De la igualdad declarada a la igualdad vivida
La igualdad se ha convertido en un término omnipresente en el discurso público y académico, pero no siempre en una práctica real. En demasiadas ocasiones, se queda en el plano declarativo, desprovista de la capacidad transformadora que debería caracterizarla. Como advierte la UNESCO (2021), los compromisos formales en materia de equidad solo adquieren sentido cuando se traducen en políticas y acciones que modifican estructuras y mentalidades.
En el ámbito universitario, la igualdad no puede ser un apéndice normativo, sino un principio articulador del conocimiento y la convivencia. Repensar la igualdad exige observarla en su complejidad, incorporando una mirada interseccional que reconozca cómo género, clase, edad, origen, discapacidad o identidad cultural se entrecruzan para generar desigualdades específicas. No basta con “añadir mujeres” o “visibilizar minorías”; se trata de revisar el propio modelo de universidad y las formas en que este puede reproducir o desafiar las jerarquías sociales. En este sentido, la interseccionalidad se convierte en una herramienta ética y metodológica para construir instituciones más justas y espacios académicos más humanos.
La universidad como espejo y agente de cambio
La universidad refleja las tensiones de la sociedad: precariedad, desigualdad, brechas digitales, crisis de cuidados. Pero también puede ser un laboratorio de innovación social, capaz de generar soluciones colectivas. Las aulas, los laboratorios y las cátedras pueden convertirse en espacios donde experimentar nuevas formas de igualdad, donde la ciencia, la pedagogía y la gestión pública dialoguen con la ciudadanía.
En este contexto, la innovación social no se reduce a la invención tecnológica; es la capacidad de crear respuestas colaborativas ante desafíos sociales complejos. Aplicada a la igualdad, significa diseñar políticas, proyectos y relaciones que transformen la cultura institucional desde dentro. Innovar socialmente es preguntarse cómo queremos vivir y aprender juntos.
Interseccionalidad: comprender para transformar
El concepto de interseccionalidad, desarrollado por Kimberlé Crenshaw (1989), nos recuerda que las desigualdades no operan de forma aislada, sino entrelazadas, generando experiencias singulares de exclusión y resistencia. Desde la pedagogía inclusiva, la sociología crítica o la economía social (Ainscow y Booth, 2002; Fraser, 2008), la igualdad se entiende como un proceso dinámico que se construye colectivamente.
La perspectiva interseccional permite visibilizar las desigualdades ocultas en la aparente neutralidad de las instituciones. No es lo mismo ser una estudiante migrante que una profesora sénior, ni enfrentarse a la brecha digital desde la discapacidad que desde la edad. Reconocer estas diferencias no fragmenta la igualdad, la fortalece. Además, conecta con la innovación social en su raíz: ambas proponen repensar los modelos de relación y poder. Una universidad que incorpora esta mirada se compromete a revisar sus mecanismos de acceso, representación y reconocimiento, y a generar entornos donde las diversidades no sean una excepción, sino el punto de partida.
Igualdad en acción: el caso de la Universidad de Murcia
El III Plan de Igualdad entre Mujeres y Hombres de la Universidad de Murcia (2021–2025) avanza hacia un modelo interseccional al reconocer la diversidad de situaciones y promover medidas de corresponsabilidad, conciliación y participación real. No se limita a cumplir una normativa, sino que asume la igualdad como un eje transversal de innovación institucional.
El diagnóstico previo al plan mostró desigualdades persistentes en la carrera académica, la participación en órganos de gobierno y el acceso a puestos de responsabilidad. Frente a ello, el plan apuesta por indicadores de seguimiento, formación en igualdad y la creación de redes de apoyo entre investigadoras, estudiantes y personal técnico. Además, integra la perspectiva de discapacidad y diversidad sexual, reforzando su compromiso con una comunidad universitaria inclusiva.
Esta experiencia demuestra que la igualdad no es una política sectorial, sino una estrategia de transformación cultural. En la medida en que las universidades asumen su papel como agentes de cambio, contribuyen a reconfigurar la sociedad en su conjunto. Su misión ya no es solo formar profesionales, sino ciudadanía crítica y corresponsable.
Innovar para cuidar: hacia una cultura universitaria inclusiva
La igualdad se sostiene en el reconocimiento y el cuidado. Las universidades están llamadas a construir entornos saludables donde las personas puedan aprender, enseñar y trabajar con dignidad. Esto implica revisar la organización de los tiempos, las expectativas de productividad y las relaciones jerárquicas que atraviesan la vida académica. Innovar socialmente también es cuidar, generar estructuras que sostengan la diversidad sin convertirla en un esfuerzo individual.
En este sentido, las redes de apoyo entre mujeres investigadoras, las mentorías intergeneracionales o los programas de acompañamiento a estudiantes con discapacidad representan prácticas transformadoras. También lo son los proyectos de colaboración con entidades sociales, las cátedras de innovación o las experiencias de aprendizaje-servicio que vinculan la universidad con su entorno.
Hacia una igualdad viva
Cuando la igualdad nos atraviesa, deja de ser un principio abstracto para convertirse en experiencia. Nos interpela, nos transforma, nos obliga a mirar la universidad y nuestras propias prácticas con otros ojos. Aceptar esa mirada es el primer paso para construir instituciones verdaderamente justas. Aceptar que la igualdad atraviesa la universidad significa entenderla como un principio constitutivo y no negociable, capaz de transformar sus estructuras, prácticas y valores.
En última instancia, la universidad que se deja atravesar por la igualdad no solo cumple con la normativa, sino que se convierte en un auténtico motor de cambio social. Una universidad que, al apostar por la igualdad, redefine su propia misión y devuelve a la sociedad algo más que conocimiento: devuelve justicia, inclusión y futuro compartido.
Como recordó Paulo Freire (1970), “nadie libera a nadie, ni nadie se libera solo: las personas se liberan en comunión”. La igualdad, entonces, no es un destino ni una meta, sino un camino compartido hacia una universidad que aprenda de su diversidad y la convierta en motor de justicia social.