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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Justicia de clases

Edmundo Rodríguez

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Seis meses después de la extensión de las tasas judiciales a todos los ciudadanos, nuestros gobernantes pueden enorgullecerse de haber remedado a Engels: ya podemos hablar de justicia de clases. Hay dos ámbitos donde este fenómeno se produce, el civil y contencioso, porque en el laboral las incoherencias legislativas han propiciado que primero los Juzgados de lo Social, luego la Sala del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco y finalmente el Tribunal Supremo, hayan concluido que la falta de derogación expresa de la Ley de Asistencia Jurídica Gratuita evita a trabajadores y beneficiarios de la Seguridad Social abonar una tasa cuyo coste disuade a los usuarios de solicitar tutela judicial. Como en el ámbito penal no se impusieron tasas, restan los órdenes civil y contencioso, en los que se percibe una división que seguramente no encuentre parangón en otros servicios públicos.

Desde la ampliación de las tasas, la justicia sirve a dos clases de usuarios. Por un lado los grandes litigantes a quienes no arredra el coste que supone la tasa porque, al destinar ingentes recursos al recobro de impagados, repercuten en el deudor su coste. Financieras, bancos, aseguradoras o la propia Administración Pública siguen acudiendo en masa a la administración de justicia, sin que la reforma gubernamental haya supuesto una disminución significativa de sus pretensiones. Por otro lado quienes disponen del derecho a litigar gratuitamente, exentos del abono de la tasa, son cada vez menos, porque se han endurecido los requisitos para su concesión. Y en medio quedan, las pequeñas empresas, familias y ciudadanos a los que afecta el alto coste del proceso civil o contencioso-administrativo, que han desistido en proporciones cercanas al 40 % de los litigios que podrían haber iniciado.

Si antes el ciudadano tenía la sensación de que había dos clases de justicia, ahora puede tener absoluta certeza. La disminución del número de asuntos en los juzgados como consecuencia de las tasas no hace desaparecer el problema económico o jurídico que lo generó, pero propicia que hoy en día se atienda mejor a las grandes corporaciones, que antes tenían que compartir una administración de justicia precaria con quien acudía a los tribunales de manera esporádica. El usuario medio, la pequeña empresa que quería recobrar un impago, quien pretende recurrir una sanción, o el consumidor que porfiaba contra un abuso, han abandonado los tribunales porque el coste de litigar es disparatado.

Es precisamente la desproporción del coste el límite que el Tribunal Constitucional había señalado en febrero de 2012 como infranqueable para respetar la exigencia constitucional de tutela judicial efectiva. La introducción de tasas para los grandes usuarios de la administración de justicia pasó el filtro constitucional por no extenderse a todos los litigantes y por su moderado importe. En la actualidad hay recursos que cuestionan la Ley de diciembre de 2012, pero la demora endémica del Tribunal Constitucional ofrece pocos motivos para esperar un fallo próximo. Entretanto, quienes se sienten víctimas de una injusticia incuban frustración y desesperanza.

También es inquietante el desastre organizativo que todo ello provoca. Mientras que tribunales civiles y salas de lo Contencioso o de lo Social han visto disminuir significativamente su carga de trabajo, Juzgados y Audiencias penales, y Juzgados de lo Social rozan el colapso. Los órganos colegiados cada vez tienen menos asuntos, y los unipersonales están desbordados. La supresión de jueces sustitutos afecta especialmente a los órganos especialmente sobrecargados. Todo ello perjudica esencialmente a los ciudadanos, que padecen una respuesta cada vez más lenta en la primera instancia y afrontan unos recursos muy onerosos. Si esto hubiera ocurrido en una empresa privada, el responsable de semejante caos generado en tan sólo seis meses, habría sido fulminantemente cesado.

Seguramente de la sensación de impotencia y frustración de quienes no pueden acudir a los tribunales no despertará ninguna revuelta social. Pero es significativo que el afán gubernamental por resolver el problema de la litigiosidad se escore tanto hacia medidas que la disimulan, en lugar de modernizar los instrumentos para afrontarla. Entretanto, algunas Comunidades Autónomas y el Ministerio de Justicia se disputan el reparto de lo recaudado, olvidando que miles de ciudadanos y familias no podrán reclamar lo que consideran legítimos derechos, por la imposibilidad de afrontar el coste que acarrea. Un factor que alimenta el desánimo general, y, ojalá que no, que algunos decidan tomarse la justicia por su mano.

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