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La esteticién y la ministra

La vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo y Economía Social, Yolanda Díaz.

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De mi madre he heredado cierta obsesión por la pulcritud. Ella estudió en un colegio de monjas y, ya desde pequeño, aquel manual de buenos modales acompañó una crianza por lo demás poco ortodoxa: tenía 19 años cuando nací, no demasiadas amigas y los 90 fueron un vergel de sitcom que compartíamos en nuestro primer piso de alquiler y en las que yo me fui educando sentimentalmente. Con el tiempo, a eso se le sumó una máxima superior a todas las demás: la de que el aseo y la limpieza eran la prueba irrefutable de la dignidad. Más allá del dinero, del trabajo o el estatus social, estaba cierta compostura, un modo de vida “limpio, decente”. Recuerdo un año especialmente duro en lo económico para mis padres —debió ser 2004 o 2005— en el que debajo del árbol, la mañana de Navidad, nos esperaban a mi hermana y a mí un libro y un cepillo de dientes. He ahí nuestras armas contra el mundo.

La semana pasada, algunos representantes de la derecha de este país y una caterva de tuiteros compartían, indignados y siendo mucho menos ingeniosos de lo que se sentían en ese momento, una fotografía en la que se podía ver a la ministra de Trabajo y vicepresidenta segunda del Gobierno, Yolanda Díaz, haciéndose la pedicura mientras leía un libro. El tuit original de Juan Carlos Girauta rezaba irónico: “Titula la foto”. Pronto comenzaron a llegar también mensajes donde se naturalizaba el gesto de Díaz, defendiendo su derecho a hacer lo que le salga de las narices en su tiempo libre, a cuidarse como considere y a invertir su dinero como mejor le parezca. El problema es que, cuando la derecha más burra se ríe de que la ministra comunista se haga la pedicura, cuando incluso Macarena Olona siente que eso es algo que podría compartir con ella, yo lo que veo no es cómo la acusan de desclasada, sino cómo denigran el oficio de la mujer que, arrodillada de espaldas a la cámara, lleva a cabo su trabajo.

Me pregunto cómo mirará Girauta a la mujer que limpia su casa. Si lo hará con condescendencia o habrá desarrollado hacia ella un cariño vergonzoso, un enorme malentendido en el que esa señora es “una más de la familia”. O quizás, al contrario, ni siquiera la mire. Es habitual que se valore muy positivamente la invisibilidad en ese tipo de trabajos. La capacidad para desaparecer de todas esas mujeres a las que en realidad no respetamos. El trabajo duro no es algo que reconforte a nadie. Los patos surcan elegantemente el lago mientras, bajo el agua, sus patas hacen un esfuerzo torpe contra la corriente. Porque lo que insinúa el tuit de Girauta, su tono acusatorio, es que el trabajo que realiza la esteticién es indigno, que Yolanda Díaz deja que la “sirvan”.

En la mujer de la foto yo pude ver a mi madre limpiando casas durante una década y, antes de eso, bares y cuartos de hotel. Pude ver mi vergüenza, tantas veces, y mi orgullo esforzado a la hora de contar a qué se dedicaba mi madre delante de mis amigas en el instituto. En el gesto de la derecha hay asco. Asco hacia una clase que ni siquiera reconocen que exista si no es con un cariño propio del costumbrismo. Asco hacia quien limpia váteres, o culos, o cambia pañales para adultos. Asco hacia quien recoge la basura, maquilla muertos o quien a las cuatro y media de la tarde deja impolutos los pies de la ministra de Trabajo y una hora más tarde los de cualquier otra vecina.

Hace poco, mi hermana decidió que estudiaría estética. Quizás algún día, quién sabe, le acabe haciendo las uñas a Yolanda Díaz. Si tal cosa sucede, yo espero que, si no está cansada o tiene una mala mañana, Yolanda Díaz sea amable. Imagino que acudirá puntual a la cita. Que le dará un poco de cháchara a mi hermana, o ninguna. Que sacará su libro y, en el medio y medio de párrafo, pensará que mi hermana hace bien su trabajo. Que pagará, que sonreirá al salir mientras da las gracias. Que no se sentirá mejor o más importante que ninguna de las mujeres de esa sala. Imagino que, si tal cosa llega a suceder, mi hermana nos lo contará divertida a mi madre y a mí. Mamá pedirá entonces que le enseñemos una foto de la tal ministra en Google. “Parece limpia, decente”, juzgará. Y digo yo, Girauta, usted nunca ha visto en la foto a mujeres como mi madre, pero ¿quién es nadie para quitarles la razón?

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