Llegábanme, casi en tiempo real y como a todo el mundo, las noticias del asalto al Pleno de Lorca por una turba desalmada, con los gritos y amenazas tan escuchadas y bien conocidas en esta tierra pecadora desde hace años, y me dije: ¡claro! Porque el espectáculo me era tan familiar que paré en seco mi pasmado mecer y su telúrico runrún, para mejor enumerar los episodios de violencia a la murciana que bullían en mi mente: y me encontré con que, tan lejos en el tiempo como 43 años atrás, ¡ya había sufrido yo uno de ellos!
Recordé, en efecto, aquella tarde de abril de 1979 cuando, dando una charla con mi amigo Paco Blázquez en Águilas sobre 'El puerto deportivo y la situación de nuestro litoral', en la pista municipal de baile al aire libre, junto al mar, me vi interrumpido por un grupo de asistentes que gritaba, me insultaba y me amenazaba. Eran gente de la mar, que venían siendo cortejados por el Club Náutico, promotor del puerto deportivo (al que nos oponíamos por pretender instalarse en la playa urbana de Levante, y que además se saltaba la Ley del Suelo y la de Costas), con la promesa de que sus barcos podrían atracar en los nuevos muelles, tratando así de neutralizar la oposición de un sector que hubiera podido frenar en seco la aborrecida instalación, pero que se dejó engatusar por esas mentiras.
Del tumulto y el agobio, el grito de guerra que mejor recuerdo era “al agua con él”, que es el equivalente mediterráneo del muy celtibérico “al pilón”, utilizado por siglos en la España interior, e igualmente expeditivo. Me defendieron mis amigos, que también me informaron de que esos exaltados, visiblemente alterados por el alcohol, habían sido vistos en un bar cercano junto a dos miembros de la directiva del Club, de lo que dedujimos que habían sido “calentados” para boicotear el acto. La continuación fue calamitosa para mí (no para los bronquistas o los manipuladores) ya que, con la ingenuidad de mis 31 años, me atreví a esperar de la justicia que actuara contra la agresión, procediendo a denunciar como instigadores a esos directivos; lo que acabó volviéndose contra mí, ya que aquellos a los que señalé pudieron acusarme por “denuncia falsa”, lo que recuerdo muy bien que deleitó a ciertos miembros del poder judicial en Águilas y Lorca, que no encontraron pruebas fehacientes de mi denuncia. Pero aquel episodio tuvo para mí una enseñanza impagable a consecuencia del cara a cara que tuve con el fiscal de Lorca, José Martínez Blanco, que tras mi declaración tuvo a bien pedir, con éxito, mi procesamiento, lo que llevé con un temple impropio de mi inexperiencia (Cuando 32 años después, el Tribunal Supremo me libró -con nota: la sentencia es preciosa- de la segunda y más grave acometida con que me distinguió ese mismo fiscal por un motivo que es cosa para contar en otro momento, mi satisfacción fue tan inmensa como legítima).
También recordé cuando, en 1992, otra turba, constituida esta vez de trabajadores de los astilleros cartageneros de la Bazán, incendió la sede de la Asamblea Regional de resultas de su cabreo por la reestructuración de la plantilla. No mucho tiempo después, otra turba, surgida de entre los agricultores de la Marina de Cope, agredieron al concejal aguileño de IU, Antonio del Campo, cabreados por la declaración del Parque Natural en esa zona, que consideraban lesiva para sus intereses. Uno de los participantes en aquel tumulto, el distinguido miembro de ASAJA José Martínez, se me ha encarado más de una vez en los años siguientes, siempre con ocasión de algún acto en defensa ambiental de la Marina, pero siempre con su coro de vociferantes (mi ínclito Pepe, que se sabe más bajito que yo, se muestra más cauto de tú a tú).
Total, que lo de Lorca se inscribe en una acrisolada tradición murciana -siempre que una turba vociferante, lo cree conveniente- de tirar por la calle de en medio y arramblar con lo que se ponga por delante, siempre con floreado acompañamiento de insultos, amenazas y, si hace al caso, agresiones.
A esta violencia ha contribuido -a más de la ignorancia manipulada, la codicia del beneficio rápido y la prepotencia de los instigadores- la tolerancia de las fuerzas del orden y la impasibilidad de la Fiscalía, que con su actitud han ido dando pábulo a la generalización de un estilo que hace mucho tiempo ha inundado, con marea creciente, el agro murciano: la intimidación y la amenaza con que se acompaña a la violación sistemática de leyes y normativas, tratando de encubrirlas, adquiriendo cada día mayor fuerza por la impunidad con que campean.
Así que esto es lo primero a destacar del bochorno que la mayoría de los murcianos hemos sentido con esta última movida y con las anteriores y futuras: que quienes tienen que frenar y castigar esta violencia, cuyo grado aumenta y su extensión inquieta, se comportan, en alto grado, con miedo o indiferencia, y esto no es aceptable.
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