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¿Día del Cooperante? Hablemos de lo que realmente importa

Una enfermera desinfecta una moto cerca de un hospital en Liberia en la última epidemia de ébola. / FOTO: EFE.

Muriel Brihuega

Alianza por la Solidaridad —

Un año más llega el 8 de septiembre, Día del/a Cooperante. Y un año más me planteo si tiene interés la existencia de tal día o el hecho de resaltar esta figura. Quienes nos dedicamos a ello somos profesionales de un sector que, como todo el mundo, desempeñamos nuestro trabajo (remunerado) con mayor o menor grado de entusiasmo y compromiso. Por otro lado, ¿por qué un Día del Cooperante y no un Día de la Cooperación o, mejor aún, un Día de la Solidaridad?

Más allá de este debate, que tampoco tiene especial interés, quisiera aprovechar la ocasión para compartir la sensación de contradicción e impotencia que periódicamente me embarga cuando constato una y otra vez que hablar de cooperación internacional no tiene sentido si ello no va asociado a una voluntad real de los Estados por transformar el sistema profundamente injusto en que vivimos y en el que la desigualdad y las brechas sociales y económicas son cada año mayores en los distintos rincones del planeta.

La realidad en este caso no tiene matices. De acuerdo a un informe temático de Oxfam Internacional en 2016 el 1% de la población mundial acumulará más riqueza que el restante 99%, ahondando la situación de desigualdad que se viene incrementando desde la recesión de 2008. Actualmente una de cada nueve personas carece de alimentos suficientes para comer y más de mil millones de personas aún viven con menos de 1,25 dólares al día. Esta realidad no es casual y tiene su origen en decisiones adoptadas por los gobiernos para instaurar las mal llamadas políticas de austeridad y los recortes en políticas sociales y gasto público.

Por abundar en los datos, según la OCDE -institución nada sospechosa de pretender promover cambios radicales-, a nivel mundial, el 10% de los hogares más ricos poseen la mitad de la riqueza total, el siguiente 50% posee casi la otra mitad, mientras que el 40% menos rico -o más pobre- tiene poco más del 3%.

Queda claro, por tanto, que la desigualdad extrema y la injusticia definen la situación mundial que no hará más que empeorar a no ser que los gobiernos nacionales y las instituciones internacionales decidan actuar firmemente. Una actuación que pasa por la puesta en marcha de políticas que no se rijan exclusivamente por criterios de mercado, que favorecen los intereses particulares de las élites, y que introduzcan medidas para equilibrar la situación a través de la redistribución del dinero y el poder. Lo que se precisa para dar un giro de timón es voluntad política.

Europa y España, lejos de sus responsabilidades ante una crisis humanitaria sin precedentes

Qué podemos decir de esa voluntad en el caso de Europa, en general, y de España, en particular. Qué papel están jugando especialmente en estos días en los que asistimos a una crisis humanitaria sin precedentes, -aunque no por ello, inesperada. El horror y la vergüenza se han instalado en nuestro continente; los gobiernos no asumen su responsabilidad ante la situación ni demuestran solidaridad ante una crisis de tales dimensiones.

Según ACNUR, hasta agosto de 2015 llegaron a Europa cerca de 300.000 personas y unas 3.000 murieron en el camino. Eso sin tener en cuenta la suerte de aquéllas que no constan en los registros oficiales. La mayoría son personas refugiadas que huyen de países en guerra y con conflictos armados (Afganistán, Irak, Libia, Siria, etc.), pero también de la miseria y pobreza que asolan regiones de Asia, África o América Latina o de dictaduras y regímenes que vulneran los derechos humanos. Casi todas las personas que cruzan el Mediterráneo asumen riesgos terribles porque no tienen otra alternativa. Y diariamente estamos viendo cómo mueren decenas de ellas ahogadas, hacinadas dentro de un camión o en la bodega de un barco cuando se dirigen a Europa en busca de seguridad o de una vida mejor. Miles de ellas quedan atrapadas en condiciones infrahumanas por el cierre entre fronteras y son maltratadas, gaseadas, disparadas con gases paralizantes o detenidas por las fuerzas de seguridad de los distintos países.

Los Estados europeos, ignorando la legalidad internacional y los imperativos humanitarios, no tienen como prioridad salvar vidas o crear de rutas seguras que respeten los derechos, la dignidad y las necesidades de protección de las personas. Responden a esta crisis humanitaria levantando vallas y alambradas de cuchillas cada vez más altas, practicando devoluciones en caliente, endureciendo las leyes migratorias y contratando empresas privadas para que FRONTEX pueda cumplir mejor su mandato de control fronterizo, que no de salvamento. Por otro lado, los países regatean miserablemente entre sí las cuotas de acogida de las personas refugiadas, en vez de garantizar que la cooperación con los países de origen y de tránsito no les impida el acceso a procedimientos de asilo justos, no generen abusos de derechos o les lleve a la devolución forzada.

¿No deberíamos trabajar en Europa?

Resulta paradójico, cuando no lamentable, que en un mundo globalizado que se suponía ampliaría las relaciones entre países, abriría fronteras y permitiría el libre tránsito de los seres humanos, tan solo tenga esa libertad de movimiento el capital financiero. Es inmoral que los países comunitarios, corresponsables junto a otras potencias occidentales del descalabro económico, político y social de aquellas naciones de las que proceden la mayor parte de las personas que refugiadas o migrantes, estén reaccionando así ante el drama humano que se está viviendo. Los gobiernos están aprovechando esta tragedia para consolidar las políticas de control de la emigración, cuando lo que se necesita es establecer una estrategia integral de cooperación internacional que aborde las verdaderas causas del problema. La Unión Europea debería utilizar sus recursos y la Ayuda Oficial al Desarrollo de manera más eficaz para eliminar las razones que impulsan la migración, incluyendo las violaciones sistemáticas de los derechos humanos, la pobreza, la desigualdad, la gobernanza débil, los conflictos violentos, etc.

Ante semejante coyuntura, una o un “cooperante” no puede más que pensar que su trabajo ya no tiene por qué estar necesariamente localizado en un país pobre o en desarrollo. Tal vez nuestro quehacer sería hoy igual o más necesario en la propia Europa. Qué disparate todo.

Y si miramos al Estado español y los desproporcionados recortes que el Gobierno ha realizado en los últimos años en materia de Ayuda al Desarrollo, situándola en niveles exiguos e insignificantes (actualmente un 0,16% de la renta nacional básica, una cifra que difiere con la media europea (0,43%) y que se aleja del histórico 0,7%, no podemos más que concluir que la cooperación internacional no constituye una política de estado en nuestro país. ¿Cómo pensamos, entonces, contribuir a la mejora de las condiciones de vida y la seguridad vital de las personas que habitan en los países de origen, de forma no tengan que verse obligadas a huir de la pobreza y el hambre, la vulneración de sus derechos humanos y los conflictos armados?

La verdad es que celebrar el Día del Cooperante en estas circunstancias no es más que una anécdota que podríamos ahorrarnos.

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