La desconocida historia de San Martín, el Libertador de América prisionero en España
La mañana del 8 de julio de 1798, cuatro fragatas de la Armada Española zarparon de Cartagena con rumbo al Mediterráneo central en una misión de vigilancia. El contexto político europeo era complejo y cambiante. La reciente firma del Tratado de San Ildefonso entre el Directorio francés y el valido del rey Carlos IV, Manuel Godoy, había convertido a Francia y España —dos potencias que históricamente habían alternado entre la cooperación y el enfrentamiento— en aliadas frente a una amenaza común: el Reino Unido. Sin embargo, los motivos que llevaban a cada país a esta alianza eran muy distintos.
“Era un acuerdo táctico tanto para Godoy como para Napoleón”, explica J. Gómez, historiador y aficionado a la navegación de origen argentino. “Por un lado, la Francia posrevolucionaria no tenía capacidad de enfrentarse simultáneamente a los ejércitos de las monarquías absolutistas que amenazaban a la recién consolidada república y al poderío militar británico en el mar. España, por su parte, tampoco podía garantizar la seguridad de sus barcos —una flota en decadencia— de los que dependía para abastecer las arcas del imperio con el oro y la plata provenientes de las colonias. En este escenario, ambos países terminaron firmando un acuerdo de colaboración militar”.
Gómez añade que “este episodio, conocido en la historiografía española como la Guerra Anglo-Española, fue en esencia una lucha por el control del mar, de las rutas coloniales y del equilibrio de poder europeo: mientras España buscaba proteger su imperio ultramarino, Gran Bretaña trataba de asegurar su supremacía marítima”.
La misión de las fragatas españolas Proserpina, Pomona, Santa Casilda y Santa Dorotea, con unos 1.200 hombres a bordo, consistía en custodiar la ruta que iba de Trieste a Cádiz en un flujo constante de armas y caudales de oro y plata traídos de los virreinatos del Alto Perú y del Río de la Plata. Tras varios días de patrullaje, a las 9:00 horas del 15 de julio, un joven oficial dio la voz de alarma. A poca distancia se alzaba, enorme, una sombra amenazante negra y amarilla: el navío de línea inglés HMS Lion.
Aunque inferior en número, el barco de bandera británica, comandado por el capitán Manley Dixon, era capaz de destruir a cualquiera de las cuatro corbetas españolas de una sola descarga de artillería de sus 64 cañones. “Hay que pensar que las fragatas estaban diseñadas para la guerra de corso o para escoltar convoyes, es decir, que eran barcos con menos tripulación y menos armamento que los navíos de línea”, explica una fuente del Archivo Militar de Segovia contactada para este reportaje.
A las 12:30 horas el comandante de la Santa Dorotea ordenó el toque a rebato mientras el joven oficial que había dado la voz de alarma se preparó para el abordaje junto a otros 200 marineros y soldados voluntarios del Tercio de Cartagena. Aquel oficial se llamaba José Francisco de San Martín y Matorras y acababa de cumplir 20 años. Treinta años después de aquella mañana de verano, en su retiro de Boulogne-Sur-Mer, lejos de su patria y calumniado por sus enemigos internos, el general San Martín evocará el recuerdo del Combate de Cartagena, pero lo haría ya consagrado como Libertador de América y artífice militar de la independencia de Argentina, Chile y Perú.
Según la bitácora de a bordo del capitán Félix O’Neill, que comandaba la escuadra española a bordo del Pomona, alrededor de las 13:30 horas el Lion consiguió ponerse a la banda del Santa Dorotea y abre un fuego pesado y concentrado que deja a la fragata sin mastelero de popa y palo mayor. Quedan dañados gravemente el gobierno y también el timón. Tras varios pasajes infructuosos para socorrer al Dorotea, el jefe de la escuadra española ordena retirarse rumbo a Cartagena; el Lion se vuelve sobre la fragata herida y captura la embarcación y a su tripulación, que acusa más de treinta heridos y una decena de muertos. Ninguno de ellos es San Martín. Dixon ordenó entonces arrastrar lo que quedaba del Santa Dorotea y su tripulación hacia el puerto franco más cercano: el Puerto de Maó.
El Libertador en la Menorca británica
“Menorca vivía por entonces sus últimos años de dominación británica. La Paz de Amiens en 1802 obligaría al Reino Unido a devolver la soberanía territorial de la isla al reino de España, que quedaría definitivamente bajo control español hasta nuestros días, a pesar de que incluso el propio Horatio Nelson intervino en la Cámara de los Lores en contra de la devolución de la isla”, explica en su tesis La defensa de Menorca y la paz de Amiens el militar y académico menorquín F. Fornals.
En este contexto de permanente ebullición política global llegan a la isla los cientos de prisioneros del Santa Dorotea, entre los cuales estaba el joven San Martín, que recibe un trato deferente por su condición de oficial y porque, a pesar de su juventud, acusa una larga hoja de servicios como soldado desde los 12 años. Antes de convertirse en uno de los Libertadores de América, San Martín habrá participado como oficial del Ejército Español de 31 batallas y combates por toda la península ibérica, el norte de África, el Mar Mediterráneo y los Alpes franceses. Mención especial merece su rol en la Batalla de Bailén, tras la cual será reconocido por su heroísmo con el ascenso a Teniente Coronel y la medalla de oro de los Héroes de Bailén. En 1972 la ciudad jiennense rindió honores al general levantando una estatua en su honor.
Pero San Martín no era solamente un hombre de armas tomar. Era un intelectual interesado por las ideas de su tiempo y un conversador educado e inteligente. La Menorca de finales de siglo, como el resto de Europa, se encuentra en plena efervescencia de ideas y las consignas de libertad, igualdad y fraternidad comienzan a colarse en la biblioteca del joven oficial. Es probable que, durante el mes que permaneció detenido en la isla, San Martín entrara en contacto con los círculos ideológicos que constituyeron la base política de su posterior práctica revolucionaria e independentista.
Es probable que, durante el mes que permaneció detenido en la isla, San Martín entrara en contacto con los círculos ideológicos que constituyeron la base política de su posterior práctica revolucionaria e independentista
“Tras ser trasladados a Menorca los oficiales del Santa Dorotea debieron realizar el juramento de que no volverían a empuñar las armas contra el Imperio Británico. En ese contexto, los soldados ingleses no desaprovecharon la oportunidad de difundir propaganda entre los oficiales españoles, en especial sobre las atrocidades cometidas por el imperio español en América. Tras el canje de prisioneros, San Martín y sus compañeros regresaron a Cartagena y está documentada la incorporación de varios volúmenes de libros franceses e ingleses que estaban prohibidos en España”, explica el historiador Felipe Pigna. Es posible que, junto a la destreza militar adquirida como oficial al servicio de los Borbones y junto a las lecciones de aquellos libros que hablaban de libertad, San Martín fuera incubando, desde el Puerto de Maó, los planes para la independencia americana.
Los soldados ingleses no desaprovecharon la oportunidad de difundir propaganda entre los oficiales españoles, en especial sobre las atrocidades cometidas por el imperio español en América
Según documentos a los que ha tenido acceso elDiario.es y que obran en el Archivo Militar de Segovia, San Martín regresó de Menorca en agosto de 1798 a Cartagena “procedente de Mahón”, donde cumpliría su juramento de no volver a tomar las armas, hasta que en 1801 se reincorpora a la vida militar tras la ruptura de la alianza circunstancial de España con Francia. “Aprovechó el tiempo inactivo para estudiar matemáticas y pintura, esta última actividad la siguió practicando por el resto de su vida. La biblioteca de San Martín, que era un ávido lector, tenía una gran cantidad de libros de temas militares y políticos, pero también volúmenes que incursionaban en asuntos tan dispares como agricultura, historia, química, física y derecho, además de obras clásicas de autores como Cicerón, Tasso, Quevedo, Calderón de la Barca”, explica el general retirado e historiador argentino Leopoldo Ornstein.
La comprensión histórica de San Martín sobre la necesidad de la independencia, cocinada a fuego lento durante sus años como oficial en España, se concreta finalmente con los intentos británicos de invadir Argentina en 1806 y 1807 y especialmente con la Abdicación de Bayona de 1808. El colapso del Antiguo Régimen de dominación española y las intervenciones militares en el Río de la Plata consagran la idea de “ser libres o morir en el intento”. En parte de su correspondencia con otra de las grandes figuras de la independencia Americana, Simón Bolívar, San Martín declara:
“Hasta cuándo esperamos declarar nuestra independencia. ¿No le parece a usted una cosa bien ridícula, acuñar moneda, tener el pabellón y cucarda nacional y, por último, hacer la guerra al soberano de quien se cree dependemos? ¿Qué nos falta más que decirlo? Por otra parte, ¿qué relaciones podremos emprender, cuando estamos a pupilo? (…) Ánimo, que para los hombres de coraje se han hecho las empresas. La América del Sud será sepultada en sus ruinas antes que sufrir la antigua dominación”.
Finalmente, el 9 de julio de 1816 los diputados de las provincias unidas del sur se reunieron en Tucumán para deliberar sobre la libertad e independencia de la naciente Argentina. Se leyó el texto del acta y se preguntó a los diputados presentes si manifiestan inequívocamente que las provincias se declaren en libertad y se escuchan una a una las respuestas afirmativas. Para difundir la noticia, el Congreso de Tucumán envió emisarios en carreta y a caballo, copias del Acta, de la cual se imprimieron 1.500 en castellano y otras tantas en quechua y aimara. Comienza entonces la gesta independentista que liberaría tres países –y luego todo un continente– en una guerra larga y librada con escasos recursos.
José de San Martín se exilió en Francia y vivió sus últimos años bordeando la miseria, porque, a pesar de haber liberado medio continente, sus enemigos políticos, cuyos apellidos hoy coronan las calles más elegantes de los barrios patricios de Buenos Aires, se negaron a reconocer su derecho a una pensión. Muy al contrario, el mundo reconoce su trayectoria en lugares tan lejanos como Kanagawa, Washington DC, Beijing, Nueva York o Atenas, ciudades que han levantado estatuas ecuestres en su memoria. Triste, solitario y final, al decir de Osvaldo Soriano, murió a las tres de la tarde del 17 de agosto de 1850 en una finca del norte de Francia. Pidió que no se celebrara ningún funeral de estado tras su muerte.
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