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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

Del OMO a la IA

'La Anunciación', obra del Equipo Realidad, de 1967, que se exhibe hasta el 1 de septiembre como parte de la exposición Jorge Ballester, entre el Equipo Realidad y el silencio, organizada por la Fundación Bancaja.

Joan Dolç

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¿Recuerdan el American way of life? Nadie habla ya (bien) de ello, pero durante algún tiempo fue un venero que alimentaba generosamente el imaginario colectivo. El concepto estaba presente en la publicidad, en las artes plásticas, en la literatura, la prensa, el cine y la televisión. Y era una envidiada meta política y económica. En aquella época todavía había muchos factores que hacían que el mundo fuera ancho, vasto y distante, pero nada como la visión de una cultura que aparentaba ser claramente superior a la nuestra, casi tanto como aquella extraterrestre que aparecía en El planeta prohibido. Las cosas que se veían en las películas americanas de los años cincuenta y sesenta incrementaban la anchura del Atlántico hasta unos extremos que hoy resultan inimaginables. Aquellos frigoríficos eléctricos enormes, siempre con una botella de leche fresca en los estantes de la puerta, aquellas cocinas de gas, aquellas lavadoras, aquellas aspiradoras, aquellos coches de eslora kilométrica, todo aerodinámico como en los tebeos de Flash Gordon, no tenía nada que ver con nuestras neveras de hielo (en el mejor de los casos; lo que había en las casas normalmente era una fresquera), los fogones de serrín o las cocinas económicas a leña, la tabla ondulada de lavar ropa o aquellas primeras lavadoras Jata, que lo único que hacían era dar vueltas, la escoba de palma o el carro, que el tiempo convirtió poco a poco en una Renault 4F. Nada que ver una cosa con la otra. La distancia entre la vida que se daba Rock Hudson junto a Doris Day y la de nuestros padres era sideral. Pese a ello, intentábamos acortarla.

Al socaire de la pseudoindustrialización sin revolución que tuvo lugar aquí en aquellas décadas, se produjeron movimientos migratorios dentro de la península, unos de larga distancia, «de borreguero» y otros, digamos, «de cercanías». Andaluces, manchegos y extremeños marchaban a buscar fortuna a Cataluña, Madrid o el País Valenciano, y los que vivían en los pueblos pequeños se desplazaban a la ciudad que tenían más cerca, fuera grande o pequeña. A veces con una lógica absurda, como pasaba en la Huerta de Valencia, donde, después de haber currado durante generaciones para hacerse con la propiedad de la tierra, los labradores abandonaban las alquerías y se encovaban en un pisito del pueblo, siguiendo una moda de oscuras motivaciones. Después de intensas encuestas para tratar de averiguar la razón de aquella muda, la única cosa que uno sacaba en claro es que en un piso no entra tanto polvo como en una casa de huerta. Pero detrás del intríngulis, estaba el omnipresente sueño americano. Vivir en el pueblo facilitaba la escolarización de los hijos, que todos los destripaterrones deseaban convertir en trabajadores de la industria, a poder ser white-collar workers, trabajadores de cuello blanco. Por otro lado, el agua corriente —aún en proceso de implantación— y la concentración de tiendas y servicios, facilitaba la materialización de aquellas quimeras importadas, la satisfacción de un consumismo incipiente asociado a unas necesidades que aún podríamos considerar genuinas. El Viker sustituyó al asperón, y el OMO al jabón de sosa cáustica que antes se hacía en casa. Las planchas ya podían ser eléctricas, y las neveras también, y dotadas de cerradura. Después, la radio a válvulas que había venido con el traslado fue sustituida por una a transistores y un televisor en blanco y negro, y con los transistores y los televisores la espiral consumista empezó a girar pero muy poco a poco, porque, hasta que aquellos hijos predestinados a ser engullidos por el Moloch industrial empezaron a llevar los primeros jornales a casa, el poder adquisitivo de las familias daba para pocas alegrías. Pese a ello, apareció el boom inmobiliario de finales de los 60, las letras, las ventas a plazos, el 600, y la copia cutre de la vía americana hacia la felicidad fue abriéndose paso: vivir para producir, producir para consumir y consumir para sentirse vivo.

Este embaucamiento, este desvalijamiento de existencias iba ligado a una determinada fase del capitalismo, la industrial, que como todo el mundo sabe, se está yendo al garete a toda leche, al menos por estos parajes. La producción se ha desplazado a lugares muy remotos y, lo que es más significativo, se ha concentrado allí. Los antiguos consumidores se están convirtiendo en fuerza laboral obsoleta cada vez peor retribuida, y la cadena consumista, que implicaba a un abanico amplísimo de estamentos sociales, se ha roto. Por lo que, mientras ven la manera de mantener la legitimidad del sistema, pensando qué hacer para solucionar los problemas que provocan sus desequilibrios, toca inventar otro tocomocho.

Y aquí es donde aparece la mandanga de la «Inteligencia Artificial» a modo de nueva vía hacia la felicidad personal y colectiva que, como aquella otra American way of life, nace de un escenario de descalabro social. En un caso fue el mundo posterior a la Gran Depresión y la II Guerra Mundial, y en este la llamada crisis financiera de 2008, la quiebra de la economía productiva, el auge de la especulativa y la consiguiente devaluación de la figura del trabajador en tanto que «productor», como le gustaba decir a aquel de manera bastante precisa, hay que reconocer. Detrás de cualquier innovación en el terreno de la IA, detrás de sus agentes virtuales, de sus machine learnig, de su automatización de procesos, de la tecnología biométrica, la de compliance, la de procesamiento de lenguaje natural…, detrás de cada nuevo ingenio que hace uso de esas mojigangas hay una promesa de felicidad semejante a la que había —y continúa habiendo, de eso no nos libraremos nunca— detrás de cualquier innovación en el ámbito del consumismo tradicional. Más allá de eso: lo que antes era un incentivo para continuar viviendo, la felicidad, ahora es el objeto mismo de la existencia. La felicidad es Dios y la Inteligencia Artificial su profeta. El hombre feliz ha sustituido al hombre piadoso, a la persona de orden. Hay países que ya no solo calculan el PIB (Producto Interior Bruto), también hacen estadísticas de la FNB o la BLI (la Felicidad Nacional Bruta o el Better Life Index), y no es coña. Algunos avispados han descubierto que la felicidad es un estado subjetivo y, como tal, se puede desligar de conceptos complicados, conflictivos y de mala solución, como la justicia social, la emancipación individual o el libre ejercicio del espíritu crítico. No hace falta sino conseguir que nos dejemos llevar. Y para conseguirlo, la IA es una droga poderosa, ya saben, un constructo que nos promete la superinteligencia, la superlongevidad —la eternidad, incluso— y el superbienestar. ¿Cómo resistirse a ella?

Solo hay que saber cómo podemos pagar todo eso, como acceder a ello. Consumir ya no es la palabra. Es más exacta la expresión «ser consumidos». Dado que no producimos ya nada monetizable, el objetivo es monetizarnos nosotros mismos, cada parte de nuestra personalidad, de nuestro cuerpo, de nuestros actos, incluso los más íntimos y aparentemente irrelevantes. Antes alquilábamos la fuerza de nuestros brazos, y lo que extraíamos (la parte que nos quedaba después de que nos descontaran la plusvalía), lo devolvíamos en forma de consumo: resultado cero y vuelta a empezar, así iba la cosa. Ahora que eso ya no vale nada, ahora que ya no tenemos nada que ofrecer en el ámbito productivo, que desde esa perspectiva somos anacrónicos robots de carne —ya nos lo dicen—, no nos queda otra que convertirnos nosotros mismos en producto. Ya no estamos en un proceso circular, ya no vamos ningún lugar ni tenemos posibilidades de volver al punto de partida, ni aunque sea para volver a empezar, ahora somos objeto de una extracción unidireccional, vampírica. Nuestra inteligencia no tiene otra finalidad que alimentar los algoritmos de la Inteligencia Artificial y convertirnos en su instrumento, en sus semovientes, no tenemos más opción que entregarnos a ella, delegar en ella nuestras decisiones, nuestros deseos, nuestra suerte, convertirnos en parte de ella. Hacer lo que nos mandan, en definitiva, como se ha hecho toda la vida. Y nuestro cuerpo ya obsoleto… bueno, con IA o sin IA, ese tiene el destino que ha tenido desde el principio de los tiempos, y mientras llega, algunos volveríamos de buen grado a la alquería, a tocarnos el níspero y dejar que se nos deslía dulcemente la memoria, pero ya no nos quedan recursos o no tenemos alquería, y las que quedan las están comprando cuatro urbanitas solventes, de anhelos bucólicos, que las restauran y rebautizan, de manera que ca Quelo ha pasado a ser Villa Colasa. Por ese lado, nada que hacer.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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