reconstruidas aquí por Ferrara. Un hombre que va junto a su hijo en busca del cielo y que se da cuenta tarde, cuando ya está muy lejos de la tierra, de que su destino es ilusorio; entonces ambos se sientan a esperar porque, como dice el vástago, “siempre pasa algo”. Son historias demoledoras y perversas que aparecen en el filme y que están llenas de ese lirismo que invade las calles de Roma, la Ciudad Eterna, la que le vio morir en una playa en misteriosas circunstancias.

El trabajo de Willem Dafoe es inmenso, los paisajes de la capital italiana desprenden una tenebrosa seducción y los viajes de Pasolini y de sus personajes están repletos de violencia y de sexo, lo mismo que él consumió y ejerció durante una vida en la que sólo quiso provocar a los que él consideraba sus enemigos.

El silencio de la violencia

Rodar una película en un ataúd o con un solo personaje en el vacío espacial es un reto. Para salir airoso hay que poseer el talento de Rodrigo Cortés o Alfonso Cuarón con la ayuda de un buen guion o un despliegue técnico colosal. Si la premisa es contar una historia a través de sordomudos sin la ayuda de subtítulos que definan los silencios, la cuestión puede resultar farragosa. Pero el director ucraniano Myroslav Slaboshpytskiy narra el devenir de una pendenciera pandilla de adolescentes de un internado sin voz ni oído en un análisis sobre la violencia en los grupúsculos que aprueba con nota.

Los códigos de The Tribe son más sencillos de descifrar que los de la sobresaliente Canino pero la censura salta por los aires en las dos cintas. En la ganadora de la Semana de la Crítica en Cannes no hay clemencia con el espectador. Las exigencias fisiológicas del casting restan veracidad a las peleas, pero para remover las entrañas Slaboshpytskiy engendra una de las escenas más nauseabundas de los últimos tiempos, con la versión femenina del siniestro matasanos de 4 meses, 3 semanas, 2 días. El realizador recupera al Gus Van Sant de Elephant para aproximarse a los personajes de una película tan notable como impía que no es adecuada para estómagos sensibles.

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