Dado que el miedo es libre, como comúnmente se admite, su control queda a expensas de la responsabilidad, sensatez o frialdad de quien lo siente. Que ahora somos prácticamente todos los susceptibles de infectarnos con el coronavirus. A diferencia del miedo, sin embargo, tenemos más que suficientes pruebas de que, cuando escasea cualquiera de esas tres armas, la estupidez es incontrolable.
Hemos visto ya una de las mayores muestras de insensatez palmaria desde el reciente inicio de la pandemia de cuyo nombre no quiero acordarme. Efectivamente, se trata del anciano que viajó en tren al Mar Menor desde Madrid con su pareja y con síntomas de COVID-19, pasándose por el arco del triunfo la recomendación médica de aislarse en Madrid. Ahorro detalles. Solo queda esperar que salga con el bien que sea posible de esta.
Fue uno más de los miles de casos de huidas de la capital hacia las costas y montañas como innumerables pruebas de que, sin sensatez, responsabilidad o frialdad, la estupidez se convierte en incontrolable y puede causar daños y problemas directa o indirectamente a lo que más conviene mantener en buen funcionamiento aquí y ahora: la atención médica.
Así, habría que replantear el uso y abuso que algunos hacen, hacemos o hemos hecho en alguna ocasión, solos o en compañía de otros, de ese sistema sanitario público que, a pesar de todos los recortes y desprecios a que fue sometido por los sucesivos gobiernos del PP en toda España ––autonómicos, también––, sigue mal que bien funcionando y dando servicio a todos: los que no pueden pagarse otro privado... y a los que pueden, si así lo desean.
Hay quien piensa, como algunos estamos tentados a pensar también, que a quienes perjudican esa estructura que pagamos todos, la usemos o no, debería pasárseles factura de una u otra manera del mal uso que de ella hacen. Cierto es que, como en el que caso por el que empezamos, la realidad se encarga de dejarles la cuenta bien a la vista, en la mesilla de noche.
No lo es menos que quizá el sistema tendría que reconvenirles como más duele de alguna manera, de la misma forma que, hoy mismo y por ejemplo, ya se ven en la red fotos de policías locales denunciando a un ciclista que aprovechó las carreteras desiertas para ejercitarse.
Vienen a la cabeza también las peticiones aisladas que hubo en su momento para penalizar a los fumadores empedernidos o compulsivos, habida cuenta del innegable coste extra que pueden ocasionar a ese sistema cuyo buen funcionamiento es tan importante de preservar por la salud de todos. En este caso, se auguraban antes de esta crisis más incrementos de impuestos a las cajetillas con calavera de muerte para compensar gasto, imagino. Pero los estancos permanecerán abiertos los inicialmente quince días de reclusión forzosa general. Libertad y beneficio individual frente a libertad y beneficio colectivo. Cada uno elija.
A imitación de lo ocurrido en Italia, que parece ser nuestro espejo anticipador, hubo convocatoria de agradecimiento a la solidaridad y al trabajo que demuestran los trabajadores de la sanidad. Pública y privada: en ese nivel laboral no hay distingos.
Ahora bien, ¿de qué sirve aplaudir desde balcones y ventanas a las diez de la noche a los sanitarios, con toque de la Marcha Real incluido, también al mediodía, si a las nueve y media de la mañana engrosamos la manada de cientos de ansiosos que se apelotonan para entrar en tromba en los supermercados y acaparar lo que haya?
A lo mejor, los que forman la turba que se abalanza sobre estanterías de alimentos y de papel higiénico, acaparan mascarillas y litros y litros de desinfectante manual son distintos de los que ovacionaban desde sus viviendas en una especie de brindis a la luna menguante. Aunque se hace difícil pensar que en esto no hay transversalidad.
Si los huidos a la costa han multiplicados los casos de coronavirus en las provincias de destino, debemos estar seguros de que la histeria colectiva para acaparar alimentos y papel higiénico no contribuye precisamente a la contención que se pretende de la enfermedad.
La jornada de aislamiento se consume así entre la cola y los apelotonamientos en los supermercados; las múltiples llamadas al 112, al 091 o al 092 colapsando las líneas; el paseo al solecico en compañía de los más próximos y/o del perro antes de comer para sustituir el aperitivo del día festivo, en caso de que el bar de la esquina esté cerrado (cosa que no pasa en alguna que otra pedanía); tras la comida y siesta, el envío de bulos sin ton ni son, simultaneado con la contemplación de algún programa de lavado y enjuagado cerebral de esos tan abundantes en las tardes que preceden al telediario...
Y a las diez de la noche, a aplaudir como energúmenos tarareando los balbuceos incoherentes que sustituyen a una letra inexistente de la Marcha Real que tenemos como himno estatal, para intentar que se nos pase el miedo pero no la estupidez. Vale.
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