La geopolítica ya se movía en dirección favorable a Asia. La industrialización de muchos de los países de este continente, no sólo China, los había convertido en los productores del mundo. Oriente ha jugado bien las cartas que Occidente puso encima de la mesa cuando apostó por la globalización. Ha empezado nuestro declive dentro de ese movimiento pendular de la Historia que deja caer imperios y hace emerger otros. De hecho, nos cuesta competir en la partida que nosotros mismos hemos organizado.
El coronavirus, por otro lado, ha actuado como un acelerador de partículas que ha acentuado estos movimientos de tierras. Además de otras cuestiones, como un mayor control de la población, Asia nos lleva ventaja por la experiencia adquirida en pandemias previas como el SARS en 2002.
Así que Europa, con una Unión Europea que en la crisis de 2008 no estuvo a la altura de las circunstancias, ahora trata de reaccionar ante la debacle que está ocasionando y ocasionará la pandemia. Si, además, acercamos la lupa a España, el paisaje se torna aún más desolador. Tanto en la primera como en la segunda ola, nuestro país ha sido de los más afectados por la COVID tanto en Europa como en el mundo. Si con la crisis de 2008 se vio que nuestra economía del ladrillo tenía los pies de barro, ahora con la respuesta a este virus se ha mostrado que a nuestro Estado le pasa más de lo mismo: la Sanidad y la Educación se han quedado bajo mínimos tras los recortes de entonces.
Nos vendieron una transición ejemplar, modélica; una transición que asumió muchísimas estructuras franquistas y que no fue capaz de conseguir una verdadera reconciliación nacional con el reconocimiento y el perdón de los crímenes cometidos durante la guerra civil y la posterior dictadura. El Pacto del Olvido -la Ley de Amnistía Española de 1977- en realidad ha actuado como una venda en la cara que nos ha dificultado respirar en compañía.
Tampoco la configuración del estado de las autonomías tuvo el diseño perfecto que pensábamos, ‘el café para todos’, como quedó demostrado con el procés catalán y ahora con el sindiós pandémico madrileño. Las tensiones ideológicas se anteponen a una solución común y negociada a una crisis sanitaria de enorme calibre. De alguna manera, siento -me imagino que como otros- que me vendieron una película de una Europa y de un país que se integró plenamente en ella que empieza a perder el color y en la que se difuminan incluso algunos de los personajes. La monarquía parlamentaria está perdiendo brillo.
Si nos vamos a la esquinita sureste de la piel de toro nos encontramos con una comunidad autónoma, la Región de Murcia, en la que se ha construido sin ton ni son, que quería atraer a tantos turistas como murcianos en un territorio pequeño y que, en el afán de producir lechugas y tomates, ha vertido muchos tóxicos a nuestra laguna. Todo ello hecho con gran opacidad: la construcción de macroestructuras innecesarias, la distribución del agua para regar las lechugas y las urbanizaciones para los turistas que no van a venir.
El FMI calcula que este año España reducirá un 12,8% su PIB. Ha señalado al país como la gran economía global más afectada por la pandemia del coronavirus. Vienen tiempos difíciles. En nuestro rincón del Sureste, seguramente más.
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