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Ahora

Mujer asomándose por una ventana

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Algo ha cambiado sutilmente. No es muy llamativa la transformación pero ahí está recordando que ya no soy la misma; que no sé si puedo, si quiero seguir siéndolo. Podría, tal vez, dejarme abruzar por viejos modos y repetir lo que en algunos aspectos he sido tanto tiempo como el que antecede al que sostiene las palabras que hoy escribo; pero cuando lo hago, cuando sucede, cuando recurro a manidas formas de proceder, acepto su advenimiento, o reacciono hacia los otros o hacia mí de manera tan habitual como piso el suelo cuyo firme no miro al caminar, o como atesoro errores aquejados de falta de discernimiento, un sabor amargo me roe por dentro, enturbiando la lucidez. Imposible, o temerario, negar que algo ocurre; que algo sojuzga los principios inversos de la conciencia; que algo no cederá en su empeño, si no desisto yo de oír su voz, o no desprecio las ondas inhiestas que inserta.

Porque este tiempo de Covid, que no esperaba, y cuyo legado teóricamente no habría deseado jamás, ha traído formas de supervivencia que han alejado la cotidianeidad y la han mantenido a distancia de un bien mayor que durante más de un mes ha consistido en conservar la vida. Una vida afianzada durante ese espacio de tiempo en un débil pero decidido anhelo, que para conseguir su fin -sin requerir mi aquiescencia pues su presencia despertó mi atención- apareció pequeño, frágil, nuevo, y, sin pretensiones todopoderosas, fue surgiendo de sí como despliega su secreto una flor o los colores sorprenden el rostro adormecido del amanecer. Imprevisto para mí, y no sé si para sí mismo, prescindiendo de cuanto le rodeaba y haciendo de sus fuerzas las mías o al revés, provocó una conjunción entre sí, conminándome a seguir, y la suma debilidad de la que yo era objeto, que ha cambiado el arrimo de mi piel.

Ignoro si ese 'algo' es instinto de supervivencia o algo, cuyo nombre desconozco, que, nítido y claro, previo a mi voluntad, concentrado en ser, en valerse de sí, y asistirse a sí mismo, como si el intento fuera la respuesta y el logro; o como si no hubiera logro ni intento y un impulso sin proyecto, ni nombre, fuera guía en la incertitud, y nada más cupiera en la intención de lo que nace; como si su pequeñez fuera su fuerza, y lo invisible hubiera de permanecer oculto para poder ser descubierto, o como si herederos de la ínfima y aparente insignificancia, pero descomunal densidad, del principio activo que originó el Bin Bang, este, antes de su magnífica explosión, en mí, y quizá en todos alguna vez, se repitiera. Así de extraordinario apareció. Así de pequeño. Sin miedo, sin desconfianza, delicado, sin pensamiento, sin estorbo mental que lo distrajera del quehacer del instante. Desconozco su origen.

Atisbo que, diminuto y cobijado en sí, como si otras circunstancias más allá no existieran, para existir ha prescindido de formas más sofisticadas de existencia, pues haciendo caso omiso del tiempo de fuera, del estrés, de la obligación, de todo cuanto exige el siglo que nos lleva, ha propiciado que, haciéndome testigo de mí, vea lo que nunca vi, sepa lo que nunca supe, y que, absorta, asista a una forma de nacer que avivó mi cuerpo aterido de perplejidad. No ha desaparecido. Desde donde nació, en el Plexo Solar, vigoroso y tenaz, continúa irradiando su influencia, sin contender con la dádiva de suavidad que la Covid, en masculino me suena más cercano, ha dejado en mí. Pocas cosas son como se imaginan, porque, aunque el resultado de estas concuerde con nuestros deseos, la forma de conseguirlas la decide, a veces, un dios menor del que necesitamos o mayor del que cabe en nuestros sueños.

Y en los dos extremos nos enfrentamos a la distorsión del espejismo. Vivir implica elegir, pero si se es elegido por aquello que se rechaza y esto nos lanza, no solo a un devenir plagado de amenazas, y de los temblores más antiguos del hombre, sino que, cuando todo tirita, ofrece un ser que no somos; que seremos, si las circunstancias nos cuidan al pasar, y propone, además, una forma de estar en la adversidad, casi sagrada, o a merced de los dioses, o de los acontecimientos -la invocación humana por excelencia para relacionarse con la divinidad- no prestar atención a lo que está sucediendo es como despreciar la semilla que, tras lunas de holganza, no ha conocido suelo fértil. Y la divinidad, que tanto se parece a lo que no se conoce, pese a la cuna que halla en el corazón de los creyentes, no anega de limo todas las voluntades, pues no se muestra, indubitable, como lo hacen el río y la montaña ni habla una lengua clara, como prorrumpe, inconfundible, el piar del gorrión, sino que Dios, diverso como la Creación que se le atribuye, es, cuando se presenta, un hecho en soledad. Quien con Él se comunica está solo ante Él, y tan cerca y tan lejos de Él como está el agnóstico, o el ateo, de los acontecimientos, porque estos como Aquel, son, también, inescrutables.

Los que se desean o temen; los que están por llegar; o los que, de súbito e imprevisto, sorprenden desasistiendo de costumbre el hacer, aunque, en ocasiones, ofrezcan un estar excepcional, que procede del lugar más recóndito y secreto de cada individuo; del 'naos' o 'sanctasanctórum', -lo más sagrado de lo sagrado- inmerso en la oscuridad de los grandes templos; en lo más recóndito de los acontecimientos, y en lo más desconocido del ser humano, donde la compañía, la buena compañía, no puede acompañar, pues nadie más cabe en ese estado anímico, espiritual o de conciencia, donde la cambiante y feraz verdad nos hace suyos. Individualmente. En ese lugar, desconocido para el mundo, donde las cosas se muestran y revelan únicamente ante nuestra mirada, aparece el Dios de cada uno o se desvelan los acontecimientos. Y ahí, en la soledad de estos, durante la convalecencia que he padecido por Covid, ha surgido, sin ser nombrada ni convocada, una decidida y casi imperceptible intención, tierna, calma, afanada en ser, que, involucrando incógnitas y saberes, ha sucedido sutil, inaprensible e indeleble, bella como una luna de madrugada que solo dos ojos ven. El corazón de lo indeseado guardaba, ocultaba, una suavidad que sabía dónde iba; una forma delicada, íntima, de relación con las cosas que no dejo de mirar. Que no quiero perder. Que quisiera conservar. Si pudiera. Si supiera.

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