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No es país para dependientes

Laura Vilanova

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El sábado, la realidad me dio una bofetada en toda la cara. Salía de comprar ese café anunciado por un atractivo actor cincuentón al que soy adicta (al café, no al cincuentón) y ante mí unas dos mil personas ocupaban la avenida del Doctor Gadea, en el centro de Alicante, alzando su voz contra el copago (repago) por la dependencia. Jóvenes, mayores, niños…clamaban contra una medida injusta que deja a miles de personas dependientes sin posibilidad de acceder a recursos sociales que pueden mejorar su vida.

Depender de alguien o de algo no gusta a nadie. Se lo digo porque yo ahora dependo económicamente de mi marido. Si con lo que gano como autónoma (¡valiente contrasentido!) y descontando lo que pago en impuestos, tuviera que hacer frente en solitario a la factura de la luz, el agua, el IBI, la tasa de basura….lo de comer sería un imposible y lo del lujo del café ¡ni les cuento! En mi caso tengo suerte. No soy de ese porcentaje de mujeres a los que lo único que les une a su pareja es la hipoteca. ¡No!, no es mi caso, pero insisto en que no me gusta ni quiero acostumbrarme a esa dependencia.

Pero la protesta del sábado era en defensa de los derechos de otra clase de dependientes. Personas que pasan de pagar 50 euros por la asistencia de su hijo discapacitado en un centro de día a 530 euros…, padres y madres que deben dejar su trabajo para hacer frente al cuidado de su hijo con alguna discapacidad o enfermedad mental porque la Administración no paga lo comprometido, hijos e hijas que asumen el cuidado de sus padres o madres con Alzhéimer aún a costa de su propia salud, familias que tienen que organizar recogidas solidarias de tapones y movilizar a colegios, comunidades de vecinos, clubs deportivos para poder comprar una silla de ruedas con la que su hijo-a pueda ser un poquito menos dependiente…

En la protesta del sábado había dependientes y había padres, había madres, había abuelas, había esposas, había maridos, había hijos, había hermanos…y había trabajadores y trabajadoras de los centros que hasta ahora ayudaban a hacer un poquito más fácil la vida de las personas dependientes y de sus familias, y que llevan meses sin cobrar. Pero sobre todo lo que había por todas partes era personas cargadas de razones.

La verdad es que con mis 50 euros en café dentro de mi bolsa me sentí incómoda y sentí vergüenza de ni siquiera acordarme de que se había convocado esta protesta. Yo que guardo puntualmente cada tapón, que me indigno cada vez que nos recortan un nuevo derecho social ganado después de muchos años, que no suelo callarme cuando contemplo una injusticia... Y pensé en la enorme vergüenza que sentiría si formara parte de la élite política de esta Comunidad, la que ha tomado la decisión de que los dependientes no merecen tanto. ¡Claro que para sentir vergüenza hay que tenerla!

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