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Libertades con cuernos

José Daniel Espejo

Pardiez que es bonica, la palabra. Libertad. Huele a último día de clase (o de condena), a primer piso de estudiantes, a bañarse desnudo en el mar, de madrugada con alguien. A vacaciones. A cambiar de curro. A despedir al dictador. Va incluida, en esa inundación de positividad, la misma expectación que la anticipa. Nos gusta. Nos gusta mucho, a los de nuestra especie, la libertad. Desde que existen las sociedades, existe el terrible castigo de su privación, pero también el anhelo por ganárnosla. Para conseguirlo somos capaces de casi cualquier cosa: ir a la guerra contra un invasor externo, o revolvernos contra el opresor interno, y la pugna por construir modelos de convivencia que amplíen y garanticen nuestras libertades es tan vieja y constante (o más) como la democracia ateniense.

Me ha quedado un párrafo muy bonico, pero también es verdad que, en paralelo a esta constante humana emancipatoria, la Historia muestra la presencia, asimismo, de una tendencia a apropiarnos de las libertades de los demás, en beneficio propio. Desde el esclavismo hasta el colonialismo (incluyendo sus versiones neo-), pasando por el patriarcado, el suprematismo, el totalitarismo, los sistemas de castas, estamentos y clases o el eurocentrismo, el homo sapiens también es homo reprimentibus. “Lo único seguro” -decía Gramsci- “es el conflicto”. Los cantos de sirena neoliberales sobre un fin de la historia en torno al cambio de siglo han caído por su propio peso, o más bien se han elevado flotando hacia la estratosfera, debido a su carencia del mismo.

Casi tan seguro como el conflicto, sin embargo -y perdona el matiz, querido Antonio-, es el márketing. Bajo el capitalismo tardío, cualquier mercancía superflua se comercializa asociándola al sexo (da igual lo que sea, desde un desodorante hasta un monovolumen), y cualquier partido, política o propuesta neoliberal, calzándolos -a puñetazos- en la idea de libertad. La relación entre todo esto es la misma que se da entre la velocidad y el tocino, pero ey, vende. La gente lo compra. Pero reconocedme que no es barata, toda esa inversión en márketing. ¿Para qué tanto márketing, si tenemos en cuenta que la competencia no tiene un duro, y apenas se anuncia en otro sitio que en las paretas de los barrios malos?

Casi tan segura como el márketing, además, es la insatisfacción. Pasada la emoción de la compra, desempaquetado y posesión, tu flamante nuevo artículo random no te proporciona ni un 1% de todo ese sexo que se le prometió a tu subconsciente. Tu nuevo partido neoliberal no te libera ni de la cuota de autónomo (que -ahí lo cuelo por si no os había llegado- volvió a subir este verano). Todo esto te deja con hambre, claro. De más sexo. De más libertad. Y ahí está la propaganda. Reinventando. Reciclando. Subiendo de tono. Ahora sí que sí. Con el nuevo jarabe antitusivo Empotratil 500, esta noche estás listo pá follarte a seis. Si nos vuelves a votar, te vamos a dar tanta libertad que el IRPF va a pasar a llamarse MDMA. Etecé etecé.

Libertad. A veces da pena, cómo la usan, con lo hermosa palabra que es. Tras el 11-S, Bush denominó a la invasión de Afganistán Operación Libertad Duradera (después de 16 años de fracasos y con el país casi completamente bajo control talibán, caemos en la cuenta de que lo de duradera no iba por la libertad, sino por la operación). Un par de años más tarde, y ante la oposición de Francia a la siguiente invasión de la lista, esto es la de Irak, un congresista estadounidense le cambió el nombre a las patatas fritas, que como sabéis se llaman french fries en inglés. En serio. ¿Y cómo les puso? Pues pijo, adivina: patatas de la libertad. Patatas. De. La. Libertad. De verdad. Y lo rojo no es ketchup. En fin. La publi sigue, claro. El pasado abril, Trump decidió lanzar la hipermegasuperbomba no nuclear más gorda que tenía sobre -cómo no-, Afganistán. Si no tenéis nada en el estómago susceptible de salir inoportunamente, podéis ver aquí cómo la cadena FOX abre su programa de debate ‘Fox and Friends’ con musiquilla patriótica (con bien de freedom y de liberty) sobre las imágenes de la bomba, y a continuación una periodista (o argo) dice “Aunque el vídeo está en blanco y negro, ése es el aspecto que tiene la libertad, el rojo, azul y blanco” (sick).

No sé, es como muy loco todo, ¿no? Estos yanquis siempre tan yonquis, de la libertad. La quieren sin cortar. Quieren su amnistía fiscal y su invasión diaria, el papel de plata ya lo ponen ellos, y no es para el río del belén. Meh. Qué gente rara. Eso aquí no pasa. Aquí de libertad solo habla Perales. O bueno, tal vez solo la puntita, cuando hay que recortar la educación pública y subvencionar la privada. No estamos tan mal. ¿Propaganda patriótica llamando libertad a todo lo contrario? Quita, quita. ¿Para legitimar la represión violenta contra los catalanes o el encarcelamiento de presos políticos como los Jordis? ¿Pero tú estás gagá? Vete a Venez… vete por ahí, rojeras.

Ok, ya me voy yendo. Pero antes os voy a hacer un pequeño copiapega. Se trata de un artículo (o argo) de Emilia Landaluce llamado (en serio) Hasta la cabra de la Legión huele a libertad (sick). Y en él se dice, se comenta:

“En las sociedades libres solo desfilan los ejércitos (y los modelos). Mal asunto cuando se hace desfilar a un "pueblo". Hoy en Madrid, el Ejército desfilaba delante de los ciudadanos, cuyas libertades (y otras tantas cosas) protegen. Este año, Defensa había ampliado el recorrido del desfile del día de la Hispanidad. El momento es el más propicio. No hay edificio en Madrid que no tenga tres o cuatro banderas españolas. Ahora es el independentismo (y la primavera mustia de Podemos) lo que huele a cuarto cerrado.

Al madrileño le gusta echarse a la calle; al español le gusta echarse a Madrid en los días de fiesta. Sobre todo cuando el tiempo acompaña y se puede respirar la libertad. Y el estado de Bienestar. "Venimos con los niños. Primero vemos el desfile -es que quieren ver los tanques- y luego nos vamos a comer por ahí", comenta dos matrimonios amigos venidos de Villacañas (Toledo). Y por la noche los adultos, a tomar una copilla. "Eso, eso. ¿Habanera está bien?". Por esto también hay que dar vivas a España.”.



Ay, perdón. Os tenía que haber avisado de lo de que si teníais algo en el estómago susceptible de etc etc. Me voy a ir. Pero, antes, mi yo lingüista tiene que decir un par de cosas. Cosas de lingüistas. Al grano: que la polisemia, que es la diversidad de significados que puede tener un significante dado, tiene un límite. Que puedes llamar casa a un adosado en Torremolinos, a un minipiso en el Polígano o incluso a una caravana, pero no a la parte de debajo de un puente. Llamar casa a la parte de debajo de un puente, o libertad a una bomba o desfile militar, no va a colar. Nadie le va a firmar esa hipoteca, don Antónimo. Dice Wittgenstein que los límites del lenguaje lo son del mundo. Si los rompemos, corremos el riesgo de irnos flotando estratosfera arriba, tal vez llegar a un lugar sin peso en que compramos sexo con la esperanza de conseguir así un jarabe para la tos, y la cabra de la Legión lidera un partido de éxito, y ¿sabéis que yo era publicista y escribía en los periódicos? Sí, don Antónimo, sí, pero tómese la medicación.

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