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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Cultura

Gonzalo Bolland

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Otoño. En esta estación en la que llueven frutas en el campo y los estudiantes se adjudican a sí mismos las asignaturas que les van a amargar el curso, la especie tiende hacia la melancolía. Durante los primeros días de la estación que ahora comienza, la gente, en el campo, no termina de encerrarse en sus casas, la larga siesta del invierno aún no ha comenzado y todavía resulta muy agradable pasear por las calles, por las playas vacías o por las veredas surcadas de árboles que aún tienen pendientes en sus ramas las hojas muertas. Mientras los días se acortan, la savia se retira de los árboles y los colores en la naturaleza se tornan dorados, calientes, casi, casi víctimas de un incendio permanente, todo parece dispuesto para que la especie comience a entretenerse con los pequeños placeres caseros –ya saben, hacer puzzles, versos, mermeladas o jerséis de lana- que hacen más soportable la monótona vida de quienes trabajamos hasta el agotamiento para enriquecer a quienes nos venden hipotecas, coches, préstamos bancarios, promesas electorales, videojuegos o repúblicas identitarias e independientes.

Tal vez el otoño, según muestran tan profusamente los suplementos dominicales de los periódicos, sea la estación propicia para cambiar la decoración de la casa, buscar setas, abandonarse en nostalgias ajenas, fracasar elegantemente o coleccionar remedios naturales contra el próximo desaliento. No cabe duda que todas estas actividades tienen una marcada tradición otoñal, aunque tengo para mí que, finalmente, ha sido la industria de la cultura quién se ha adueñado de esta estación con su continuo lanzamiento de novedades. Nada más llegar las primeras lluvias, todos los medios de comunicación, además de repetirnos hasta la saciedad el resultado de los partidos fútbol y mostrarnos hasta la naúsea los diferentes peinados con los que se adorna Cristiano Ronaldo, se llenan con la propaganda de los “nuevos productos culturales” confeccionados para la nueva temporada.

El otoño es una estación rural, para vivirlo en el campo o junto al mar. Lo que ocurre en las ciudades durante el otoño, desde que las hemos superpoblado de rascacielos, coches, pobres desgraciados y gente malhumorada, es un asunto meramente publicitario. Muy ruidoso, eso si. Muy multitudinario. Muy tecnológico. Pero carente de la sensualidad que proporciona el contacto físico con las sutiles variaciones de la luz, del color y del paisaje que antes, en la lejana juventud de nuestros progenitores, las caracterizaban.

Llueven frutas en el campo. Rebota a nuestros pies, sobre la hierba, una manzana, una pera, un membrillo. La luz cobra lentamente el color del té y mientras comemos nueces tiernas al atardecer acompañadas con un vaso de vino blanco, la industria cultural se dispone para bombardearnos desde todas partes con novelas, películas, canciones, videos musicales, estrenos teatrales, programas televisivos, biografías de los reyes tártaros, documentales sobre la fauna de la península ibérica y una interminable sucesión de novedades que, según ellos, nos han de procurar no solo una vida más placentera sino que nos han de hacer más sabios, más cultos, más guapos y por supuesto ha de despertarnos de nuestra habitual modorra...

Todo en otoño se nos vende como si fueran auténticas joyas culturales, producto de las mentes más despiertas de nuestro tiempo, aunque con el transcurrir de las semanas todo o casi todo termina resultando más reiterativo que un telediario, más rancio que un discurso del actual presidente del gobierno y más cargante que la música bacalao. Año tras año, estación tras estación, de septiembre a diciembre y siempre entre los cálidos veranos que desaparecen tan rápidamente y el agridulce turrón de las próximas navidades, entre tazas de te claro, compotas de manzana, chaparrones repentinos y mantas echadas sobre la cama para combatir los primeros fríos, la poderosa industria de la cultura nos aburre con novelas prescindibles, películas repetidas, canciones innecesarias, falsos estrenos, absurdos programas de televisión y demás florituras producto de las mentes más creativas de nuestra época. Siempre es así. Sin remedio. Aunque, bueno, bien mirado, todo esto resulta fácilmente comprensible, ya que a fin de cuentas, un humilde servidor, de acuerdo con su limitada visión del mundo, también escribe todos los otoños las mismas o parecidas tonterías. 

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