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Loreto Mármol

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Para una generación que transita entre el papel y lo digital, una postal despierta curiosidad y dispara la imaginación. Este selfie de otra época activa un resorte que reaviva toda clase de sensaciones, como la ansiedad que generaba la larga espera para recibir noticias, cuando la inmediatez de ahora era impensable entonces.

La tarjeta, en la que se ve la Plaza de la Iglesia de San Fernando (Cádiz), con el popular bar La Mallorquina a un lado y el mítico cine Almirante a otro, nunca llegó a enviarse a su destinataria, Carmen Zambudio, a quien felicitaba “con todo cariño y afecto” en el día de su santo un marinero embarcado en la fragata Martín Alonso Pinzón, nombre del conocido marino de Palos de la Frontera que acompañó a Colón en el primer viaje a América.

Probablemente el autor de esas breves líneas se enrolara en 1949 en Cartagena, donde recaló este barco que se había botado un año antes, uno de los primeros cañoneros en entrar en servicio tras la guerra civil y que tuvo como destino principal la base gaditana, desarrollando maniobras en el Mediterráneo y en el Atlántico hasta que se dio de baja en 1966.

Fue lo que sirvió para tirar del hilo y coser retales de memorias, acotando la búsqueda a la dirección de la misiva, que únicamente decía “Orilla del Azarbe. La Cueva. Monteagudo”. En palabras de Carmen Clemente, técnico de actividades socioculturales en el Museo de la Ciudad de Murcia, “trabajar en un lugar como este hace que se vivan aventuras sorprendentes”, y a veces ocurren estas “serendipias históricas”, esos hallazgos inesperados que se dan sin buscarlos.

Tres fotografías recogen escenas castrenses –unos soldados en torno a una mesa y un botijo, otros portando armas y algunos en la barbería– y una cuarta muestra una estampa típica en aquella época: una pareja vestida de domingo paseando por el Puente Viejo de Murcia, también conocido como el Puente de los Peligros, en esos años 50 que transformaron la trama urbana y que marcarían un antes y un después en el casco antiguo con la apertura de la Gran Vía y la demolición de monumentos como los Baños Árabes de Madre de Dios, así como un nuevo trazado del cauce del río que acabaría con los jardines fluviales.

Pero, ¿quiénes eran sus protagonistas? El museo compartió las imágenes en sus redes sociales, y las nuevas tecnologías en perfecta simbiosis con el correo postal procedente de Jerte (Cáceres), ese medio de comunicación en vías de extinción, permitieron ir desenredando la madeja.

Encarnación Martínez Zambudio, una vecina de la zona de 77 años, miró cada rostro, repasó cada detalle… Las rejas de hierro torneado, trenzadas, artesanales. Las mismas rejas de una ventana a la que asomarse para observar las costumbres de otros tiempos, esas que conforman identidades, para encontrarnos y reconocernos a nosotros mismos en un pasado común.

Era la única casa que había en ese tramo de la Orilla del Azarbe, que se extiende hasta Santomera. Allí vivía una familia amplia, los Zambudio Martínez, que eran 13 hermanos. Se los conocía como Los Chavos, un apodo que le dio nombre a un carril que aún existe. Encarnación destaca de ellos que eran “muy educados”, con cierta elegancia en el hablar, precisamente en un lugar que tiende a manosear las palabras hasta que acaban yendo por otros derroteros. Como muestra un botón: rememora que su abuelo le contaba, con gracia, que el Carril de los Alejos no se llamaba así por un apellido, sino porque, a una distancia de allí, eran “los de (a)lejos”.

Se detuvo de nuevo en las miradas. Nueve mujeres con su cinta métrica al cuello. “Yo era muy cría entonces, pero recuerdo que todas las jóvenes de La Cueva iban por las tardes a esa casa a aprender a coser”, dice Encarnación, también modista, que recalca que “en ese momento era lo único que había para hacer”.

En el reverso de la foto se lee “recuerdos de las chicas del corte”. María Luisa, la hija de la modista, es una de las tres que aún siguen vivas. “Tiene 94 años, y su padre era conocido como el tío Juan de la Justa”, continúa Encarnación. A tan solo un kilómetro de su casa, ahora tan alejadas por el coronavirus, con ella ha compartido conversaciones y confidencias.

Anécdotas de paisajes comunes entre bancales y aperos. Los cultivos y las plantaciones de limoneros y naranjos, esos mosaicos coloridos por el verde de las hortalizas y los frutales y el amarillo deslumbrante del vinagrillo.

Del valle siempre dominado por el monte coronado en esos años por el Cristo, que se inauguró en 1951, la seña de identidad de esta pedanía junto a la imagen tan pintoresca del cabezo vacío de La Cueva, como desdentado, con las entrañas al aire de la antigua cantera de la que se extrajeron hasta 1968 las piedras para los cimientos de las casas.

Las detonaciones se oían a varios kilómetros, dando paso al trinar de mirlos, gorriones, tórtolas, abubillas, carboneros y verderones. También se escuchaba el agua correr en las acequias y azarbes, esas arterias de una tierra salpicada de palmeras, granados, olivares, cipreses y pinos carrascos.

De moreras, higueras y olmos en el margen de los brazales, cuando la pólvora se entremezclaba con el olor a menta, cítricos y jazmines. El aroma intenso en las manos al tocar la ‘alábega’ de las macetas de barro que custodiaban el hogar. Escenas cotidianas que a Encarnación la transportan a su niñez, y con las que tantos otros se sentirán identificados. Porque son testimonios del recuerdo de nuestros abuelos, padres y tíos, patrones de memoria familiar que son además un acervo colectivo y social determinante para la construcción de las identidades.

La fotografía tiene la capacidad de recuperar una época perdida. Es una forma de rescatar un ecosistema de emociones, con los olores y los sonidos de una forma de vivir. Clara Alarcón, historiadora y técnico de cultura en el museo, lo llama “patrimonio sensorial”.

Este legado rescatado deja entrever también las costuras de la posguerra, la penuria y la escasez de aquellos años del hambre, una década bisagra entre el estancamiento de los “autárquicos” 40 y los “desarrollistas” 60. Los burros y las mulas iban dejando paso al peregrinaje a la costa en un cargado hasta los topes Seat 600, que empezaba a despuntar entre los más pudientes.

En la sexta foto parte de la familia de Los Chavos está en la playa. Cuatro mujeres con unos bañadores sobrados de tela y el padre de Carmen, a quien iba destinada la postal de San Fernando. Fue la primera imagen que vio Didi Villas González. Después identificó la letra de su tío Miguel González, que resultó ser el marinero, que en realidad iba para cura.

Estaba en un seminario en Cehegín cuando tuvo que realizar el servicio militar en Cádiz. Desde allí escribió a sus vecinos de su querida Orilla del Azarbe. Después hizo su vida en el Reino Unido. Se casó, tuvo hijos y abrió un precioso hotel sobre un acantilado en Gales, donde murió el año pasado con 84 años. Cuenta su sobrina que nunca perdió sus raíces: “Mantuvo un vínculo estrecho con Murcia, lugar al que venía cada año”.

Casi como quien mete un mensaje en una botella y la tira al mar, Yeniffer Galeano envió al museo este material para que no se perdiera ni cayera en el olvido. Había vivido en Casillas, donde heredó una caja con recuerdos de gente que no conocía y aun así los llevó consigo cuando se mudó a Jerte. A ella, que es paraguaya y desde hace 15 años reside en España, esas imágenes de otro tiempo le parecían tan “lindas” que las preservó durante dos años.

En opinión de Clara, es un ejemplo de “la sensibilidad que tienen algunas personas con el patrimonio, y es la manera en que este debe conservarse”. Según explica, “cualquier elemento que llegue a nuestras manos, por pequeño que sea, tiene algo detrás que hay que investigar y catalogar”.

Yeniffer se alegra de que el museo ya las haya incorporado a su colección Ephemera, esos materiales frágiles producidos para un corto periodo de tiempo –efímeros–, que incluye postales, estampas y tarjetas.

“Guardamos la memoria de los objetos y también de la gente”, indica Clara, que cree que “la identidad del territorio está en cosas como estas”, y así es como varias manos han ido hilvanando el pasado para tejer una historia colectiva.

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