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'Yo soy el monstruo que os habla'. Un comentario

Paul B. Preciado

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El 17 de noviembre de 2019, Paul B. Preciado presentó ante 3500 psicoanalistas reunidos para las jornadas internacionales de l´École de la Cause Freudienne en París un alegato de la causa transgénero cuya traducción al castellano ha sido publicada con el título “Yo soy el monstruo que os habla” por la editorial Anagrama. Este alegato invoca una respuesta por parte de los psicoanalistas y de la sociedad en general. Sin entrar a analizar la causa transgénero sobre la que ignoro muchas cosas y que ya abordé parcialmente en otro lugar, quisiera recoger el guante que lanza el autor y valorar sus argumentos.

El autor describe un encomiable esfuerzo de construcción subjetiva. En sus propias palabras, trata de “fabricar la libertad”. Me parece un proyecto muy meritorio, especialmente considerando lo difícil de la empresa en un entorno donde el consumismo y la conformidad aplastan los proyectos de subjetivación.

A la manera de un adolescente, parece construir su discurso subjetivante en oposición a un enemigo. Inicialmente este enemigo es el mundo “blanquito y burgués” del que yo formo parte, pero posteriormente parece inventar al oponente describiendo referentes hostiles que yo no logro reconocer. Por citar algunos ejemplos, en la página 19 dice que “ni medicina, ni ley ni psicoanálisis reconocen el derecho a la palabra” cuando ni medicina ni ley se oponen de entrada a la libertad de expresión y el psicoanálisis trata activamente de promocionar el discurso subjetivo. En la página 37 habla de una especie de complot de los varones que orinarían deliberadamente fuera de los urinarios para crear un entorno pestilente que ahuyente a las mujeres, algo que tampoco concuerda con mi experiencia. En la página 45 considera que la psicología y el psicoanálisis normativos están aterrados por la revolución inherente a todo proceso de transición y buscan neutralizar su potencia, cuando el psicoanálisis que yo conozco trata de entender la subjetividad detrás de cualquier proceso humano y, aunque exprese preocupación por determinados fenómenos sugestivos de patología, no tiene una agenda política orientada a neutralizar nada.

Dejando al margen su búsqueda del enfrentamiento contra enemigos, reales o inventados, establece unas leyes fundamentales sobre las que construir su proyecto de construcción personal en un valioso ejercicio de sistematización que permite valorar sus logros. Expone estas leyes a partir de la página 41: “abolir el terror a no ser normal” y “negarme a mí mismo toda simplificación”. La primera me parece admirable, incluso si en realidad no aboliese el terror sino que viviese con él mientras trata de construirse más allá de los criterios sociales de normalidad. La segunda, también valiente, me resulta más complicada. En el mundo cuerdo que describe la lógica de Aristóteles pensamos simplificando. Consideramos que una cosa no es contraria a sí misma y usamos un lenguaje cuyos conceptos incluyen o excluyen a partir de un límite. El sueño, el surrealismo y la locura transcienden en algunos aspectos estas simplificaciones, pero a cambio de restricciones aún mayores, por lo que yo no los propondría como bases para el discurso social. Otra cosa es que dijese que va a intentar evitar sobresimplificar y abrirse a la complejidad de las cosas, pero no es eso lo que dice.

En realidad, el discurso del autor está lleno de simplificaciones: fusiona la causa transgénero con la lucha contra la opresión patriarcal a la mujer o colapsa realidades grupales e individuales, como cuando afirma que “las mujeres son violadas por los hombres”. Entiendo más correcto decir que algunas mujeres son violadas por algunos hombres, constituyendo un error lógico universalizar la afirmación e incluir en ella a todos los individuos (y este es el mismo error lógico en el que se fundamenta el racismo). A partir de este error lógico rechaza la identidad de mujer (pues automáticamente supone ser agredida) y la de hombre (pues supone ser agresor). Esta sobresimplificación le lleva a rechazar el marco simbólico binario de nuestra cultura y “escapar” por una tangente para autodefinirse como “cuerpo vivo de género no binario”. Lo que podría ser una ocurrencia fértil, capaz de refundar los cimientos de la cultura en clave no binaria si se fundamentase sólidamente con argumentos, se queda en una ocurrencia absurda si niega la lógica y la realidad.

El cuerpo no tiene género, tiene sexo, y el sexo, biológico, es binario. Existen excepciones en los estados intersexuales que la medicina considera patológicos dado que interfieren en la función biológica del sexo, pero esto no cambia la naturaleza binaria del sexo a pesar de los argumentos del autor. Al sujeto se le atribuye un género, cultural, en función de su sexo. La relación biunívoca entre sexo y género de nuestra cultura podría flexibilizarse. De hecho, otras culturas plantean otras alternativas, pero oponerse a la dicotomía hombre-mujer en lo biológico como hace el autor en la página 16, como toda negación de la realidad, se opone a la cordura.

Con otra sobresimplificación se escapa de la complejidad que supone ser individuo en un contexto social y establece una falsa dicotomía entre individualidad desocializada y dilución en lo colectivo. Así, en la página 22 dice que “para ser reconocido de verdad como un hombre yo debería callarme y fundirme en el magma naturalizado de la masculinidad”.

Entiendo que el proyecto del autor de construir un discurso con el que construir una identidad coherente que escape de las categorías sociales de una sociedad binaria no termina de cuajar, hundiéndose entre ataques a molinos de viento, contradicciones, sobresimplificaciones y colisiones con la realidad biológica. Con todo, como lector agradezco el coraje que supone un proyecto de construcción subjetiva radical basado en argumentos, y con un cierto trabajo de sistematización. En este mundo de zombies consumistas hacen falta estos esfuerzos.

 

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