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La vertical del poder en la Rusia contemporánea

Putin ha dominado la política rusa en los últimos 17 años.

Carlos Taibo

Se ha dicho a menudo que Rusia es una democracia de baja intensidad, en la que se registra un respeto aparente de muchas de las reglas de la democracia liberal aun cuando falte la riqueza que, a los ojos de sus defensores, da sentido a ésta. Así las cosas, el hecho de que en Rusia se celebren elecciones con varias fuerzas contendientes, haya alguna suerte de libertad de expresión —al menos en lo que se refiere a medios escritos y a ciertas radios—, la división de poderes haya sido formalmente reconocida, los empresarios disfruten de cierto margen de maniobra y sea posible abandonar el país serían datos con un relieve, pese a todo, limitado.

Cabría preguntarse, claro, si un razonamiento del mismo cariz no podría emplearse, hechas las correcciones que procedan, para describir muchas de las democracias liberales canónicas. Parece, en cualquier caso, que existe un acuerdo general en lo que hace a la idea de que en la Rusia contemporánea se le otorga un peso mucho mayor a la estabilidad y a la gobernabilidad que a la democracia en sentido propio.

En la trastienda operaría un contrato entre los gobernantes y la población en virtud del cual el silencio connivente de la segunda sería compensado con mejoras en la situación económica y social de la primera. La fórmula consiguiente habría abocado en un sistema más democrático que el que se ha desarrollado en muchas de las repúblicas exsoviéticas y mucho más democrático, por añadidura, que el que ha adquirido carta de naturaleza en China.

Para describir ese sistema, el aparato ideológico consiguiente emplea a menudo la expresión “democracia soberana”, en un grado u otro opuesta al proyecto norteamericano de “promoción de la democracia”. En la esencia de ese concepto estaría la idea de que en Rusia se han perfilado históricamente fórmulas democráticas autóctonas que merecen ser preservadas de la injerencia foránea, y ante todo de la que procede del mundo occidental.

Este rápido repaso de la condición del sistema polí­tico ruso debe iniciarse con el recordatorio de que el sistema en cuestión tiene, en lo que hace a su cúpula, un carácter semipresidencialista. Así las cosas, el poder ejecutivo se lo reparten un presidente elegido directamente por la población y un primer ministro promovido por el parlamento, conforme a un modelo genéricamente similar al francés. En los hechos, sin embargo, el semipresidencialismo ruso ha experimentado una deriva en provecho de lo que se antoja un presidencialismo no precisamente moderado.

Desde el momento de la independencia, en 1991, los hábitos políticos al uso han colocado al presidente en la cabeza indisputada de un esquema político en relación con el cual se ha empleado con frecuencia la expresión “vertical del poder”. Baste con recordar que lo común ha sido que el presidente se reservase el control sobre los llamados “ministerios de fuerza”, que de esta forma quedaban lejos de la jurisdicción de un primer ministro con atribuciones, entonces, visiblemente recortadas. No está de más que subraye que en los años de presidencia de Yeltsin la concentración del poder en manos de una figura débil, enfermiza y alcoholizada provocó visibles atrancos en el funcionamiento del sistema político ruso.

Aunque sobre la materia volveré enseguida, obligado parece reseñar, en segundo lugar, el peso de lo que llamaré política “subterránea”. El fenómeno, en modo alguno desconocido en otros muchos lugares del planeta, refiere cómo son formidables corporaciones económico-financieras que operan en la trastienda las que dictan la mayoría de las reglas del juego, o al menos aquéllas de entre éstas que remiten a cuestiones importantes. En el caso ruso la principal concreción del fenómeno que me ocupa ha asumido la forma de los llamados “oligarcas”, que irrumpieron con fuerza en la vida política en los años de Yeltsin y que, bien que en virtud de fórmulas en un grado u otro modificadas, conservan hoy el grueso de su peso.

Es llamativo que cuando se trata de dar cuenta de la condición de los integrantes de los gabinetes ministeriales en Rusia rara vez se defina a aquéllos como liberales, nacionalistas o socialdemócratas: lo común es que se eche mano de códigos descriptores que remiten a la política subterrá­nea, de tal forma que se sugiera, entonces, que tal ministro representa los intereses del complejo industrial-militar, aquel otro está vinculado con la industria productora de gas, a un tercero se le reconocen relaciones con tal o cual banco y un cuarto se halla muy cercano a uno u otro circuito mafioso.

En los años de presidencia de Yeltsin, pero también, aunque con perfil limitado, en los posteriores, se ha hecho sentir en Rusia, en tercer lugar, lo que algunos analistas han entendido que era una falsa polarización. En esos años resultó ser muy común que en las dos cámaras legislativas federales, en Moscú, se hiciese valer lo que en apariencia era una cruda confrontación entre el aparato de poder yeltsiniano, por un lado, y una oposición nucleada, por el otro, en torno al Partido Comunista de la Federación Rusa (PCFR).

Cuando se abandonaba, sin embargo, la capital del país, en el panorama político de repúblicas, regiones y ciudades, a menudo no era en modo alguno sencillo distinguir el perfil de esos dos contrincantes. No había que ir muy lejos en busca de una explicación certera: unos y otros procedían del mismo lugar —la burocracia dirigente de la etapa soviética—, de tal forma que, aunque pudiesen exhibir eventuales diferencias, a la postre el origen compartido desdibujaba en buena medida estas últimas.

La independencia del Partido Comunista, sobre el papel la principal fuerza opositora, estuvo sometida a dudas en los años de Yeltsin, entrampada como estaba esa fuerza política en su incapacidad para articular una creíble resistencia popular: era, al fin y al cabo, una instancia heredera de un viejo partido de poder. El PCFR ha conservado, con todo, esa naturaleza de liviana independencia luego de 2000, bien que cada vez más debilitado y cada vez más absorbido por el atractivo que emana del discurso nacional-patriótico de Putin.

Daré un cuarto paso para subrayar, una vez más, el peso del nacionalismo de estado ruso en la configuración de las diferentes opciones políticas. Bueno será que al respecto recuerde que en las elecciones generales celebradas en 1993 la fuerza política más votada fue el Partido Liberal Democrático (PLD), encabezado por un polémico dirigente llamado Vladímir Yirinovski. El pronóstico que se extendió entonces sugería que la gran confrontación en los años siguientes se produciría entre el nacionalismo agresivo, en su caso parafascista, de Yirinovski y el bloque de poder liderado por el presidente Yeltsin. Las cosas, sin embargo, no sucedieron así: el PLD y el propio Yirinovski fueron perdiendo fuelle en el terreno electoral, de tal manera que nunca más repitieron, ni en las elecciones generales ni en las presidenciales, el éxito de 1993.

Conviene no extraer de lo anterior una conclusión equivocada, como sería aquella que afirmase que el declive del PLD ilustraba también el retroceso paralelo de un nacionalismo de perfiles agresivos. Lo que operaba por detrás era un fenómeno diferente: si en 1993 el PLD era, en los hechos, la única fuerza política importante que concurría a las elecciones con un programa de nacionalismo virulento, en las sucesivas consultas electorales esta última mercancía ideológica pasó a impregnar las posiciones de otras fuerzas políticas, de tal suerte que el PLD perdió las ventajas que inicialmente se habían derivado de la singularidad de su propuesta.El escenario en los años subsiguientes, y en cierto sentido hasta hoy, era, conforme a un juicio legítimo, más inquietante que el de 1993, toda vez que se había verificado una genuina yirinovskización de la vida política rusa.

Asumiré, en quinto término, un apunte rápido sobre algunos de los rasgos caracterizadores de lo que, en el terreno político, han sido, hasta hoy, los años de presidencia de Putin y de Medvédev. En un escenario marcado por un doble hecho —Putin se ha visto beneficiado por una inevitable comparación con Yeltsin y ha sacado provecho, como ya he señalado, del despliegue de medidas de represión dura al calor de la segunda guerra de Chechenia—, es evidente que el presidente suscita niveles altos de respaldo popular, bien que con oscilaciones más o menos importantes.

En este mismo terreno lo suyo es recordar que algunas intervenciones en el exterior —Ucrania, Siria— han sido interesadamente utilizadas para propiciar la recuperación de eventuales pérdidas de apoyos populares derivadas de la crisis económica y de la delicada situación social. En este orden de cosas son pocos los analistas que estiman que Putin tendrá problemas para abrir un nuevo mandato presidencial en 2018. Es común que se considere, por lo demás, que la solidez de la posición del presidente estaría por detrás de algunos gestos de liberalidad arbitrados en los últimos años.

Así, en 2012 se aprobaron medidas como las relativas a la convocatoria de elecciones para cubrir los puestos de los ejecutivos en los agentes de la federación y se establecieron reglas menos severas en lo que respecta a la legalización, a la acción y a las posibilidades de presentación en elecciones de los partidos. Pero, más allá de lo anterior, dos son acaso los rasgos principales de la etapa que me interesa. Si el primero lo aporta la obtención de cómodas mayorías absolutas por parte de Rusia Unida, el partido presidencial, en las sucesivas elecciones legislativas, el segundo asume la forma de un férreo control de las autoridades sobre los medios de comunicación, o al menos sobre aquéllos de entre éstos que tienen, o pueden tener, eco entre la población.

De resultas, y a los ojos de algunos estudiosos, ha quedado perfilada una “Rusia de la televisión” a la que preocupa ante todo la estabilidad y que engulle sin problemas la propaganda gubernamental en un escenario en el que han menudeado la presión y la represión sobre los medios independientes.

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