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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

3,3 millones de refugiados en Siria, Irak, Líbano, Jordania y Egipto se enfrentan al invierno más duro

Un niño refugiado durante el invierno en Líbano.

Fabiola Barranco

Un año más, con la llegada del invierno, la nieve cubre buena parte de la geografía libanesa. Una estampa que, a vista de dron, podría ser idílica. Sin embargo, bajo ese manto blanco quedan enterradas las tiendas de campaña y humildes viviendas que dan cobijo a miles de personas refugiadas que escaparon de la guerra en Siria.

Majida es madre de cuatro hijos y una de las miles de supervivientes que habitan el Valle de la Bekaa, en Líbano. “El año pasado pude acceder a algo de combustible, pero este año, debido a los cortes de suministros y elevados precios no puedo permitirme ni comprar leña”, lamenta esta mujer y pilar fundamental de su familia. 

Y es que, los estragos de la crisis socio sanitaria provocados por la COVID, así como la desatada tras la explosión en Beirut en 2020, han convertido a Líbano en un país colapsado e inmerso en una devastadora recesión económica.

Aunque, como la propia Majida reconoce, “se trata de una realidad muy difícil para todo el mundo, para libaneses y refugiados”, los datos que afectan a estos últimos son especialmente escalofriantes. Nueve de cada diez refugiados sirios viven en situación de extrema pobreza y la mitad de la población refugiada sufre inseguridad alimentaria, es decir, no tiene acceso a ciertos alimentos necesarios para el desarrollo de una vida saludable.

“Antes de la crisis, la situación era difícil, pero podía poner comida en la mesa. Ahora, no puedo proporcionar una comida completa a mis hijos, que comen principalmente verduras y alimentos secos”, lamenta Majida. 

“Cuando llegué por primera vez a Líbano, tuve que adaptarme a mi nueva realidad. Nunca antes había vivido en una tienda de campaña, pero no podía permitirme alquilar un apartamento. Como madre sola, a lo largo de los años, tuve que aprender a salir adelante por mi cuenta y mantener a mi familia”, resume así su vida en el asentamiento de refugiados y las adversidades que tiene que saltar cada día, como si de una carrera de obstáculos interminable se tratara. Sus dos hijos mayores, de 15 y 16 años, abandonaron los estudios para poder trabajar y ella consigue trabajos puntuales como recolectora de habas o ajos. Aun así, los números no salen y la necesidad le ha llevado a situaciones límites. Una batalla por la subsistencia que se complica más en este periodo del año con gélidas temperaturas, lluvias y nieve.  

Su caso no es aislado. Um Khale, de 69 años, vive en un campo de refugiados en Jordania junto a su hija y sus cuatro nietos. “Llevo cinco inviernos en el campo de refugiados de Azraq y cada uno es más duro que el anterior. Ya no soy joven y el frío me provoca temblores. A veces, siento que podría morir de frío”, se queja esta mujer que pone voz y rostro a las duras condiciones de vida a las que se enfrentan cada invierno las personas refugiadas sirias en países vecinos. 

Más de 3,3 millones de refugiados en Irak, Líbano, Jordania, Egipto, al igual que miles de personas desplazadas en Siria y Afganistán, se enfrentan a uno de los inviernos más duros, con niños y familias que ya están sufriendo los destructivos conflictos y los efectos de la pandemia de COVID.

Si bien es cierto que en esta región hace mucho calor en verano, durante la temporada estival los extremos también se hacen notar, alcanzando temperaturas bajo cero. En Siria, Jordania y Líbano suelen ser frecuentes las lluvias intensas y las tormentas de nieve durante el invierno, generando que el agua sucia y helada inunde los campos de refugiados y asentamientos informales. En Irak, los fuertes vientos helados amenazan a la gente con la posibilidad de contraer hipotermia. Y en Afganistán, las temperaturas llegan a bajar hasta los 12 grados bajo cero, con la caída de fuertes nevadas, bloqueando muchas carreteras y, por lo tanto, limitando el acceso a los servicios básicos, sobre todo los de salud.

Esto obliga a ACNUR, la Agencia de la ONU para los Refugiados, a promover campañas humanitarias para paliar los efectos y mejorar al máximo posible la vida de personas como Um Khale, Majida y sus familias.  Para ello, la organización reparte material esencial como mantas, ropa de abrigo, combustibles para estufas, materiales aislantes y también prestaciones en efectivo.

Con el dinero en efectivo, las familias cuentan con la libertad de gastar en sus necesidades más urgentes, como alimentos o combustible para la calefacción. Y con los artículos básicos de socorro se busca actuar de manera rápida para evitar tragedias en condiciones climáticas extremas. Además, ACNUR trabaja en el acondicionamiento óptimo de los refugios con reparaciones y protección contra la intemperie, mejoras en los sistemas de drenaje y aislamiento.

Gélida crisis humanitaria en Afganistán

Este invierno está siendo especialmente duro para las personas refugiadas y desplazadas internas en Afganistán. El frío es otro temido enemigo para la población afgana, que se ve inmersa en la pobreza, conflictos y abandono internacional. “Se necesita apoyo urgente para ayudar a los afganos más vulnerables a sobrevivir durante los meses de invierno y mantener a sus familias seguras y cálidas”, advirtió la representante de ACNUR en Afganistán, Caroline van Buren. 

Las secuelas que dejan las bajas temperaturas del periodo estival, se suman a las provocadas por las sequías en verano, al impacto socioeconómico de la pandemia de COVID y a la alarmante crisis humanitaria que se exacerbó tras la toma de poder de los talibanes durante el pasado mes de agosto. 

De unas 700.000 personas afganas desplazadas por los combates desde principios del año pasado, se calcula que unas 50.000 huyeron a Kabul, la capital, de las cuales el 80% son mujeres y niños. Se vieron obligados a escapar a una ciudad situada a 1.800 metros de altitud, donde el frío se apodera del ambiente. Esto supone que muchas de las familias desplazadas se enfrentan a estos meses de invierno en refugios improvisados ​​o hacinados en habitaciones alquiladas sin calefacción y sin recursos para alimentarse.

Aunque acostumbrados a resistir, la capacidad de resiliencia de la población afgana y, en particular, de quienes han tenido que huir de sus hogares, llega a un límite. Por eso, desde ACNUR se está aumentando la asistencia y ayuda humanitaria. Sin embargo, se trata de una responsabilidad que ha de ser global, porque como apunta van Buren, “Sin ayudas económicas, las comunidades se verán expuestas a duros golpes, incluso la pérdida de vidas”. 

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