Hace muchos años, una mujer -Mari Carmen Lorente, del PSOE- se subió, «por sus ovarios», a una carroza del Entierro de la Sardina -esa fiesta etílica, como el Bando de la Huerta, que se celebra en la ciudad de Murcia-. Contaba Chimo Cruz, que en paz descanse, que retó a los miembros de la Agrupación Sardinera diciendo, no me dejáis porque soy mujer. Pues también soy concejal, pijo, y esta es la carroza de los concejales. Esta fue la primera vez que salió, en los años 80 del siglo pasado, una mujer a repartir juguetes en una carroza y cuarenta años más tarde seguimos con el mismo debate y cabe preguntarse los motivos.
Aunque este festejo posee un origen decimonónico que apela a una tradición continuada, su reinvención en los años sesenta del siglo XX, con la formalización de la Junta Central Sardinera luego transformada en Agrupación Sardinera, es de ayer como quien dice. De hecho, puede entenderse como la cristalización explícita de un mundo de contactos cerrado que resulta fascinante desde un enfoque sociológico y antropológico, porque en él, como en tantas otras cosas, las relaciones se heredan y la pertenencia también. Siguiendo a Bourdieu, podríamos afirmar que aquí el capital relacional, el capital simbólico y el económico van de la mano. La lógica de la inclusión —quién puede ser aceptado y quién permanece fuera— obedece a una forma de construir región y sociedad, y nos dice mucho de cómo somos, por eso creo que merece un estudio también histórico.
Si atendemos a los procesos rituales definidos por Víctor Turner, antropólogo escocés, observamos que en todos estos grupos existe una fase liminal. Esta fase supone un estado intermedio obligatorio de acercamiento, en el que el candidato a la pertenencia aún no es plenamente aceptado, antes de que los miembros consolidados voten su incorporación definitiva, al parecer casi por unanimidad. En este sentido, los grupos surgidos muestran una tendencia notable: más allá de la diversidad ideológica que puedan exhibir, preservan un fuerte sentimiento de cohesión. La pertenencia garantiza un acceso a redes sociales densas, que atraviesan y estructuran buena parte de la sociedad murciana. Este marco de análisis es fundamental para entender cómo estos grupos no solo construyen una identidad propia, sino que también reflejan y reproducen estructuras sociales más amplias, todo ello bajo la dirección vigilante de una Agrupación empeñada en que el “espíritu” de 1960 permanezca, aunque la estética sí pueda cambiar.
Por eso, no pude evitar reírme cuando Pablo Ruiz Palacios, actual presidente de la Agrupación, aseguró que en este colectivo «no existe ningún temor ante la incorporación de la mujer», puesto que «en los estatutos en ningún momento discriminan a nadie por su condición». El aprendizaje antropológico —o la antropología del derecho— nos recuerda que, más allá de los textos legales, perviven las costumbres. Y estas, profundamente arraigadas, resisten los cambios superficiales. No olvidemos que la prohibición expresa de que las mujeres participasen no se eliminó de los estatutos hasta 2010 —y no sin cierta rebelión interna entre los sardineros—. El orden ritual no depende únicamente de normas explícitas, sino de prácticas invisibles, heredadas, eficaces y persistentes, pero supongo que señalar estas cosas no está bien visto.
Hoy en día, las mujeres participan en la fiesta —algunas fueron doñas sardinas en la lectura del testamento, aunque conviene señalar que la última, nacida en Barcelona y de Madriz, leyó un testamento redactado por la actual corporación municipal para criticar, de manera algo anacrónica, a la anterior, que ni siquiera gobierna ya, como si no hubieran pasado dos años—, otras desde agrupaciones periféricas vinculadas al festejo. Sin embargo, sigue sin existir un grupo festero propiamente femenino capaz de sacar su propia carroza. ¿Por qué? No sabemos si por falta de ganas, de recursos económicos o de ambas cosas.
Tomando las palabras del propio presidente, si algún día las mujeres quisieran, solo tendrían que crear un grupo sardinero y anunciarlo en los medios. Sería interesante ver el resultado. Sin embargo, aun teniendo en cuenta esa posibilidad, la pregunta clave es: ¿de verdad quieren participar bajo las reglas actuales? Porque, seamos sinceros: el Entierro de la Sardina no es una fiesta única, sino dos revueltas: una es una celebración etílica popular, sin barreras sociales, y la otra, una procesión interna, cerrada, donde los que reparten juguetes (como si repartieran caramelos en un desfile) representan una pertenencia que no es ni espontánea ni inocente y que daría para hacer redes y prosopografías. Si alguien tiene ganas de hacer un TFG o TFM, aquí tiene trabajo. Yo ya soy mayor, pero estoy seguro de que los historiadores del futuro o quizás los del presente porque la historia de las fiestas es quién sale, los motivos y los problemas aparejados y desaparecidos, como el de las sillas. Para todos los demás, la verdadera cuestión es: ¿en qué fiesta quieres salir o cómo te gustarían que fuesen?
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