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REPORTAJE

La ciudad más contaminada de Estados Unidos ha decidido seguir siéndolo

Contaminación durante el invierno en Fairbanks, Alaska,

Alberto Arce

Fairbanks, Alaska —

Un sábado lluvioso de septiembre, un hombre solo quemaba madera frente a la puerta de un hotel en Fairbanks, Alaska. No lo hacía para calentarse. Esperaba a su público, que participaba en una reunión organizada por la alcaldía sobre la contaminación del aire en la ciudad más contaminada de Estados Unidos.

Cuando llegó la hora de la pausa café un grupo de personas salió a observar la demostración. Bajo un toldo que las protegía de la lluvia, el hombre había instalado dos estufas. Una con madera seca, rápida, efectiva y sin apenas humo. La otra, con madera húmeda, lenta y coronada por una llamativa columna de humo blanco. Varios vecinos asentían en la distancia con ese rigor de carácter tan propio de los habitantes de Alaska. Nadie dudaba de la explicación. Sus caras, impasibles ante lo que ya sabían. La madera seca, la que no contamina, cortada hace un par de años y curtida por el clima, puede triplicar el precio de la fresca que, sin secar, sale gratis. Uno sale al bosque, la corta y se la lleva. La quema y se calienta. Pero contamina mucho.

Fairbanks es frío y seco. La temperatura alcanza los 40 grados bajo cero. Calentarse o morir de frío, aquí, no es ninguna figura retórica y viene con trampa. Al encender las estufas, el calor y la contaminación que provocan se quedan dentro de una campana de la que nada escapa. En Fairbanks tiene lugar un proceso físico conocido como inversión. Las columnas de humo que expulsamos los habitantes de la ciudad se quedan atrapadas debido al frío y regresan al suelo en forma de contaminación y mayor temperatura. A ras de suelo se registran una media de dos grados más que a unos kilómetros, en las colinas que rodean la ciudad. Si subiésemos 100 metros en vertical desde el centro, esa diferencia sería de hasta cinco grados. El humo de cualquier coche o estufa sube en línea recta hasta un punto, identificable a simple vista, se detiene y desde allí regresa inmediatamente sobre los pulmones de quienes lo han expulsado. O sobre los de cualquiera que pase por allí. La contaminación en Fairbanks es intensa. Se respira. Se siente. Mancha la nieve. Se ve.

Por eso, además del más frío, Fairbanks es el condado más contaminado de Estados Unidos. En Fairbanks se respiran más partículas minúsculas (PM 2,5) que en Los Ángeles, el paraíso del automóvil tapando autopistas. Y según muestran los estudios realizados por la Universidad de Alaska, el gobierno federal y la Asociación Americana de Médicos Pulmonares, no son ni el automóvil ni una central térmica los emisores de contaminación que marcan la diferencia. La palma contaminante la aporta el agregado de decisiones individuales de los ciudadanos en sus viviendas, los combustibles usados en las estufas. El peor, con diferencia, la madera, y la madera fresca, lo peor de lo peor. Responsable de hasta el 80 por ciento de la sobredosis de partículas minúsculas que penetran la cavidad pulmonar antes de fluir por la sangre hasta cada órgano de nuestro cuerpo.

De regreso en el interior del hotel tras el experimento de las estufas bajo la lluvia, dos docenas de miembros preocupados de la comunidad se reunían con un enviado de la administración medioambiental federal para hablar de todo esto. En el ambiente, un eco, una amenaza que, no por repetida y racional, pierde valor o deja de resonarnos a todos al mismo tiempo que, estéril, apocalíptica se disuelve en la nebulosa de nuestras múltiples urgencias diarias. En Fairbanks y más allá. “Se les acaba el tiempo”. Eso decía Dan Brown, el funcionario federal enviado para la reprimenda.

El gobierno federal le dijo al condado de Fairbanks en 2006, hace doce años, que la situación era insostenible. Que había que tomar cartas en el asunto. Doce años después aquellas cartas, ya papel tan mojado como la madera que se quema en la ciudad, no solo no han mejorado la situación. Ha empeorado. Al mismo aire sucio de hace doce años ahora se le suma un problema político.

El pasado 3 de octubre, los habitantes de Fairbanks votaron y aprobaron en referéndum una proposición que dice: Los ciudadanos se reservan el derecho de calentar el lugar que habitan de la manera más económica posible y cualquier cuestión relacionada con la calidad del aire está subordinada a la necesidad de calor.

Decidieron eliminar cualquier posibilidad de que el condado regule lo que se quema en sus estufas. Inauguraron un embrollo burocrático de informes, medidas y nuevos plazos para hundirse en la inacción mientras respira el peor de los aires posibles. Como titulaba el periódico local horas antes de que se abrieran las urnas, se trataba de elegir entre libertad individual y salud pública. Ante la imposibilidad de acuerdos, eligieron la libertad individual. Para seguir respirando la mayor concentración de partículas pequeñas del país. Producto de la quema masiva de combustibles fósiles, los más baratos y más contaminantes, en las estufas del invierno más duro del mundo.

En el cajón de las metáforas, una imagen, la que nos devuelve un espejo de tiro largo que nace en Alaska y proyecta una alargada sombra global: Una que trata de vincular los combustibles que consumimos y la calidad del medioambiente en el que sobrevivimos con las medidas a poner en marcha para no deteriorarlo más. En el contexto de la responsabilidad y libertad individuales, de su relación con el papel del estado y su voluntad de invertir en infraestructuras y políticas que mitiguen el daño que provocamos a la atmósfera. Todo, espetado sobre las espaldas de una ciudadanía que conoce las alternativas menos contaminantes. Pero no esta dispuesta a aceptarlas. Con matiz. Grande: O no puede pagarlas.

Frente al funcionario Brown, su ciencia y su ley, aquella mañana de septiembre, la comunidad que vota para seguir quemando contra el aire que respira. Representada, por ejemplo, por el hierático Jesse Shadley, un joven barbudo, veterano de Irak, con las preceptivas botas y camisa de leñador y una sola lámina, mal diseñada, confusa, de colores mal combinados y apenas ilegibles. Clara como la primera nieve para su audiencia. Shadley hablaba en nombre de los ciudadanos para quienes el tiempo se mide en la cantidad de noches frígidas de invierno en las que hay que poner la alarma cada tres horas para salir de la cama a rellenar la estufa con el combustible que se tenga a mano a cambio de no pasar frío a 40 grados bajo cero. A cambio de no morir. Shadley representaba a la comunidad que se llama a sí misma, los “quemadores de madera” y hablaba con lucidez del único motivo, la única racionalidad, que mueve al ciudadano, al votante de esta ciudad, del mundo: El dinero. Los precios de las alternativas menos contaminantes, todas malas aquí desde el punto de vista medioambiental, son impagables. No están al alcance de la mayor parte de los ciudadanos. Al menos para quien se presentaba con esta frase: “Soy padre. Necesitamos un compromiso entre el aire que respiran nuestros hijos y su necesidad de estar calientes en invierno. La elección entre calentarnos o respirar implica ver cómo huye por la chimenea el presupuesto”. Prioridades son prioridades. Es un ciudadano concernido y limitado. Por las opciones que no tiene.

Su presentación, simple. Numérica. Factual.

En Alaska no se han instalado energías renovables. No se usa el gas para las calefacciones individuales porque -la decisión es política- no existe, hoy, la infraestructura necesaria para su uso aunque sea el menos contaminante de los combustibles fósiles. Una empresa privada va a traer en varios años algo de gas natural para quienes quieran pagar la inversión. No será barato. No será alternativa. No va a ser solución a medio plazo. Las opciones disponibles hoy son las que son aquí y ahora. Shadley ha situado un embudo en el centro de la lámina que expone, y lo ha ampliado en una pantalla gigante. Ese embudo es una especie de agujero negro que absorbe los presupuestos familiares. La electricidad, primero, que triplica el precio de cualquiera de sus alternativas. Una familia de 4 miembros paga, de media, un recibo de más de 1000 dólares al mes durante el invierno. El gasoil es el siguiente combustible más caro de los disponibles. Cuesta unos 600 dólares al mes. Después, a mitad de precio, viene la madera seca (hay que cortarla con antelación, uno o dos inviernos, y secarla, lo que implica espacio, planificación y tiempo) a un precio que ronda los 300 dólares al mes. Por último, lo más barato, y lo más contaminante también, madera húmeda y basura de todo tipo. Al precio que se consiga. Cortándola en el bosque uno mismo. Las chimeneas de esas estufas emiten sus partículas contaminantes al aire. A menor precio, más partículas. A menor precio, mayor número de consumidores. Y mayor cantidad de todo lo que expulsan. La cartera manda a la hora de tomar decisiones sobre que se quema y todo confluye en una campana común de la que (casi) nadie puede huir en Fairbanks.

La situación económica general de la ciudad no es buena. Y cae. El distrito sureste de la ciudad -North Pole- es la zona urbana más pobre de toda Alaska. Un lugar donde el salario medio está un 5 por ciento por debajo del salario medio del país y el coste de la vida, según la administración federal es un 30 por ciento más caro que en el resto de Estados Unidos.

Shadley plantea preguntas. ¿Calentarse? Sí, ¿pero a qué precio? ¿No morir de frío este invierno para sufrir en el futuro por problemas respiratorios? ¿Quiénes pueden permitirse elegir en esa perversa disyuntiva? ¿Quién define las disyuntivas? ¿Cuál es el rol del estado en el debate energético y sanitario local? ¿Solo sancionar? ¿Debe proponer alternativas? ¿Lo hace?

¿Se parece el debate local en Fairbanks al que sucede en el ámbito global con las emisiones de gases de efecto invernadero a la atmósfera?

Aquella mañana de septiembre, la gravedad flotaba en el ambiente. Si los habitantes de la ciudad decidían seguir sin cumplir con las regulaciones sobre emisiones contaminantes a la atmósfera marcadas desde Washington, las consecuencias saldrían caras, explicaba Brown. Habría sanciones. “Me están empujando contra una esquina en la que no quiero estar”, insistía. “Aunque no quisiéramos sancionarlos, alguien nos demandaría ante la justicia por no cumplir la ley y un juez nos obligaría a hacer lo que no queremos hacer”. Que va a ser, por ejemplo, cortar el dinero para reparar las autopistas en el próximo ejercicio fiscal.

Silencio. Indiferencia. Las cartas están echadas. El invierno se acerca y hay que calentarse. Cada casa tiene que hacerlo y pagarlo. Las autopistas -de todos- y el año que viene -por llegar- quedan demasiado lejos de las decisiones de los votantes.

Esa elegancia de los salones de conferencias de los hoteles de autopista de Estados Unidos, desmedida, impostada y distante, vacía e impersonal por más cordialidad con la que la vistan, impone una suerte de separación respecto de los que temas de los que se habla. Ni el programa de presentación de datos más avanzados ni la charla TED más emocional y cargada de razones o la amenaza del peso de la ley, por no mencionar el optimismo maníaco con el que celebra hasta la más irresponsable de las aportaciones conspiracionistas, son capaces de implicar a la desconfiada audiencia en la racionalidad científica. Si un vecino es capaz de encararse en público con una doctora para explicarle -él a la doctora- que los problemas en los pulmones de los niños no se deben a la contaminación sino al frío y su intervención es aceptada e incluso aplaudida, poco se puede hacer.

El debate es largo, dura dos días. Vecinos, funcionarios, médicas, ingenieros. Sin capacidad de avanzar hacia solución alguna.

Es la historia de un gran fracaso. Estos diez años se han aplicado programas que categorizan las estufas que tienen las casas. Se ha aprobado un sistema que marca en qué nivel de alerta por contaminación se puede quemar según qué material. Se han adoptado medidas para fomentar la compra de aparatos más eficientes. Se apoya la compra de madera seca. En forma de descuentos fiscales al final de año. Se ha educado a la población. Se ha hablado, investigado, debatido. Se han creado grupos de implicados. Se han aprobado sanciones, simbólicas, no ejecutadas, y excepciones a la capacidad de sancionar aplicables quienes demuestren que pasan por dificultades económicas. Existe una patrulla del aire. Que no sanciona. Que solo avisa, educa, explica.

Se ha intentado de todo.

De todo menos ofrecer una alternativa. Menos entregar otro combustible y construir una infraestructura que permita utilizar otro tipo de combustibles en las estufas. Habría que pagarlo. Y para pagarlo, usar los impuestos. Quizás aumentarlos. Decidir modificaciones al gasto. Cuestión de prioridades. Tampoco se ha adoptado una ley contundente respecto a las emisiones ni se ha sancionado con firmeza a quien no la cumpla. Eso no se ha hecho. La libertad de elegir cuando no hay alternativas entre las que elegir y la libertad para cumplir voluntariamente una ley sobre la quema eficiente de combustibles sin que se sancione su incumplimiento es valor supremo entre los habitantes de Fairbanks.

Wendy Mannan, madre de cinco hijos con un solo salario y tradición militar -así elige presentarse- ejerce de portavoz de la comunidad de quemadores de madera junto a Shadley y quiere explicar política y culturalmente, por qué han fallado los intentos de la administración. “No se entiende a la comunidad”, protesta. “Para recibir ayuda hay que demostrar una situación de dificultad económica”. Se refiere a la posibilidad de beneficiarse de una deducción de impuestos u otro tipo de ayuda para comprar madera seca o una estufa más eficiente. “La gente quema madera porque es barato. Y si no se nos permite hacerlo porque tenemos que demostrar que somos pobres, se violan nuestros derechos. Nuestra situación financiera no es el problema de nadie. Nadie debería tener el derecho de preguntarnos por nuestra situación para recibir una ayuda. Hay que registrar la estufa, probarla, demostrar que se sabe usar y que se hace con las menores emisiones. No nos registramos porque no queremos ser el objetivo de una prohibición o una multa si llega una situación en la que tenemos que hacer algo que pueda estar prohibido, como quemar cualquier cosa a nuestro alcance una noche de invierno a 40 bajo cero”.

Ese sería el único momento de los largos días de debate en que tendría lugar una confrontación clara y pública de argumentos. Cuando a lo numérico se le suma lo político. Cuando entran en juego los significados en disputa de lo privado y lo colectivo. La responsabilidad sobre lo común. Jennifer Glissen interviene, en pie, azorada, con la autoridad de quien ha trabajado como enfermera en Fairbanks durante 40 años y, triste, derrotada ante la catástrofe de salud pública que se abate sobre su ciudad cada invierno, ha optado por dejar Alaska esos meses en que el aire es irrespirable. Es la única persona que se atreve a alzar la voz con firmeza, sin opciones, en minoría, frente a los quemadores de madera. Su intervención en el debate será la única directa y sin ambigüedad. “No pueden usar el argumento de que lo hacen porque es lo más barato, y luego negarse a dar información para recibir ayuda. No son coherentes”.

Glissen puede elegir, argumentan quienes queman madera. Huye de la contaminación. Como hacen quienes pueden permitirse comprar una casa en las colinas, los barrios altos, por encima de la campana de humo que tapa a quienes viven en los barrios baratos, las más bajos.

Cuando empezaba lo interesante, fin del debate. En este país hay un cierto miedo al conflicto, a la contraposición frontal de ideas opuestas e incompatibles que deben batirse. A costa de que el precio a pagar sea la inacción colectiva. Nick Czarnecki es el responsable del programa de mejora de la calidad del aire del condado y la imagen viva de esa parálisis. Su puesto es político. Se lo juega. Aunque asiente y comparte la opinión de Glissen -se ve, se siente- no puede avanzar tanto como ella. Respira, frena. Habla sin pasión, contenido, sin inflexión en el tono de voz. Repite, concluye, hace diez años que repiten, que concluyen, frustrados, incapaces de dar pasos, “Necesitamos una reducción de las emisiones de un 80 por ciento. No hay muchas medidas de control aplicables que sirvan para llegar al objetivo”. Explica que viajó a Zurich. Con suavidad, eufemismos, cuidado, mucho cuidado para no chapotear en un pantano, muy profundo, el de las comparaciones con Europa, y menciona que en el mundo hay otras opciones. Que se aprueba una norma y si no se cumple la norma, se sanciona. “En Europa se han llevado las medidas de control industrial a las viviendas particulares”. Concluye reconociendo su propia excepcionalidad. Este es un país libre. “Si no están dispuestos a aceptar que actuemos con regulación, estamos atados de manos”. Omite que junto a la regulación, se pide inversión. Alternativas.

Cierra su carpeta. Apaga la computadora y la pantalla de las presentaciones.

Concluye la reunión.

A la puerta del hotel, el funcionario del condado, recoge sus estufas solo, bajo la lluvia, y las mete en su camioneta. Resultaba innecesario detenerse ante la pantalla de un ordenador, conectada a dos sensores, que comparaban las emisiones de ambos aparatos, la estufa de madera seca y la fresca, separadas por líneas de colores, cifras, por un universo de bronquitis, infartos y asmas. Era algo que ya sabían. El problema no estaba ahí. No estaba en la comunicación de un experimento de primaria para extender la información entre la ciudadanía. Tampoco en la evidencia científica, mil veces repetida y explicada, tan real y sentida para los habitantes de esta ciudad como el aire que respiran trece veces por minuto.

Sino en cuánto están dispuestos a pagar por su futuro, por el de sus hijos. En si pueden pagarlo. En quién puede pagarlo. En quién debería pagarlo.

Las mismas preguntas en Fairbanks que en el resto del planeta.

*Alberto Arce es Snedden Chair de periodismo en la Universidad de Alaska-Fairbanks.

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