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La última noche de El Palentino

Camarero de El Palentino, en su última noche.

Alejandro López

“El Palentino ha chapado”. A las dos de la madrugada de este jueves, cumpliendo su horario, las manos de Juan, su camarero, echaban el cierre metálico del 8 de la calle del Pez por última vez.

Se fue el Palentino, el Tierno Galván de los bares madrileños, y con él arrastra su propio icono y una época. En la barra quedaba Loli, copropietaria de las mañanas, prestada a las noches desde la reciente muerte de Casto Herrezuelo, la otra cara de este lugar que para muchos representaba la última esencia de lo que un día fue Malasaña. Contenida, dejaba las lágrimas para sus camareros, que se la abrazaban como si quisieran retenerla.

Eran los últimos minutos de 76 años de cafés, cañas, cubatas, bocadillos de lomo y pepitos de ternera, celebrados por una multitud durante toda la jornada. “Tenían que haberlo hecho en el tanatorio de La Paz”, decía Carolina, una de las habituales, mientras hacía cola fuera. Eran las ocho de la tarde y ya no cabía nadie más. Era típico del Palentino. Pasar por delante, verlo lleno, y continuar andando disuadidos, con la certeza de que algunas cosas siguen en su sitio. Pero este jueves el tumulto no desanimaba. Podían más la gratitud y el deseo de ser parte del final y la cola se perpetuó hasta el último momento. Su última noche fue celebrada, tumultuosa, un funeral festivo, espejo de los que ha sido la vida de esta decana e irrepetible taberna.

Mucho sabían los allí reunidos de “cerrar bares”, pero la expresión nunca había sido tan literal, tan gráfica, tan definitiva. “Por aquí pedía yo las cañas”, decía fuera Jorge, señalando los ventanales que en los años 80 se abrían a la plaza aledaña. “Casto me decía qué hora y qué día era” recordaba con sus amigos de pelo cano mientras firmaban en una pancarta y dejaban palabras de despedida. “Pacheco estuvo aquí”, escribía uno de ellos.

Este jueves todos querían estar. Cientos de personas se hacían selfies por doquier bajo el letrero de la esquina. Parejas abrazadas miraban la puerta con nostalgia. “Esto estaba lleno de estudiantes de Bellas Artes, de músicos, de artistas, de La Movida…”, rememoraba otra parroquiana, recordando también a sus clientes anónimos, más allá de los célebres Alex De la Iglesia o Andrés Calamaro, los más nombrados en los reportajes de estos días. “La generación de abajo no acompaña Madrid, es muy santa, muy ecologista… Para ellos, al Palentino le falta tofu”. Y así, entre anécdotas y reflexiones, la cola avanzaba. Muchas versaban sobre el ausente Casto y su flemático aguante, de cómo mandaba callar a alguien que hablaba a gritos, de un salto desde detrás la desgastada barra blanca para recuperar un bolso robado. En la puerta, un folio con las esquinas dobladas informaba de su funeral, el próximo lunes.

La gente que salía del bar sonriente, para no volver a entrar jamás. Daban el relevo al siguiente grupo que franqueaba la puerta exultante, feliz porque habían conseguido sumarse a la fiesta tras una hora de cola. Ahora se enfrentaban a la hazaña de conseguir una de las baldosas blanquinegras sobre la que trasegar. Los barriles de cerveza se habían quedado vacíos. Dos servilletas blancas de papel pinchadas en los grifos anunciaban su rendición. Juan cogía hielos a puñados y llenaba vasos de tubo, sin prisa y sin pausa, Palentino style. Loli servía aperitivos de besos y abrazos mientras el refuerzo de los camareros recogía los vasos vacíos que se apelotonaban como la clientela, sorprendentemente talluda salpicada de postureo. La concurrencia, mayoritariamente masculina, estaba entregada al choque de cristales.

La plancha apagada había dejado de rezumar el humo de los miles de pepitos de ternera cocinados. Epítome de los precios populares, un billete de 10 euros sobre la barra bastaba para pagar tres copas que se vaciaban en menos tiempo de lo que se tardaba en pedirlas. Se alzaban las cámaras de los teléfonos para fotos de grupo y la gente se subía a mesas y banquetas, haciéndose hueco con algún lanzamiento de un hielo para no quedarse fuera de la instantánea.

Empezaban los cánticos, la devolución del cariño voz en grito. Se coreaba el nombre de Loli que alzaba los brazos tras la barra para coger los gritos y llevárselos cosidos en el pecho. “Viva Casto” se repetía al unísono, para terminar en estruendo: “Palentino, Palentino”. Los vítores aplaudían los malabarismos de uno de los camareros tras la barra, que aguantaba en equilibrio sobre su frente barriles vacíos de cerveza, botellas de Larios y banquetas. La gente aplaudía desde los escalones que llevan a la parte de abajo, el almacén y los baños. “Aquí mezclaba yo el café con el torrefacto a paladas”, recordaba uno de los hijos de Casto. “No había venido desde que murió mi padre. Llevo un pedo…”, confesaba frente a las cajas de botellines vacías. Arriba tenían lugar embriagadas conversaciones sobre qué es deporte olímpico y qué no, sobre qué es la madurez, sobre los bares que cierran, sobre lo que era Madrid y ya no es. La falta de espacio y la celebración común unían los grupos y la charla.

Las horas pasaban en este lugar acostumbrado a ver el tiempo detenido, acercándose al momento de la escoba con el bar vacío. “A ver chavales, os doy las gracias en nombre de Casto, en el mío y en el del Palentino. Yo lo siento pero… ya se ha terminado el alcohol”, anunciaba Loli mientras comía un sándwich de salchichón minutos antes de la una de la mañana. Poco a poco el fin se materializaba. La puerta se abría solo para salir. Comenzaba el pillaje de objetos del bar, una foto enmarcada, su codiciada lista de precios, esa que se ha plasmado en camisetas neoyorquinas y que Loli tuvo que rescatar de manos de su joven camarero antes de que la regalara alegremente.

Por encima de los objetos, Loli reivindicaba a las personas que hicieron de este bar la última trinchera, los difuntos hermanos Casto y Moisés, su marido. Profesionales del tabernismo, del tiempo en que los camareros no tenían que ser modelos, sino saber el negocio. “El Palentino somos nosotros”, zanjaba. Era ellos. Y era los obreros de chaleco de plumas que desayunaban un mixto con un botellín, y las señoras de pelo plateado recogido en un moño sentadas con su perro en una de sus mesas, y el levantador de barra profesional que se apretaba un cubata de buena mañana. También era los estudiantes que se “hacían un Palentino”, comían y bebían allí por cuatro perras y salían del revés. Porque si algo caracterizó siempre al bar, con su dualidad de mañana y noche, fue que era un sitio abierto para cualquiera, que bajo la luz de sus fluorescentes blancos eliminaba las diferencias e igualaba a todos. “Hay una esencia que queda en el Palentino, en sus paredes fíjate lo que puede haber”, dice Loli emocionada. “Mi suegro, mi marido Moíses, con Casto, y yo, hemos seguido todos el mismo ritmo. Hemos ayudado a mucha gente, si nos llamaba un vecino allí estábamos… Toma, las llaves de mi casa, en el Palentino, el punto de encuentro para muchísima gente”, dice Loli tras 46 años “casada con el Palentino”. Con el cierre se pierde un sitio y una época. La de los sitios cómplices, con solera, la de lo genuino.

El Palentino seguirá estando sin estar. Seguirá siendo la referencia para señalar esa esquina de la calle del Pez que ha dejado de aletear.

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