Los datos en la red dejarán en ridículo a la política de la posverdad
El nuevo presidente estadounidense, Donald Trump, celebró su primer día en el cargo con una mentira descarada. Dijo que acudió más gente a su ceremonia de inauguración que a la de Obama. Como mentiras no era gran cosa, pero no dejaba de ser una mentira. A los pocos minutos, las cámaras y las redes sociales habían reducido a cenizas su chulería. Sus defensores recurrieron a “hechos alternativos”, pero pocas veces se ha podido desmontar tan rápido la declaración inaugural de un presidente.
Dos días después, la primera ministra británica, Theresa May, se acercó peligrosamente a una mentira más seria. Le preguntaron sobre el fracaso de un test con un misil nuclear. La primera ministra se negó en cuatro ocasiones a reconocer en televisión que el test nuclear del pasado junio había sido un fiasco y dijo no saber nada sobre él.
En cuestión de horas un frenesí de comunicación electrónica sacó por la fuerza una confesión de Downing Street que aseguraba que May era consciente del fracaso pero no había querido decirlo. A los pocos segundos de que su secretario de Defensa, Michael Fallon, se levantase para repetir que la prueba nuclear había sido un éxito, los móviles de los miembros del parlamento empezaron a vibrar. Eran las respuestas de Estados Unidos que dejaron a Fallon como un tonto.
Evidentemente es algo serio que un presidente estadounidense no pueda decir la verdad y que la primera ministra británica no pueda sincerarse en asuntos de Defensa. Lo bueno es que sus mentiras pueden quedar rápidamente al descubierto.
De todas las falacias de la edad dorada, ninguna es más ridícula que la que afirma que hubo un tiempo en el que los políticos decían la pura verdad. Como dijo Ian Hislop, de la revista Private Eye, en su reciente lección sobre Orwell, eliminar la verdad y sugerir falsedades ha sido un leitmotiv de la política desde el principio de los tiempos. Los líderes de todo tipo han utilizado la censura para intereses personales ocultos, desmintiendo el principio básico de la libertad de expresión de George Orwell: “El derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”.
La mentira, sobre el pasado o el futuro, es la materia prima con la que los políticos buscan fabricar sus narrativas personales. En la novela 1984, los comandantes de Orwell utilizan la mentira como herramienta de poder, decretando que “la guerra es paz, la libertad es esclavitud y la ignorancia es fuerza”. El veterano periodista Louis Heren se preguntaba a sí mismo antes de que ningún político le ofreciese cualquier información confidencial: “¿Por qué este cabrón mentiroso me está mintiendo a mí?”.
En su estudio sobre la hipocresía política, David Runciman llegó a destacar el papel de la mentira blanca para mantener las ruedas del progreso en movimiento. El gobierno democrático es un edificio de promesas falsas y sueños irrealizables. Se dice que Benjamin Disraeli era más valorado que William Gladstone por no tener principios en lugar de tenerlos y traicionarlos. Asimismo, Trump es supuestamente popular en algunos sectores por sus fracasos personales, incluso por sus mentiras, más que por cualquier virtud. Los votantes parecen identificarse más con el mal en una persona que con el bien.
La diferencia ahora es que las mentiras se pueden difundir más rápidamente, pero también se desmontan más rápido. Una vieja máxima asegura que “cuando la mentira ya se encuentra a medio camino, la verdad todavía se está poniendo las botas”. La novedad es que ya no se necesitan botas. Una mentira política ya no es santificada por el gobierno y recibida como sabiduría caída del cielo. Es solo una noticia enviada para recorrer el globo y ampliada por una nube de desorden reactivo.
¿Cómo funciona eso? Ahora cada pieza de BBC News se emite incluyendo una versión contrapuesta, su noción de equilibrio. Pero la verdad a veces pregunta, ¿qué ha dicho ese cabrón? Pillémosle.
Cuando emergieron las pruebas de noticias falsas durante la campaña de las elecciones presidenciales, la reacción fue interesante. Una extraña coalición de 'nerds' de California, adolescentes de Macedonia, filtradores rusos y espías estadounidenses se unieron para realizar una autopsia digital inmediata. Una cosa quedó clara en este encuentro global: los rusos estaban claramente mintiendo, igual que Trump. Ahora conocemos algo parecido a la verdad.
Actualmente, la mayoría recibe sus noticias masticadas y personalizadas por las redes sociales. No reciben la amplitud de la información elaborada por una fuente de noticias moderadamente imparcial. El material se les asigna no por su veracidad, sino en función de si les gustará. Está filtrada institucionalmente y es más vulnerable a la difusión de mentiras.
Pero seguro que se va a hacer algo con ello. La defensa de Facebook diciendo que es un publicador y no un proveedor —una alcantarilla, no las aguas residuales— es tan absurda como si un periódico o una televisión hacen una afirmación similar. La respuesta de Facebook negaba una reorganización de sus editores y un cambio en sus algoritmos. Si estos oligarcas de medios no controlan su propio material e introducen algún tipo de equilibrio editorial, por difícil que sea la tarea, la madre de todas las demandas y el padre de todos los reguladores caerá sobre ellos. Esto es lo que pasó con el caótico auge del del periodismo sensacionalista en el siglo XIX.
Sin duda tenemos un problema por delante. Las mentiras de Trump son el producto de una mente aparentemente incapaz de reconocer la frontera entre los hechos y la fantasía. En su discurso inaugural utilizó solo una vez la palabra “libertad”. Incluso sus defensores, que nos suplican que veamos el lado positivo, reconocen el nubarrón. El desagrado de Trump por el resto de la humanidad es el otro lado de la moneda de las políticas de identidad, un escenario de exclusividad paranoica e intolerancia, enfrentando a unos grupos con otros. Todo el mundo grita. Nadie escucha.
Aun así, lo ocurrido en los últimos meses ha demostrado que incluso el caos ético de las políticas de la posverdad sin regular puede corregirse. Dudo que debamos escuchar más sobre la asistencia a la ceremonia de inauguración. La velocidad y penetración de los medios digitales supone que toda afirmación pueda ser 'googleada'. Igual que la revolución científica acabó con la superstición religiosa, la revolución de la información puede echar a perder la mentira política.
Internet ha demostrado que puede magnificar la gran mentira. Igual que puede magnificar la gran verdad. Puede encontrar su camino a través de la pila de parcialidad y dehonestidad hasta la tierra firme de los hechos. Esta labor solía recaer en en los principales medios de comunicación. Ahora los medios somos todos y están en todos lados. Puede que la verdad esté siendo atacada, pero sus defensores están armados para mostrarse fuertes y audaces.
Traducido por Javier Biosca Azcoiti