En defensa de la abundancia de bares: las terrazas son un sidecar

Será porque soy de fuera, pero me gusta pasear por el centro de Madrid. Tanto, que llevo más de dos años y medio viviendo en la ciudad y todavía no me he cansado de recorrerlo en cualquier época del año. Es un acto que disfruto casi tanto como la lectura; sin embargo, me ocurre desde niño que cuando me obligaban a leer una novela determinada en el colegio, perdía para mí todo el interés. Lo mismo me pasa con los paseos, que cuando son por obligación, se convierten directamente en andar, y lo aborrezco.

En mi vida cotidiana, las grandes andadas me las pego los fines de semana, cuando acudo a las terrazas de Malasaña (el sidecar de los bares) a tomarme un vermú. Empieza ahí el éxodo porque está todo tan lleno, que llegará el día en que acabe desorientado por la Casa de Campo y me tengan que encontrar por el GPS del móvil. Me ha pasado en más de una ocasión, cuando he insistido a gentes de paso a acudir a las calles del barrio para disfrutar del buen tiempo y en la búsqueda de una mesa libre, he estado por comprarles una bebida isotónica y sentarlos a la sombra. Ante esta debacle, me enteré hace unos días de que las Asociaciones de Vecinos de Madrid Centro quieren que se acabe con la apertura de bares en la zona. Añaden a ello las terrazas ilegales, sobre lo que estoy de acuerdo, pero no entiendo esa obsesión por querer privar a los ciudadanos de la posibilidad de disfrutar de un tipo de ocio que además permite que los negocios salgan adelante.

Desde la Asamblea Ciudadana del Barrio de Universidad (ACiBU) explican que solo en Malasaña hay un bar por cada 55 personas, lo que significaría un hacinamiento inhumano en estos locales en caso de que todo el mundo bajara a tomarse algo. Por otro lado, la lucha contra las terrazas (legales) me parece un absurdo, a ver si va a resultar que la dinamización del barrio se debe a su belleza arquitectónica y no a haberse convertido en un reclamo de ocio para madrileños y foráneos, precisamente por la vida que respira. En todo caso, si el problema está en que no ocupen más espacio, se podrían proyectar terrazas por pisos, con una disminución gradual de los precios de arriba a abajo, entendiendo que en la planta superior es dónde más solecito da.

Igual es porque, como digo, soy de fuera y no he entendido muy bien lo que significa un barrio como este para la urbe. En cualquier caso, como vecino del centro y usuario adicto de toda su oferta, los bares no me molestan y todavía menos la gente que atraen, que evita convertir las calles en museos. Y además me gusta ver las plazas llenas de terrazas, y sentarme en ellas solo o acompañado.

Cuando llegué, alguien me dijo que el color de Malasaña eran sus gentes, su pequeña bandera de resistencia a ese terrible concepto de “barrio residencial” que apuntaló la burbuja inmobiliaria y donde, como en un cuartel, todo tiene su zona planificada. Bastante individualismo se fomenta desde que se venden los palos de selfie en la calle Fuencarral, como para que andemos torpedeando la vida singular de un barrio distinto, irrepetible incluso tras su gentrificación. No hagamos de su sello imborrable un descafeinado nido de jirones.

Juanma Fernández