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El carcelero que dio un trato de favor a Primo de Rivera en la prisión y acabó siendo ejecutado por el régimen franquista

Sentencia de pena de muerte para el director de la Cárcel Vieja

Loreto Mármol

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La historia de Miguel Molins, funcionario del cuerpo de prisiones del Estado en una época tan convulsa como la guerra civil, está llena de tintes inquietantes y claroscuros. Su figura ha pasado desapercibida y hasta sepultada por la propaganda y la construcción de los mitos en torno a José Antonio Primo de Rivera, fundador de Falange Española, y Federico Servet, jefe provincial de la organización fascista en Murcia, aunque fue clave en los destinos de ambos.

Un año más, en el aniversario del fusilamiento, un 20 de noviembre de 1936, de quien se convertiría a los pocos días en José Antonio, “el ausente”, símbolo oficial y santo patrono de la dictadura, se abre el debate sobre si fue una víctima de la contienda o uno de sus promotores. “Una de las falsedades que se repite hasta la saciedad es la del martirio de un héroe que fue ejecutado por odio y venganza; sin embargo, es un hecho constatado que el proceso judicial fue respetuoso con la legalidad vigente”, advierte el investigador Floren Dimas, de la Asociación Archivo, Guerra y Exilio y miembro de la Federación de Asociaciones de Memoria Histórica de la Región de Murcia. 

En su opinión, el juicio fue esclarecedor en cuanto a su papel en el golpe de Estado perpetrado por un grupo de militares entre el 17 y el 18 de julio y su estrecha colaboración con el resto de elementos represivos del llamado Glorioso Movimiento Nacional: “Las pruebas de su cooperación con el alzamiento son muy numerosas”.

El líder falangista, que ya había estado en la cárcel en dos ocasiones por protagonizar diversos altercados, ingresó el 14 de marzo de 1936 en la Modelo de Madrid por posesión ilícita de armas, coincidiendo además con que el Gobierno acababa de declarar ilegal la formación de corte fascista que había fundado en 1933, y el 5 de junio lo trasladaron a la prisión de Alicante, donde lo juzgaron junto a su hermano Miguel y la mujer de este, Margarita Larios, por un delito de rebelión. 

“No os voy a decir hipócritamente que no me hubiera sumado a la rebelión. Creo que en ocasiones es lícita y la única salida de un periodo angustioso”, admitió en la vista oral que se celebró en noviembre. No obstante, su defensa, que realizó él mismo, se basó en que no pudo preparar ni intervenir en la insurrección al seguir entre rejas cuando Franco y los suyos se levantaron en armas.   

Es ahí donde entra en juego Molins, casi desconocido hasta hoy, “a pesar de que sentarse en el banquillo junto a Primo de Rivera no es un hecho intrascendente”, apunta Dimas. No lo es porque fue procesado por propiciar un régimen penitenciario laxo que le permitió dirigir desde la cárcel los hilos y tejemanejes para suplantar el régimen republicano por otro fascista. En palabras del investigador, “le dio todo tipo de facilidades para que su celda se convirtiera en el Estado Mayor falangista de la sublevación”.

Molins era el administrador de la prisión de Alicante el día que se produjo el golpe militar así como los previos y posteriores. En el proceso judicial se constató un entramado desde las sombras para apoyar a los militares sublevados contra la República que perduró al menos hasta el 16 de agosto. 

El fiscal lo acusó de conceder a los hermanos Primo de Rivera “un medio seguro y eficaz para que comunicasen libremente con personas y comisiones de carácter político que les visitaban, pudiendo tramar y convenir todo lo relativo al movimiento subversivo, llegando hasta dejar circular sin censurar múltiple correspondencia y dándoles facilidades con ello para sus fines revolucionarios; hostilidad y alzamiento que culmina en la actual tragedia de la rebelión que tan horrendos crímenes está produciendo”.

Molins admitió que consentía ciertas anomalías por acatar órdenes de un superior: “Cumplí con mi deber; me era violento enmendar la plana de mi jefe”, explicó Molins, porque “es costumbre en los interinos no alterar las normas de los propietarios mientras dure la interinidad”, añadió. 

En realidad, era el director accidental en sustitución hasta el 24 de julio, primero por enfermedad y después por vacaciones, de Teodorico Serna, que había dejado indicaciones para que “se les dispensara un trato de favor y que se tuviera con ellos toda clase de consideraciones”. 

Los testimonios de otros cuatro funcionarios de la prisión, también procesados, respaldaron la versión de que los Primo de Rivera conspiraron con el consentimiento de Serna, quien le había dicho al oficial Joaquín Samper que no los vigilara: por ser “personas de confianza”, “esos ojos se los coloca usted en el occipital”. Algo similar describió Abundio Gil, que recibió las instrucciones de “no molestarles en las celdas ni tomar parte en las conversaciones cuando salgan al patio”.

Molins manifestó tener la convicción de que dirigieron el movimiento en la provincia y en todo el país a través de la correspondencia, ya que entraba y salía todo tipo de cartas sin censurar. Primo de Rivera envió circulares a sus militantes, manifiestos a la prensa e instrucciones a mandos militares animándolos a la acción. 

Por ejemplo, el 13 de julio transmitió una orden para concertar la acción de falangistas en Valencia, Alicante, Alcoy y Cartagena. Al general Mola, jefe de la conspiración, con el que tuvo un permanente y repetido contacto, le mandó ese mismo día una carta en la que le pedía acelerar la sublevación, y este le informó por medio de un oficial del día del alzamiento. 

El día 15 entregó a un colaborador un manifiesto con fecha del 17 en el que expresaba la participación sin reservas de Falange en la rebelión, según cuenta Paul Preston en ‘Las derechas españolas en el siglo XX: autoritarismo, fascismo y golpismo’.

Lo hizo en muchos casos a través de intermediarios de su confianza, porque Molins tampoco restringió las visitas. Según el auto del juez, recibió más de 1.800 en 35 días sin que nadie controlase lo que allí se tramaba. Gil declaró que momentos antes de comenzar el movimiento subversivo habían tenido hasta 180.

El oficial Francisco Perea afirmó que el reglamento de prisiones había sido “vulnerado, dejado de lado o soslayado”. Además de numerosas cartas, señaló que también llegaron paquetes hasta el 4 de agosto, cuando se le encargó la censura de la correspondencia, una medida que, en su opinión, ya sabía Primo de Rivera a los pocos minutos de darse la orden.

No fue hasta mediados de ese mes que se realizaron más registros, una vez que tomó las riendas de la cárcel Adolfo Crespo. Se descubrieron en las celdas de los hermanos dos pistolas con cargadores y municiones, además de un mapa en el que habían señalado con lápiz azul y rojo la distribución de los frentes.

Dice Julio Gil Pecharromán en ‘José Antonio Primo de Rivera. Retrato de un visionario’ que, con el cambio de director y a raíz de las protestas de otros reclusos por los privilegios que los hermanos disfrutaban, pasaron a una situación de incomunicación, sin prensa, radio ni correo. “Es decir, casi un mes después del levantamiento fascista”, recuerda Dimas.

El historiador Joan Maria Thomàs es categórico: “José Antonio había participado en la gestación del golpe y había implicado a la Falange de pleno”. A su juicio, pretendió ser “un líder de masas mesiánico” y llevar “la pesada carga -autoasumida- de salvar a España”, porque “estaba convencido de contar con el diagnóstico y la receta para resolver los problemas del país y detener la revolución destructora, no ya de la nación, sino de la propia civilización cristiana occidental”, argumenta en ‘José Antonio Primo de Rivera y el Frente Popular’.

“Desde el primer día de la sublevación los falangistas estuvieron ahí”, coincide Ángel Viñas, que en ‘¿Quién quiso la Guerra Civil?revela que Primo de Rivera pudo estar en las conspiraciones que se iniciaron nada más proclamarse la República, el 14 de abril de 1931, para destruir el Estado democrático. Ya en noviembre del 35 planteó la necesidad de un golpe para hacer frente a “una amenaza de un sentido ruso, contradictoria con toda manera occidental, cristiana y española de entender la existencia”. 

El 4 de mayo de 1936 en su ‘Carta a los militares de España’ pedía a los oficiales que se unieran al golpe ante la inminente disgregación del país en múltiples repúblicas soviéticas. Después “intentó desde la cárcel de Alicante conseguir del general Mola la promesa de que entregara el poder a él y su organización una vez hubiese triunfado el golpe. No la logró”, continúa Thomàs.

Tras el fracaso golpista y el estallido de la contienda fratricida, trató de detenerla desde la prisión, ofreciéndose en agosto para convencer a los generales y crear un Gobierno de coalición. El plan fue rechazado. “No sabemos aún hoy los motivos de su súbito cambio de actitud. Es un interesante debate histórico”, prosigue Thomàs. Quizá algo tuviera que ver que no consiguiera jugar un papel central en la nueva situación política y el hecho de quedar atrapado en zona republicana, tras varios intentos fracasados de liberarle antes de la guerra y una vez iniciada.

Controvertido y contradictorio, al mismo tiempo que barruntaba proyectos para unir a todos los españoles, los militantes de su partido, dirigidos con entusiasmo por sus jefes provinciales, estaban exterminando a los rivales políticos de cualquier nivel. “Lo que verdaderamente lo condenó era que muchos combatientes franquistas, en nombre de Falange, estaban cometiendo crímenes atroces en la retaguardia, y era muy difícil probar que su líder máximo no tuviera nada que ver”, sentencia Dimas. 

El jurado deliberó durante cuatro horas y aceptó todos los cargos del fiscal. El veredicto llegó en la madrugada del 18 de noviembre: José Antonio Primo de Rivera fue condenado a la pena de muerte por rebelión militar, su hermano Miguel a 30 años de reclusión por ser su colaborador y Larios, como agente de enlace, a seis años y un día.

Retiraron la acusación contra Molins, al igual que contra los otros funcionarios procesados, pero no pudo zafarse de un segundo juicio, esta vez encausado por el régimen franquista. Lo detuvieron poco después de acabada la guerra, el 28 de mayo de 1939, e ingresó en la prisión provincial de Murcia, de la que había sido director. 

De nada le valieron los servicios prestados a la causa nacional por sus favores a Primo de Rivera mientras estuvo en la cárcel alicantina. Tampoco le sirvió dar un trato benigno al líder falangista Servet, cuando este ingresó en el penal murciano en mayo del 36. “Molins, haciendo la vista gorda, generó un ambiente de compadreo que incluso propició que el preso protagonizara una fuga rocambolesca”, explica Dimas. 

Con el levantamiento de Falange en la provincia, Servet volvió a la celda en septiembre. Lo condenaron por un delito de rebelión a la pena de muerte junto a otros nueve cabecillas. El día 13 un intento de asalto precipitó los acontecimientos. Una muchedumbre, incluyendo a milicianos y mineros dispuestos a volar las puertas de la cárcel, se agolpaba en los alrededores para clamar justicia. Se estaban dictando sentencias muy moderadas pese a la gravedad de los delitos. Temían que indultaran a los golpistas. La gente pedía un escarmiento ejemplar. 

Había noticias de crímenes atroces en otras provincias. Empezaba a llegar una ola de refugiados y se toma conciencia de que era una guerra. Dimas describe que en esos momentos en la Cárcel Vieja reinaba un ambiente de tensión extrema: “Había tal grado de exaltación que era difícil de contener”. Molins se vio acorralado y aprisionado por las circunstancias. Para evitar una reyerta contra civiles y una masacre, acabó ordenando el fusilamiento de los 10 reos, aun estando la sentencia pendiente del “enterado” del Gobierno. 

Estos sucesos desataron una represión brutal de la que el director de la cárcel tampoco pudo escapar. Según Dimas, a tenor de la documentación judicial del Archivo Naval de Cartagena, en su sumarísimo de urgencia “se inventaron una escena bufa propia de un teatrillo, y así se fue construyendo el mito del héroe [Servet] dispuesto a dar la vida por sus correligionarios, tejiéndose al mismo tiempo las acusaciones contra Molins como un feroz sanguinario”.

Lo ejecutaron el 17 de noviembre del año de la victoria. Sus restos se encuentran en la gran fosa común del cementerio de Espinardo que alberga a otros 376 republicanos fusilados entre 1939 y 1948.

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