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El auge del teatro político arremete contra el sistema

El actor Israel Elejalde, en la función 'Un enemigo del pueblo'

Miguel Ángel Villena

El patio de butacas transformado en asamblea durante la representación de Un enemigo del pueblo y el actor Israel Elejalde respondiendo de este modo al público que lo ha interpelado: “Cuando el Parlamento se convierte en un teatro, el teatro debe asumir el papel del Parlamento”. Las funciones en el teatro Pavón de esta adaptación libre de Álex Rigola del clásico de Henrik Ibsen vienen a sumarse al auge en España de un teatro cada vez más político que cuestiona a tumba abierta el capitalismo con el trasfondo de una corrupción que se ha convertido en sistemática y que va mucho más allá de una crisis coyuntural.

“El teatro político más grande”, señala el autor y director teatral Juan Mayorga, “se produce cuando las obras hablan de su tiempo y, a la vez, abordan algo universal como la fragilidad del ser humano. En esa línea encontramos desde los clásicos griegos a Ibsen o Brecht pasando por autores españoles del Siglo de Oro”.

Así las cosas, este renacimiento del teatro político en nuestro país, cuyo antecedente más cercano sería la eclosión de los grupos independientes durante la Transición, inunda cada vez más las carteleras de las principales ciudades. Desde espacios alternativos como La Cuarta Pared, con su Nada que perder, hasta teatros públicos como el Español y el Canal con montajes como El pan y la sal y Lehman Trilogy pasando por salas comerciales con Voltaire y Rousseau o por recientes éxitos comerciales de obras como El crédito, de Jordi Galcerán, o Muñeca de porcelana, de David Mamet, la lista resultaría casi interminable.

Experiencias rompedoras para públicos transversales

De hecho, esta tendencia ha propiciado la aparición de experiencias rompedoras en el mundo de la escena como el Teatro del Barrio o el Pavón Kamikaze, ambas en Madrid, por citar tan sólo dos ejemplos. Lo curioso y en cierto modo sorprendente de este auge del teatro político apunta a una entusiasta respuesta del público que llena, en general, las salas donde se representan estos montajes que, durante décadas, fueron tildados por muchos aficionados de aburridos y panfletarios.

Y se trata, además, de un público muy transversal en edades, procedencias y gustos artísticos. Tal vez los espectadores se vean reflejados, concernidos o afectados por esa corrupción que se muestra sobre las tablas como una lluvia fina que gotea desde las alturas del poder y empapa a toda la sociedad.

“Mucha gente”, explica el periodista y dramaturgo Alfonso Armada, “se siente desencantada con el sistema y con sus instituciones y busca otras vías de intervención política. En este sentido, el teatro puede actuar como una forma de contrapoder que recoge las inquietudes éticas y les da una traslación política. Vivimos un momento teatral muy interesante, fruto en parte de la precariedad social y de la necesidad de una ética de la resistencia”.

Como buen conocedor de la realidad cultural de este país, Armada reconoce que el teatro se ha convertido en una punta de lanza contra el sistema con mayor fuerza que otras expresiones artísticas como el cine o la literatura. “Podría decirse”, comenta, “que el teatro tiene el radar más desplegado frente a la realidad social y establece además una relación muy directa entre la escena y los espectadores en una época en la que empezamos a notar una cierta fatiga digital”.

Apelar a la responsabilidad del espectador

Desde escenarios muy diversos se plantean multitud de preguntas e interrogantes, siempre con la crisis de fondo, en una rueda interminable que ejemplifica a la perfección el montaje colectivo Nada que perder, dirigido por Javier García Yagüe en la Cuarta Pared, una pionera de las salas alternativas de Madrid.

“El teatro”, afirma Mayorga, uno de los autores más reconocidos en España y académico de la RAE desde el pasado abril, “fue político desde sus orígenes en Grecia y ese dato cabe tenerlo muy presente. Ahora bien, el teatro no tiene ni mucho menos la obligación de plantear alternativas cuando la propia sociedad anda buscando soluciones a una corrupción capilarizada y a un sistema económico que está podrido”.

“De todos modos”, expresa el escritor, “el valor teatral de una obra debe ir más allá de un mensaje para los convencidos. De hecho, los montajes más interesantes suelen interrogar al espectador sobre su responsabilidad y el teatro que yo amo se nutre de acción, emoción, poesía y pensamiento”.

La directora del teatro Español, Carme Portaceli, que ha programado un ciclo sobre la memoria histórica como arranque de la temporada, coincide en que todo teatro, toda creación artística, es política. “Ha sido una constante en mi carrera como directora teatral”, comenta Portaceli, “dar protagonismo a las mujeres, una actitud que afortunadamente se está generalizando. Ese enfoque, por supuesto, ya supone un acto político, ideológico”.

A pesar de reconocer la fuerza del teatro como espectáculo en directo, “donde ves el sudor de los actores y las actrices”, la directora del Español opina que esta politización de la escena se extiende también a otras disciplinas como el cine. “Una muestra”, señala, “sería la película Campeones que claramente defiende unos valores muy positivos”.

El precio de la defensa de la libertad

En cualquier caso, estos realistas y demoledores retratos del pan nuestro de cada día en forma de codicia, fraudes e impunidad sobre las espaldas de una sociedad muchas veces débil e ignorante interrogan por ello al público con una pregunta clave: ¿Qué estamos dispuestos cada uno de nosotros a hacer o a sacrificar en defensa de valores como la libertad o la igualdad?

Sin desvelar nada de la obra, cabe reseñar como muy reveladora la reacción de los espectadores ante este dilema en las funciones de Un enemigo del pueblo, una obra maestra del teatro político escrita a finales del siglo XIX en Noruega y que mantiene hoy toda su vigencia.

Pero al margen de la reivindicación del valor artístico de una pieza teatral para no caer en el adoctrinamiento, Alfonso Armada argumenta también que “el teatro más rupturista y que impugna más el sistema suele basarse en un texto, en la palabra en definitiva”.

Polémica siempre presente, cuyo último episodio se vivió en los debates sobre el tipo de teatro que debía representarse en las salas del madrileño Matadero, Mayorga opina, desde su doble experiencia como dramaturgo y como director, que el texto se halla en cualquier caso incluido en toda representación.“Puede renunciarse a la palabra y es algo muy legítimo”, afirma, “pero detrás de cada gesto o de cada movimiento del cuerpo de un actor siempre hay un texto. Tampoco conviene olvidar que en una época de acoso a la palabra, en tiempos de posverdad y de bulos, un teatro que atienda a la palabra se convierte claramente en un espacio de resistencia”.

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