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Caravaca de la Cruz, en el corazón del Noroeste

Vista posterior de la Iglesia del Salvador, desde un callejón cercano, en Caravaca de la Cruz

Álvaro García Sánchez

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La autovía del Noroeste va quedando atrás a medida que el coche avanza, sumergido en la carretera de un valle del que se levantan a ambos lados laderas y montañas colmadas de árboles. Atrás han quedado poblaciones construidas cuidadosamente en colinas del paisaje como Mula, Bullas o Cehegín, y los altiplanos de la sierra en el Noroeste de la Región de Murcia se suceden en un horizonte por el que parece fácil perderse. Tras superar Cehegín, aún desde la autovía, a lo lejos, una hilera de plátanos de sombra marca el rumbo de un camino rural que conecta la población con Caravaca de la Cruz, y ese sendero continúa hacia delante hasta otra colina de la que se alza, como surgido de la tierra, una especie de fortaleza, un alcázar de piedra y mármol, recto, de aspecto contundente y ángulos rectos. Desde la autovía, la ciudad tiene una perspectiva antigua y arcaica, dominada por el castillo y rodeada al oeste por un tramo de sierra que se disipa en las montañas y las llanuras áridas de Granada y al sur por huertos y veredas verdes. Antes de salir de la autovía y entrar en el tejido urbano, Caravaca es una ciudad con viviendas y construcciones apelotonadas a los pies de la fortaleza, de aleros con curvaturas semejantes a tejados chinos y campanarios y torreones de iglesias.

La entrada a la ciudad está dispuesta para llegar al centro sin complicación. Conforme se camina hasta el final de la Gran Vía, ya se van vislumbrando los muros y la basílica del castillo justo en el punto exacto de cielo que queda sin cubrir entre los edificios nuevos de la calle. A la izquierda, al final de la avenida, un arco de piedra como un túnel es la entrada a una plaza rectangular y alargada, de ambiente muy terrenal y vecinal. Desde debajo de la bóveda se observa impoluta la Plaza del Arco, y en el centro de la mirada, como si fuera el punto de fuga, la parte de arriba del campanario de una iglesia que se eleva por encima de la perspectiva de las fachadas de los edificios. La plaza es armoniosa, pero no uniforme. Quizás esa armonía provenga paradójicamente de sus distintas variaciones: las terrazas, las alturas de tres o cuatro pisos, los colores amarillentos y blancos, los ángulos irregulares y desgastados de las esquinas, las construcciones de las casas más modernas y el vasto edificio de piedra del ayuntamiento del XVIII. Grandes farolas con un detalle de forja modernista de principios de los años 20 o 30 cuelgan de los laterales. En el centro hay una zona ajardinada, junto a un monumento de dos estatuas en honor a las fiestas del municipio, los moros y cristianos. Hay un inconveniente, que no supondría un problema si se limitara de manera estricta: por la plaza pasan coches, camiones de reparto, motos, pero pasan pocos y a poca velocidad y ninguno se queda aparcado.

Una calle estrecha y resguardada del sol conecta el final de la plaza con un tramo cuya pared izquierda es la parte posterior de la Iglesia del Salvador. A su alrededor discurren callejones con una confluencia de texturas muy materiales, de muros de bloques de piedra o de mármol, o escaparates recién renovados a través de los cuales se venden réplicas de los opulentos mantos con los que decoran a los caballos cada mes de mayo. Hay tiendas espectrales de tejidos, y tiendas abandonadas y cerradas en una sucesión de callejuelas por las que los vecinos pasean con naturalidad, la gente común, casi siempre trabajadora, jubilados o familias que han venido a la ciudad para visitarla. En una de ellas se disimula un comienzo de ascensión hacia el castillo, y la ciudad se transforma y sin previo aviso ya posee dos cualidades opuestas que sin embargo se solapan entre sí: lejanía y proximidad. Parece que el castillo, desde la Gran Vía, estaba situado en una posición inalcanzable, y en una subida empedrada de apenas doscientos metros que gira a la izquierda ya se distingue la ladera donde se construyó, las verticales sombrías de los pinos que lo rodean, y si se camina un poco más hacia arriba, de repente las vistas de Caravaca se van ampliando como si se estuviera subiendo en uno de esos ascensores que trepan hasta los miradores en algunas ciudades europeas.

La ciudad musulmana

En la subida hay otra estatua, también en homenaje a las fiestas del municipio, pero ésta vez dedicada a las carreras de los caballos del vino, que se celebran cada dos de mayo en la cuesta que ahora está ocupada por unos pocos visitantes, pero que ese día se abarrota de una multitud vestida con camisas blancas y pañuelos rojos que se abre paso con expectación hacia los lados, a medida que los caballos y sus cuatro caballistas corren a toda velocidad hasta el final de la cuesta, junto al portón de madera oscura de entrada a la fortaleza. Hay una placa que habla de su origen islámico y de su transformación tras la reconquista, y del edificio que desde el siglo XVII lo caracteriza, una basílica barroca cuya fachada delicada de mármol hace del castillo un ejemplo claro del paso del tiempo en virtud de la arquitectura, desde las construcciones fortificadas árabes hasta las iglesias cristianas del barroco. Hasta este lugar llegan cada año miles de peregrinos, y ahora hay en él varias familias que se pasean por su explanada de tierra y se asoman a la muralla para dominar el conjunto de casas blancas y campanarios de Caravaca. Al fondo, en las faldas de las colinas de la sierra, se distinguen caminos rodeados de huertos y albercas, y más adelante un bosque de árboles imponentes y senderos que llama la atención por su abundancia.

Al salir del recinto de la muralla, se perfilan una serie de casas que ya se veían desde lo más alto del castillo, y una señal y una flecha consiguen que sea inevitable no seguir hacia delante: “barrio medieval”. Tan solo el cartel tiene algo de misterioso y anuncia un descubrimiento repentino. El origen islámico de la fortaleza debía llevar consigo la construcción de un barrio escondido y protegido por ésta, de casas blancas y callejones, de escalinatas, miradores ocultos y cuestas que resulta un laberinto tan riguroso como el Albaicín. No hay un orden definido: cuelgan casas deterioradas en calles empinadas, algunas sostenidas por contrafuertes verticales a los que se adhieren hiedras de tonos verdes y rojizos. De la explanada del castillo hasta estas calles perdidas se extienden las subidas y bajadas de la topografía de Caravaca, los contrastes, la visión infinita de las lejanías de la sierra y la de interiores de casas y zaguanes, la horizontalidad de los muros de la fortaleza y los callejones que conservan las sinuosidades de la ciudad musulmana. Hay ancianos asomados a sus puertas que riegan las macetas, y algunos permanecen en sus cocinas, de las que se desprenden olores suculentos de guisos. Envuelto en los aromas y en las ondulaciones de las bajadas, el barrio medieval concluye en una acera de muros desconchados y balcones bajos con geranios que desemboca otra vez junto a la fachada de la Iglesia del Salvador.

Pinos, fresnos y álamos en Las Fuentes del Marqués

Hacia el oeste se acaba el casco histórico, y hay una señal que marca el inicio de un camino que también tiene un aire de promesa: “Paraje Natural Fuentes del Marqués”. De un momento a otro la ciudad ha cambiado por completo. No hay muchos lugares en la Región que posean un diálogo tan fértil entre las construcciones humanas y la presencia próxima de la naturaleza, los ríos y los bosques. Por un tramo rodeado de huertas y veredas se ingresa en un bosque atravesado por un río de curso tan calmado que refleja nítidamente en su superficie los árboles de la orilla. Hay zonas amplias de césped, prados con merenderos y escondites ocultos donde el agua resuena invisible tras espesuras de arbustos, y brilla al sol del atardecer con escamas doradas y con guijarros limpios que relucen al fondo. Huele a savia, a resina, a madera. Las Fuentes del Marqués son una amplitud de tierra porosa bajo la umbría cóncava de pinos, fresnos y álamos, una vegetación nutrida por una tierra grávida de fertilidad, que recibe con delicadeza cada pisada en algunos puntos, cediendo un poco bajo el peso del cuerpo.

El paso de las horas cambia la apariencia y la esencia de lo que se observa. Está anocheciendo, y desde la autovía del noroeste, al salir de Caravaca, se ve la misma postal que por la mañana, pero ahora el castillo tiene una iluminación anaranjada que recuerda en su presencia firme en la cima de la colina a la Alhambra de Granada, a una pequeña pincelada de ciudad medieval y musulmana, que despliega la sucesión de la historia ante quien la visita solo con su mera presencia. Caravaca es un ejemplo de ciudad que ha perdurado con un deterioro que es la marca del tiempo pero que no conduce a la ruina, donde coexiste desordenadamente la belleza, la decadencia y el esplendor vegetal, aunque nada de eso se perciba con un simple golpe de vista desde lejos, en los cientos de viviendas casi idénticas a las faldas de la colina, y sobre ellas el castillo y las perspectivas azuladas de la sierra en el anochecer limpio y estático.

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