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Sobre este blog

En este espacio se asoman historias y testimonios sobre cómo se vive la crisis del coronavirus, tanto en casa como en el trabajo. Si tienes algo que compartir, escríbenos a historiasdelcoronavirus@eldiario.es.

Creo que mi nueva normalidad es otra

Calles de Valldemosa, Sierra de Tramontana, Mallorca

Esther D.N

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Vivo sola, en una casa bonita, en un pueblecito de la sierra. Fui consciente de que algo no iba bien: mi hija trabaja en un centro de personas con discapacidad y ella ya había tomado la precaución de no venir a verme desde hacía 15 días. Me fié de su instinto. Ella llegaba a su casa y desde la puerta se quitaba toda su ropa, la metía en una bolsa, la lavaba a altas temperaturas incluidas sus zapatillas de deporte y se metía en la ducha con el agua ardiendo. Sabía que las cosas estaban mal. Tenía niños enfermos. Alertaron a la Comunidad sobre su situación de indefensión, pero no llegó ninguna ayuda. A algunos les permitieron estar en el hospital. A otros los trajeron de vuelta. Murieron 5. La desesperación por la ausencia de formación, EPIS para todos, hizo que las bajas fueran rápidas.

Ese contacto me hizo sentir que estábamos ante una situación excepcional, así que avisé a mi hijo, que vive solo en Madrid: creo que deberías venirte, le dije, en breve van a cerrar Madrid, no podremos movernos. Y confió en mi. Se trasladó con sus ordenadores.

El susto, una vez cerradas las salidas, no me llegó a tanto como para aprovisionarme de papel higiénico o comida. Pensé que habría abastecimiento. Así que me propuse que en estos 15 días me aprendería algunas letras de canciones en las que estaba trabajando, leería todo lo habido y por haber y trabajaría como nunca. Siempre me había traído trabajo a casa, porque aquí pensaba mejor para escribir los proyectos, pero me resultaba imposible centrar mi atención en nada que no fuera limpiar, ordenar, tirar cosas, podar, cocinar y vuelta a limpiar. ¿Por qué?

A la semana, mi hijo enfermó. Febrícula, llamadas al centro de salud, un seguimiento exhaustivo, pero se me dispararon las alertas cuando comenzó un dolor en el pecho. Llamé a unos amigos médicos. “¿Cuánto lleva con fiebre?”. Siete días, les dije. “Sal corriendo para el hospital”.

Salí corriendo. La atención, increíble. La rapidez con la que nos atendieron, todas las pruebas hechas en 40 minutos. La velocidad y sincronización a la que trabajaba ese equipo de médicos, que había organizado un montón de salas a las que accedías desde el triaje sin entrar en las dependencias internas del hospital. Alguien había sabido diseñar y organizar un hospital en medio de una pandemia. Y lo hicieron desde el primer día. Pediatras haciendo placas, otorrinos llamando a pacientes... Daba igual. Todos eran imprescindibles.

El resultado: neumonía leve. A casa con antibióticos y con el fármaco experimental para malaria y lupus. Días de angustia. Cansancio supremo. Dejamos de escuchar la tele. Cada noticia se le encajaba en su cabeza como si fuera escrita para él: cuidado con los mayores (como yo); los jóvenes también están muriendo (como él). Así que nos vimos mil series. Jamás habría pensado ver tanto cine de ciencia ficción: no me gusta nada, pero disfrutaba a su lado las horas de espera.

Al cabo de unos días, comencé con tanta tos que mi hijo me echó a la cocina porque no podía escuchar sus vídeoconferencias. Él ya había vuelto a trabajar, yo no lo había dejado, pero era difícil mantener el cien por cien con el teletrabajo.

Un mes después dejé de toser. Y no había comenzado a cantar, ¡ni a leer! Ahora sólo me apetece caminar por el monte, disfrutar de mi perra, no me apetece nada viajar, ni moverme en exceso. ¿Quién soy yo?, me pregunto. Acepto este estado sin darle vueltas. Tendré que evaluar qué me ocurre, pero será más tarde. Ahora, me voy al monte.

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