Escritoras que salieron de las bibliotecas del barrio hacia las listas de ventas
Desde 1997, cada 24 de octubre se celebra el Día de la Biblioteca, que este año viste el lema Las bibliotecas nos cuidan. Una frase a la que uno puede acercarse con ánimo más o menos metafórico. Más o menos literal, también. Las bibliotecas (públicas, la más importantes) son esos palacios del pueblo a los que se refiere el sociólogo Eric Klinenberg; son también la mina de las historias, el videoclub de la gente sin Netflix, el espacio con aire acondicionado y el baño público del señor con la próstata gastada que vino a leer el periódico. Últimamente, se le está poniendo literatura a esta realidad y se imprime en los papeles oficiales: la biblioteca como tercer lugar –entre el trabajo y la calle– o la biblioteca como refugio climático.
También hay una biblioteca para cada escritor y una biblioteca pública para cada escritor precario, con o sin obra publicada. En las bibliotecas públicas han escrito premios Nobel. Vargas Llosa, por ejemplo, presumía en una antigua entrevista de acudir a escribir a las bibliotecas de las ciudades donde estaba. La foto que he encontrado es la Biblioteca Pública de Nueva York, que viste mucho.
Las bibliotecas públicas de los barrios son el abono y la maceta para la escritura. Hoy me lo contaba la escritora Silvia Nanclares (Quién quiere ser madre, entre otras cosas buenas), que recuerda la Biblioteca de Moratalaz como un germen de lo que es hoy. “Identifico mi posibilidad de haberme podido dedicar a la escritura con las visitas que hacía semanalmente, los viernes, con mi amiga Ana”
Cada semana, Silvia y Ana acudían a la sección Infantil-Juvenil. Cogían dos libros cada una y, durante el resto de la semana, los intercambiaban y charlaban de los mundos que se abrían paso a través de sus páginas…y del propio micromundo de aquella biblioteca de Artilleros. “Hablábamos de la gente que había allí, me acuerdo de un señor que se llamaba Juan. Era borde pero nos quería mucho y nos trataba muy bien”, rememora Nanclares.
A Silvia le piden las palabras paso cuando habla de la biblioteca. Se acuerda con cariño de las primeras desideratas – Christine Nöstlinger–, de volver ya de noche a casa en invierno o de los catálogos de fichas, “pura arqueología”. La biblioteca pública era, cuenta, un espacio seguro, propio, público en un sentido aún intuitivo. “Sobre todo recuerdo el piso de arriba, la sala de los mayores, y ese rito de paso de cambiar de sala y carné. Se nos hizo un poco hostil al principio pero siguió siendo ese sitio que era para nosotras”.
Y, desde la lectura, de forma natural, la escritura. “No existían las fanfictions, pero nosotras escribíamos versiones de las novelas que nos gustaban”, recuerda Silvia, que piensa en la biblioteca de la red de la Comunidad de Madrid como el lugar que le posibilitó ser escritora, “un sitio con cien mil tentáculos hacia otros mundos”.
Vamos con otra historia de escritora de biblioteca. Panza de burro fue una de las sorpresas literarias de 2020. Según relató Andrea Abreu en un interesante texto sobre su proceso de escritura, la novela creció en su mayor parte en los ordenadores públicos de la Biblioteca Manuel Vázquez Montalbán, en Tetuán. La biblioteca municipal, de esta manera, fue la tierra comunal, el ejido, desde donde cumplir con los plazos de entrega a través de un teclado compartido.
“Cuando una usa un ordenador de la biblioteca corre el peligro de no poder usarlo. Dependiendo de la hora de la mañana, estaban todos ocupados. Entonces, me tenía que poner en una esquinita a leer algo que me gustara y me diera ritmito para cuando llegase la hora de escribir”, relataba en el texto Abreu.
La escritora, como el resto de asiduos a las bibliotecas públicas, tenía su sitio, su hábito, su huequito hecho en el sofá: el ordenador número dos. Allí se sentía arropada por los habituales del lugar. “Gente tranquila que me permitía escribir la novela. Viejitas buscando recetas y apuntándolas en tickets de la compra. Hombres cuarentones haciendo el currículum vitae”. A veces, escenas altisonantes en su cotidianidad, “algún señor entrado en años que estaba viendo una película romántica y se acariciaba lentamente el filito del pene a través del bolsillo del pantalón de pana”.
Hoy, la Biblioteca Pública de la calle Francos Rodríguez está cerrada por obras durante tiempo indefinido –menor, esperemos, que los tres años de la Manuel Alvar– y habrá alguna escritora talentosa, sin dinero para escribir en cafés, dando vueltas en vez de escribir la próxima novela en el expositor de novedades de cualquier biblioteca del barrio.
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