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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Antirracista a ratos

June Fernández

Llegué al feminismo a través del antirracismo. La primera organización en la que milité fue SOS Racismo Bizkaia. Leí El harén en Occidente, de Fátema Mernissi, mucho antes que El segundo sexo, de Simone de Beauvoir. La primera situación de hostigamiento machista en Internet que viví fue por ser portavoz de una acción que demostró la discriminación racista en el ocio nocturno bilbaíno.

La agenda de la comisión feminista de SOS Racismo incluía conocer los impactos específicos de la reforma de la Ley de Extranjería en las mujeres migradas, denunciar la situación de las trabajadoras del hogar y cuidadoras en régimen de internas o señalar a la política inhumana de fronteras como la principal causa de la trata de mujeres para la explotación sexual.

Así, entré al feminismo menos condicionada por los sesgos etnocéntricos de lo que cabría esperar de una euroblanca. Aún era liberada en SOS Racismo cuando en 2010 montamos Pikara Magazine, un medio que se comprometía también a practicar un feminismo antirracista. Pero había un riesgo: la autocomplacencia.

Por esa época empecé a identificar agriamente el machismo en compañeros de militancia, esos compañeros que hablaban en femenino y nos animaban a las mujeres a empoderarnos. Fue uno de los motivos por los que dejé el activismo antirracista y me centré en los espacios feministas. Observé que, mientras ser una mujer feminista estaba demonizado, ser un hombre profeminista daba puntos: los medios te hacían caso, te convertías en un reputado experto en género, ligabas más… A la par que seguías manteniendo actitudes de control hacia tu pareja y de baboseo y paternalismo hacia otras mujeres, con la coartada de estar en permanente deconstrucción. Pasé del entusiasmo hacia el movimiento de hombres por la igualdad al escepticismo y a la abierta hostilidad. Cité siempre que pude dos artículos que publicamos en Pikara. En ‘¿Qué hacemos con la masculinidad: reformarla, abolirla o transformarla?’ (2013), Jokin Aspiazu criticaba el discurso de las nuevas masculinidades por ser autorreferencial y no aprender suficiente del feminismo, por centrarse en el hombre, heterosexual, cisgénero, con familia normativa, y por mantener el apego hacia la masculinidad. En ‘Una carta abierta a los hombres feministas’ (2014), Alexander Ceciliasson planteaba que el papel de los hombres ante el feminismo debe consistir en retroceder, callarse y hablar con otros hombres.

Difundí iniciativas que reclamaban a los hombres ese ejercicio de renunciar a sus privilegios. Por ejemplo, el manifiesto ‘No sin mujeres’, lanzado en 2015 por la asociación Clásicas y Modernas, y revitalizado recientemente con el impulso de la histórica huelga del 8 de marzo. Emplaza a los hombres a no participar en congresos, mesas redondas, tertulias en medios o jurados en los que se hubiera excluido a las mujeres. “Usen el privilegio que el sistema les concede de ser llamados los primeros, cuando no los únicos, para decir ‘no sin mujeres’. Conozcan a las mujeres de sus áreas de conocimiento, nómbrenlas, desígnenlas o propónganlas para obtener puestos, menciones, honores”. En ese momento, la iniciativa pasó bastante desapercibida. En 2018, cerca de un millar de académicos la han suscrito.

De 2010 a 2017, Pikara se siguió autoproclamando antirracista a la par que prestábamos una atención irregular a los derechos de las personas migradas y racializadas, y consolidábamos un equipo de colaboradoras casi totalmente blanco. En un momento dado, entendimos que urgía pasar de “dar voz a las otras” a incluir voces diversas que transformasen nuestro medio. En 2017 incluimos como autoras habituales a dos comunicadoras muy potentes: la activista gitana Silvia Agüero Fernández, que ha hablado de historia del pueblo romaní, pero también de violencia obstétrica o lactancia materna, y la periodista Lucía Mbomío, cuyos reportajes deberían ponerse como ejemplo en todo curso de periodismo interseccional. Fue la irrupción de colectivos como Gitanas Feministas por la Diversidad o la revista Afroféminas la que nos hizo ponernos las pilas. Afroféminas, por cierto, decidió no secundar la huelga del 8 de marzo considerando que era una movilización de blancas que invisibilizaba a las mujeres racializadas. En las redes sociales, las reacciones fueron muy similares a las de los machistas-leninistas: “estáis dividiendo la lucha feminista” o “primero hay que erradicar el machismo y después hablamos de racismo”.

Y entonces empecé a identificar situaciones que había estado obviando, yo que me creía tan antirracista. Citaré dos:

Participé como moderadora en unas jornadas sobre xenofobia y discursos del odio organizadas por un ayuntamiento guipuzcoano en el que todos los ponentes eran blancos y payos. Me di cuenta cuando vi a la activista de origen brasileño Katia Reimberg entre el público, aportando un discurso más crítico que el de los supuestos expertos.

Me propusieron participar por segunda vez en un programa de La Sexta: la primera vez fue en un reportaje sobre machismo normalizado en el que todas las entrevistadas éramos blancas y payas, y no caí en la cuenta de ello. Esta segunda vez, querían explicar el patriarcado y contaban para ello con mujeres blancas y payas, de clase media, con estudios universitarios. Les di nombres de feministas negras, gitanas y trans. Se mostraron reticentes: querían hablar de machismo, no de racismo o de transfobia. Les expliqué que no se puede explicar bien el patriarcado si se aísla de otros sistemas de poder y si lo explican mujeres con un perfil muy determinado, y privilegiado. Hicieron un tímido amago de invitar a Lucía Mbomío a última hora, y finalmente todas las participantes fueron blancas. Propuse en Twitter un ‘No sin mujeres diversas’: mi compromiso a no participar en espacios que excluyan a mujeres racializadas. Lo estoy intentando aplicar, pero cuando no eres el sujeto oprimido sino el privilegiado, es mucho más fácil bajar la guardia. Es mucho más fácil pedir a los hombres que retrocedan y renuncien a sus privilegios que aplicarse el cuento como euroblanca.

¿Se puede ser hombre y feminista? Han corrido ríos de tinta y de tuits sobre esa pregunta. Ahora me interesa más hacerme otra que me interpela: ¿Se puede ser blanca y antirracista? Se puede y se debe, diréis. A mí cada vez me da más pudor definirme como tal. Leí una vez a alguien decir que, ahora que el feminismo es trending topic y estrategia de clickbait, medios como El País o Vanity Fair practican un “feminismo a ratos”. Mientras publican reportajes sobre micromachismos o critican a las famosas que reniegan del feminismo, mantienen una estructura patriarcal y un sesgo androcéntrico en el resto de contenidos. Entonces me di cuenta de que yo practico un antirracismo a ratos.

Termino este artículo aplicándome el compromiso de utilizar mi privilegio para nombrar a comunicadoras y activistas racializadas y/o migradas que me nutren y me sacuden:

Silvia Agüero Fernández, Lucía Mbomío, Katia Reimberg, Mariana Olisa, Rebeca Santiago, Magda Piñeyro, Desirée Bela-Lobedde, Norma Vázquez, Míriam Hatibi, Noelia Cortés, Esther Maroko, María José Jiménez ‘Guru’, Gabriela Contreras, Hajar Samadi, Daniela Ortiz, Rosa Jiménez, Cony Carranza, Lucrecia Masson, Jeanne Roland Dacougna.

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