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Pedagogía familiar

Un niño se asoma a la ventana de su casa durante el confinamiento. / Europa Press

Santiago Cambero Rivero, profesor de Sociología, UEX

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En unos años cuando estemos inmersos en la “nueva normalidad” -término desacertado para conceptuar la próxima realidad social-, que ahora transitamos en las fases de desescalada con incertidumbre, estoy convencido que olvidaremos parcialmente salvo por ciertos aprendizajes colectivos. Así, continuaremos adquiriendo conocimientos y habilidades, además de actitudes de cambio de hábitos de consumo, tecnológico, ecológico, etc. Ojalá vislumbremos la aparición de una humanidad compartida en la sociedad post COVID-19, con otras capacidades de adaptación como especie a las circunstancias extraordinarias de esta pandemia global.

La familia, célula básica de la sociedad, está afectada por esta coyuntura de crisis sanitaria que impuso el confinamiento en casa, con impactos positivos y negativos. Uno de los beneficios sería la redistribución del tiempo siempre escaso para asuntos familiares, que ha estimulado nuevas dinámicas de afectos interpersonales ‘telematizados’, apoyo en tareas escolares, reparto de tareas domésticas, disfrute de aficiones,…, en definitiva, compartir espacios y tiempos en familia.

Pero las condiciones de los hogares difieren, de modo que sus miembros no viven igualmente este periodo de aislamiento social, dada las anteriores privaciones y los conflictos intrafamiliares surgidos en las últimas semanas. Las situaciones de las personas jóvenes, adultas o mayores están condicionadas por indicadores de bienestar familiar (educación, salud y seguridad, bienestar material, y entornos socio-familiar), que afectan duramente a menores vulnerables. Y es que la pobreza infantil ya estaba identificada en familias en dificultad antes de esta crisis sanitaria, que ahora agravará sus efectos colaterales ante la injusta crisis social. España registra una de las tasas de riesgo de pobreza infantil persistente más altas, 1 de cada 5 menores, situándonos entre los países en los que la brecha en pobreza entre población infantil y adulta es mayor, según el Alto Comisionado para la Lucha contra la Pobreza Infantil. Hogares monomarentales sin redes familiares, progenitores desempleados de larga duración, menores con discapacidades, problemas de salud mental en adultos, violencia doméstica, conductas adictivas,…, son algunos factores de riesgo de exclusión social en familias con niños y niñas por debajo del umbral de pobreza en nuestro país.

El otro segmento de población castigado por el COVID-19 son las personas de edades avanzadas, a tenor de las cifras de fallecimientos con más de 17.000 en las aproximadamente 5.457 residencias geriátricas (públicas, concertadas o privadas), que equivaldrían al 67% según datos del Ministerio de Sanidad. En una sociedad familista como la española, se intentó importar los modelos anglosajón y nórdico de cuidado a los ancianos, pero el modelo mediterráneo se diseñó con sistemas de protección social tardíos y redes familiares fuertes hasta ahora. Este modelo desprotege a clases medias y usuarios sin apoyos, en un contexto de acceso a los servicios públicos bloqueado y falto de ingresos para acudir a la oferta privada, además de desequilibrios territoriales, escasos recursos comunitarios e infra-profesionalización del sector de los cuidados a domicilio.

A este escenario institucional se añaden valores tendentes a la institucionalización de las personas mayores frágiles o dependientes en centros geriátricos, con el consiguiente desarraigo familiar y comunitario de las mismas. Así, los abuelos y las abuelas fueron dejando de formar parte de la familia nuclear debido a las relaciones de afecto en la distancia, ahora impuesto por el distanciamiento interpersonal que acrecentó la brecha etaria. En definitiva, se trata de prácticas edadistas que invisibilizan la vejez, desvalorizándola frente a otros estados del ciclo vital.

Otro impacto familiar durante el confinamiento, fue la conversión de salones domésticos en aulas escolares improvisadas, donde los adultos en modo de emergencia adoptaron el rol docente sin maestría ni medios didácticos para tal ejercicio. La sempiterna delegación en exclusiva de la formación integral de niños y adolescentes en los profesionales de la enseñanza no puede continuar en adelante. El futuro obligará a educar en espacios presenciales y a distancia en hogares, generando sinergias y empatías entre el alumnado, familias y docentes, valorando más que nunca la función social de la educación. De ahí que la asignatura pendiente sea la transformación de los modelos educativos a escala glocal, guiado por el nuevo paradigma de aprender localmente para vivir globalmente.

Apunto la implementación de una pedagogía familiar que normalice la diversidad familiar, igualando las relaciones, los estilos de vida o los recursos disponibles en comunidades democráticas para todas las edades y generaciones. Es tiempo para reeducarse mientras repensamos otro futuro, desaprendiendo del atomismo social y el individualismo androcéntrico, mientras interiorizamos la futilidad de sociedades paradójicas y duales. Las familias en la agenda política, es decir, nosotros y nosotras como sociedad civil ante una nueva ética que refuerce la parentalidad positiva y la educación socio-emocional a lo largo de la vida para la reconstrucción de lo común. La resiliencia tras el COVID-19 nos reanimará ante la próxima realidad social...

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