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OPINIÓN

Siria, en muy malas manos diez años después

Foto de archivo (14/12/2016) que muestra a varios habitantes mientras inspeccionan una calle cubierta de escombros en un barrio del este de Alepo (Siria).

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Los datos más recientes de Siria no dejan lugar a ninguna duda. Diez años después del inicio del conflicto los fallecidos ya rondan los 600.000, los refugiados superan los 5,6 millones y los desplazados internos son al menos otros 6,7 millones. Todo ello contando con que, al comenzar la guerra, la población rondaba los 23 millones. A eso se suma la generalizada destrucción de infraestructuras de todo tipo y el desplome de la economía, con una libra que ha perdido el 98% de su valor en ese periodo.

En resumen, dos millones de sirios se encuentran en situación de pobreza extrema y 13,4 necesitan diariamente asistencia humanitaria. Y aunque este pasado año haya sido el que ha registrado el menor número de muertes violentas, ni en el campo militar ni en el político se atisba una solución a corto plazo.

En el terreno militar, la situación es, cuanto menos, paradójica, puesto que, aunque puede decirse que la guerra está ganada a favor del régimen, todavía queda violencia para rato, desgraciadamente. La entrada en acción de Moscú en septiembre de 2015, sumada al apoyo que ya venían prestando desde el principio tanto Irán como la milicia libanesa de Hezbolá, ha permitido al régimen genocida de Bashar al Asad mantener el control de la llamada “Siria útil” –la franja comprendida entre el Mediterráneo y el eje Alepo-Damasco–. También ha recuperado gran parte de las zonas controladas inicialmente por las milicias –como el Ejercito Libre de Siria– o por los diferentes grupos yihadistas activos en el país, con ISIS a la cabeza desde la proclamación de su pseudocalifato, en junio de 2014.

Pero, aun así, aunque las fuerzas opositoras nunca han conseguido crear una plataforma militar unitaria, queda claro que las fuerzas de Al Asad no controlan más del 15% de las fronteras con sus vecinos. Mientras, las milicias kurdas –encuadradas principalmente en las Unidades de Protección Popular, pieza fundamental de las Fuerzas Democráticas Sirias, y apoyadas por Washington, para desasosiego de Ankara– han logrado retener el control de algunas zonas del norte.

También, los yihadistas resurgen con fuerza –sobre todo en zonas próximas a la frontera con Irak– y grupos rebeldes de todo pelaje logran resistir en la provincia de Idlib. Eso significa que el régimen no tiene capacidad para garantizar sus intereses en todos los rincones del país y sigue dependiendo vitalmente de la asistencia que le prestan unos aliados extranjeros en los que no puede confiar plenamente.

En paralelo, en el terreno diplomático, la parálisis es la nota dominante en los procesos impulsados desde 2017 tanto por la ONU (Ginebra) como por Rusia, junto con Irán y Turquía (Astana). En el primero, centrado en la elaboración de una nueva Constitución, ha quedado claro, tras 16 meses y cinco rondas de encuentros, que el régimen se siente lo suficientemente fuerte como para no ceder a ninguna de las peticiones de una oposición –la Coalición Nacional Siria–, incapaz de presentar una imagen de unidad mínimamente sólida.

En el segundo, es cierto que se ha conseguido dar algún paso en términos de desescalada militar en algunas provincias, lo que ha servido a las fuerzas de Al Asad para seguir avanzando posiciones. Pero ya ha quedado claro que este no es el foro para la resolución del conflicto y, menos aún, para acordar una vía de salida consensuada entre los múltiples actores implicados en él. Por el contrario, incluso es evidente que Moscú está empleando este marco para dividir aún más a la oposición, dando cancha a actores que ya no reclaman la caída del dictador.

Un país en ruinas y al borde de la fragmentación definitiva

Entretanto, en el terreno político, Al Asad, ahora afectado por el coronavirus, se afana por completar su farsa electoral tras las elecciones municipales de septiembre de 2018 y las legislativas del pasado julio, contando con revalidar por cuarta vez su mandato presidencial esta próxima primavera. Simultáneamente, con el apoyo decidido de Emiratos Árabes Unidos –que fue el primero en reabrir su embajada en Damasco, en diciembre de 2018–, continúa avanzando el proceso para el reingreso de Siria en la Liga Árabe, de donde fue expulsada a finales de 2011.

Eso no quiere decir que el dictador pueda mostrase ufano, al frente de un país en ruinas, en riesgo de fragmentación definitiva, con presencia de tropas extranjeras en su suelo, con zonas que escapan a su control e incapaz de conjugar a su favor los intereses de tantos actores externos.

Esta situación es aprovechada por algunos, como Irán e Israel, a su favor, convirtiendo el territorio sirio en su propio campo de batalla, con Rusia como árbitro, y Turquía procurando impedir el sueño estatal kurdo. Una Rusia que ha ganado peso en la zona, aprovechando la falta de voluntad de Estados Unidos desde que Obama (en agosto de 2013) dejó claro que no iba a castigar a Al Asad por su uso de armas químicas contra civiles.

En estas circunstancias, cuando ya unos y otros han asumido la idea de que no hay alternativa viable, por temor al creciente peso del salafismo entre los llamados rebeldes y por la debilidad e incapacidad demostrada reiteradamente por los sucesivos líderes opositores. No parece que la reciente condena por crímenes contra la humanidad contra un agente del régimen por parte de un tribunal alemán baste para se cumpla el vaticinio de los niños que fueron torturados hace diez años por pintar: “Tu turno ha llegado, doctor”.

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