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Los que malvivían en cuevas durante el Madrid de las tertulias

Barrio de La Bomba en 1956

Luis de la Cruz

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La historia contemporánea de Madrid es, como su presente, la del problema de la vivienda accesible para las clases populares. Paralelamente a la extensión de la ciudad y la creación de sus barrios más lustrosos, corre subterránea la de la vivienda precaria, habitada por los estratos más míseros de entre sus vecinos, frecuentemente llegados a la ciudad sin apoyos ni capital. Entre todas las habitaciones precarias –de la buhardilla a la casa autoconstruida–destacan las cuevas, donde habitaron los últimos de la fila, los trogloditas.

Aunque, como veremos, fueron muchas más, suele hablarse de las que se encontraban a finales del XIX y principios del XX en la montaña del Príncipe Pío. Antiguas tierras del Real Sitio de la Florida, donde hoy se halla el templo de Debod, el promontorio empezó a ser levemente abrazado por la ciudad con la construcción del cuartel del mismo nombre, hacia 1860. Desde el principio, su oscuridad y la sinuosidad del terreno convirtió al cerro en un conocido espacio para los ilegalismos –del escarceo sexual al abandono de un cadáver– y el cobijo de la pobreza, singularmente en las cuevas horadadas en las laderas. En sus versiones más sofisticadas, estas cuevas estaban cubiertas por esteras, tenían un rudimentario mobiliario y contaban con un casero que cobraba por dormir en ellas. En el estado más provisional y urgente, no eran sino agujeros desnudos excavados en la tierra.

Los trogloditas eran un caso extremo de la criminalización de la pobreza, común en estos años en la prensa, la literatura o las ciencias del comportamiento, que tendían a considerar esta condición social una patología relacionada con la moral que, incluso, se manifestaba en la idiocia o los rasgos animalescos de los golfillos, prostitutas o demás gentes de la mala vida.

En 1901 el Ayuntamiento dispuso minar las cuevas de la montaña del Príncipe Pío por parte de trabajadores municipales y el ejército (la brigada de zapadores). Para entonces, según el periódico El Globo, eran “albergue, desde tiempo inmemorial, de golfos, de «randas» y de mujerotas de la peor especie”. Sin embargo, tanto La Busca (Pío Baroja) como La Horda (Blasco Ibáñez), que fueron publicadas respectivamente en 1904 y 1905, sitúan parte de la acción en las cuevas del cerro. Y es que las cuevas volvieron a ser excavadas en los años siguientes.

Junto con las de la Montaña del Príncipe Pío, que era las de más importancia en ese momento, se trataron de erradicar también las del Cerrillo de San Blas y las que había en la Moncloa, junto a la cárcel Modelo.

“He visto golfos andrajosos salir gateando del cerrillo de San Blas y les he contemplado cómo devoraban gatos muertos”, escribía en una crónica, sin duda preñada del prejuicio deformante de su época, Pío Baroja. El cerrillo de San Blas es la colina de El Retiro donde está el Real Observatorio de Madrid y fue otro de los lugares señeros del trogloditismo madrileño. Como en el caso de la Montaña del Príncipe Pío, las cuevas debieron reaparecer después de su eliminación en 1901, pues dos años después, Baroja escribía sobre ellas y dos decenas de personas quedaron sepultadas por un hundimiento de tierra ocasionado por la lluvia, resultando heridas algunas de ellas.

Las cuevas de la segunda mitad del siglo XX

Aunque seguramente nunca terminó de desaparecer, el fenómeno de las casas cueva reapareció con fuerza en Madrid en la posguerra. En 1946 la revista francesa Regards dedicó a España un extenso reportaje titulado Prisons d´Espagne, Espagne-prison, donde se denunciaba una relativa apertura de la comunidad internacional ante la dictadura, mediante un severo retrato de la vida en nuestro país. Entre los distintos pasajes, se incluía una foto con una mujer, un niño y una señora mayor frente a una oquedad, que el texto identificaba como una cueva excavada durante guerra en el área de Ciudad Universitaria, en pleno frente de guerra. “Les cavernes de Madrid”, rezaba el pie de foto.

El recurso a la cueva no se dio exclusivamente en la miseria de la inmediata posguerra, como cabría imaginar. De nuevo, la fotografía ha dejado testimonio de ello. En 1957 Santos Yubero ilustraba en ABC un artículo sobre un dispensario de religiosas con sus fotos, entre las que aparecen una serie de casas cuevas que había a la altura de 1957 en algún lugar entre los barrios de Valdeacederas y Almenara (Tetuán).

De la misma época (en este caso, de 1956) son las fotografías encargadas por la Comisaría de Urbanismo a Juan Miguel Pando Barrero. Entre las dedicadas a las barriadas de la zona de Ventas, encontramos imágenes de las casas cueva del desaparecido barrio de La Bomba, hoy en San Pascual y junto a la M-30.

Mucha gente siguió viviendo en cuevas durante los siguientes años, bien fuera en el tramo del Manzanares hacia Caño Roto, en el Cerro del Tío Pío (donde hoy está el parque de las 7 tetas) o en muchas otras zonas, sobre todo, del extrarradio de la ciudad. En un informe elaborado en 1960 por la Guardia Civil, de hecho, se les ponía número (seguramente infravalorado) y coordenadas: 819 cuevas, que se encontraban sobre todo en Entrevías, el Pozo del Tío Raimundo, el Cerro del Tío Pío, el final de Enrique Velasco y Palomeras, todas barriadas de Vallecas.

Hoy la palabra troglodita suena prehistórica, pero nuestras ciudades siguen mal cobijando vecinos que viven en huecos míseros creados por la orografía artificial que las conforma. Frecuentemente, tras la valla de un descampado o en las llanuras que se divisan tras las ventanas de un tren de Cercanías camino del sur, divisamos tiendas quechua en medio de la nada o frágiles estructuras conformados por materiales de esta época. Nuestras cuevas y nuestros trogloditas habitando de nuevo los márgenes de la sociedad.

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