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Escaleras y aceras estrechas con farolas en medio: los obstáculos para acudir en silla de ruedas a un tribunal de discapacidad

Escaleras de acceso para bajar al centro de atención a personas con discapacidad

Álvaro Medina

Hoy era el día. Mi padre, enfermo de Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), una enfermedad neurogenerativa discapacitante que te roba la movilidad, el habla y, finalmente, la vida, tenía que pasar el tribunal médico para obtener el certificado de discapacidad. Ese papel con el que comienzan todas las gestiones, con el que puedes pedir las primeras ayudas y con el que oficialmente te reconocen como persona con discapacidad. Estábamos cerca de obtenerlo, pero no sabíamos que el trayecto iba a convertirse en una auténtica yincana.

El taxi nos deja en la dirección que marca la cita: Centro base número 5 de la Comunidad de Madrid, calle Agustín Calvo 4, barrio de Hortaleza. Preguntamos en una farmacia cercana: “Disculpe, ¿el centro base de la Comunidad de Madrid?”. Muy amablemente, desde detrás del mostrador, me indica: “Tienes que bajar esas escaleras y girar a la derecha”. Al momento el farmacéutico se da cuenta de que, detrás de mí, está mi padre sentado en una silla de ruedas. “Hay otra opción: tenéis que dar la vuelta a toda la manzana”.

Vamos a ello, pero a escasos metros comienzan las complicaciones: las aceras no superan los 50 centímetros, están en cuesta y desniveladas y llenas de pivotes. La única opción es bajar la silla de ruedas a la carretera y hacer todo el camino por la calzada, pidiendo a los coches que nos dejen pasar.

Logramos girar la calle, pero el camino no es más sencillo. En escasos 50 metros, cinco farolas y una señal plantadas en mitad de la acera, literalmente, hacen totalmente imposible el paso a una persona que se desplace en silla de ruedas. Vuelta a la carretera, esquivando coches y grietas en la calzada. Finalmente llegamos, pero un último escalón entre la carretera y la acera no nos deja acceder al propio centro. Girando la silla y con esfuerzo, consigo levantarla y entrar.

La doctora lee los informes y nos atiende con una profesionalidad y amabilidad exquisita. “Os he dejado hechos todos los papeles para que no tengáis que volver. Si tenéis cualquier duda, me podéis llamar por teléfono para que no tengáis que desplazaros aquí”. Así que, antes de despedirnos, aprovecho para preguntarle: “No entiendo cómo en un centro donde vienen personas con discapacidad, donde precisamente les dais esa condición, es tan difícil llegar. Parece una prueba de obstáculos”, le digo. Ella, doctora desde hace veintisiete años en el mismo centro, no está escuchando nada nuevo: “Llevamos denunciándolo años, pero nadie nos hace caso. Aquí vienen personas con discapacidades muy distintas y las barreras son infinitas. Hay un solo autobús, la parada de metro está a casi un kilómetro, hay escaleras sin barandilla, farolas en medio de aceras estrechísimas, las calles están en unas condiciones terribles… No nos cansamos de decirlo, pero es inútil”.

Recogemos los informes, cojo los manillares de la silla y deshacemos el camino rodado con la promesa de que los papeles nos llegarán a casa dentro de unas semanas. Afrontar la enfermedad es muy duro, pero estas barreras lo ponen todavía más difícil. Afortunadamente, doctoras como la nuestra son capaces de minimizarlas.

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