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Espacio para la reflexión y el análisis a cargo de parlamentarios europeos españoles.

Chalecos amarillos: la transición ecológica será justa o no será

Uno de los manifestantes del movimiento de chalecos amarillos

Florent Marcellesi / François Ralle Andreoli

Eurodiputado de Equo / Consejero Consular de los Franceses en España —

Nadie los esperaba. Sin partido, sin ideología. En cuestión de días se han colocado en todas las portadas europeas y han hecho recular al mismísimo presidente de la República francesa. ¿Pero, quienes son los “chalecos amarillos”? ¿Revolucionarios modernos o reaccionarios anti-ecología? ¿Y qué lecciones podemos aprender desde España? Veamos.

Primero recordemos el contexto político francés: no es nada boyante para Emmanuel Macron y su gobierno. Con una cuota de popularidad por los suelos, el presidente galo enfrenta graves dificultades desde este verano. Además del 'escándalo Benalla', la dimisión del popular ministro ecologista Nicolas Hulot puso en evidencia que quien gobierna en Francia son los lobbys agroindustriales de la energía nuclear y de la caza.

No obstante, no había cuajado hasta ahora ninguna línea fuerte de oposición o movimiento que ponga en jaque a la mayoría absoluta de la que goza. Hasta ahora. Con los “chalecos amarillos”, el gobierno francés se enfrenta a una revuelta auto-organizada, sorprendente, polimórfica, líquida, sin afiliación partidista o sindical, y apoyada por una gran mayoría social del país. Y desde su típico desprecio a cualquier tipo de oposición, sea parlamentaria o social, Macron no ha sabido hasta el momento contrarrestarlos.

Una política equivocada, injusta e insostenible

Y eso que la reivindicación inicial de los chalecos amarillos era muy básica: oponerse al aumento del precio del carburante. Es lógico: los chalecos amarillos representan en su mayoría a gente que proviene de regiones periurbanas donde los recortes y la austeridad han mermado los servicios públicos y la presencia del Estado en materia de sanidad, seguridad o transporte. Más aún, las leyes que promovió Macron cuando era ministro de Hollande aceleraron este fenómeno quitando servicios ferroviarios para sustituirlos por autobuses low cost, de los que muchas líneas ya han cerrado. Resultado, la gente aislada de pequeñas ciudades y pueblos del interior no tienen otra que coger el coche para cubrir distancias importantes. En el presupuesto familiar de la Francia vacía, uno tiene que decidir entre pagar la gasolina o pagar las facturas.

Lo cierto es que, de forma estructural, muchos franceses están atrapados en un sistema socio-económico perverso. Durante décadas, el Estado francés y el lobby automovilístico apoyaron el desarrollo industrial del coche diésel así como la expansión urbanística dependiente del coche individual. En un país donde aumentan las desigualdades, la dilatación periurbana no ha parado de expulsar a las personas más humildes y también a las clases medias lejos de los centros urbanos y de multiplicar los trayectos motorizados en zonas rurales con escuelas o servicios básicos cada vez más lejanos. Los chalecos amarillos son los perdedores de una política industrial y territorial equivocada e insostenible.

Transición ecológica y justa, caras de la misma moneda

Ahora bien, ¿no aumentar el precio del carburante es la respuesta correcta? Seamos claros: no. Hoy la fiscalidad ecológica es altamente necesaria para luchar contra la contaminación del aire y contra el cambio climático, para moderar el uso del coche individual y repensar nuestro modelo territorial, reducir la factura petrolera y nuestra dependencia a dictaduras como Arabia Saudí, anticipar el fin del petróleo barato y abundante así como para acelerar nuestra transición hacia las energías renovables y una movilidad sostenible.

Pero esto funcionará únicamente si los poderes públicos ponen en el centro de sus políticas ecológicas a las clases dependientes del coche contaminante y les ayudan a dar el salto a otro modelo más sano y sostenible. Porque lo que está realmente en cuestión es si utilizamos la transición ecológica para reforzar el statu quo y profundizar las actuales desigualdades o, por el contrario, como una oportunidad para construir una sociedad más justa y deseable con sus enormes beneficios en términos de empleo y salud. Por eso no hay duda, para ganarse a las personas atrapadas en el sistema, la transición ecológica sólo puede ser justa y no dejar a nadie atrás. Ecología y justicia son dos caras de la misma moneda.

Exactamente lo contrario de lo que hace Macron. Después de suprimir el impuesto sobre el patrimonio en favor de las clases más ricas, abandona a las clases populares y medias periurbanas al no redistribuir lo suficiente la fiscalidad ecológica. De los 33 mil millones que puede recaudar con el aumento del precio de los carburantes, solo revierte 7 mil millones en medidas de acompañamiento social. No puede ser: cada euro recaudado con la fiscalidad ecológica tiene que ir a la transición justa. Cada euro recaudado tiene que ayudar a las personas trabajadoras que hoy no tienen otra que ir en coche para trabajar, poniendo a su disposición métodos alternativos para moverse (coche compartido, transporte público eficiente en zonas rurales como ya hacen Alemania o Italia, etc.), ayudas económicas para comprar un coche más limpio y, a más largo plazo, una remodelación territorial sostenible.

Y por último, no nos olvidemos de los fabricantes automovilísticos. Se han aprovechado durante años de la política del gobierno a favor de una tecnología peligrosa para la salud. Como vimos con el 'dieselgate', además han mentido de forma repetida y sistemática sobre las emisiones reales de sus vehículos. Es hora de que contribuyan a la transición ecológica y justa, de modo que parte de sus beneficios acumulados vaya a la reconversión de sus trabajadores y a tecnologías más limpias para así abandonar cuanto antes la producción de coches dañinos para la sociedad.

No, Macron no es el presidente de la transición ecológica. Y lo es aún menos de la transición justa. Sin embargo, su reacción de recular ante este estallido social es una oportunidad para aprender dos lecciones fundamentales que ayuden a llevar a cabo dicha transición. Primero, es necesario escuchar el hartazgo social, fruto de un profundo malestar ante políticas injustas. Conviene entender el profundo sentir de abandono y desigualdad para evitar que pase factura en las calles y dé alas a la extrema derecha. Segundo, es necesario dar respuestas a la altura de los retos del siglo XXI que sean a la vez sinceras (nuestro modelo de desarrollo es insostenible), empáticas (hay que ayudar los que más sufren y pierden) y de futuro (abren oportunidades sociales). Ya sea en Francia, en España o en el resto de Europa, la transición ecológica será justa o no será.

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