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Un país sin llaves, sobre todo para la juventud

Archivo | Manifestación contra la turistificación y por el derecho a la vivienda en València.

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Escribo este artículo mientras, en distintos puntos de España (Gran Canaria, Murcia o Valencia), se celebran foros dedicados a la vivienda, solemnes y bienintencionados en apariencia, pero en los que, casi sin que nadie lo advierta, o quizá precisamente porque todos lo advierten, se desvanecen las voces de quienes no logran acceder a ella o han sido expulsados de su propio techo. ¿Y desde qué prisma suelen abordarse estos encuentros? Predomina la mirada mercantil, mientras la perspectiva de los derechos humanos queda relegada al plano simbólico, útil para la fotografía oficial, pero estéril en la práctica. Siempre es la perspectiva.

Arendt advirtió que la vulneración radical de los derechos humanos comienza con la pérdida de un lugar en el mundo, con la expulsión del individuo de cualquier marco de pertenencia. La crisis de la vivienda en España ha vuelto esta reflexión inquietantemente tangible: para una parte creciente de la ciudadanía (juventud, en particular), el hogar se desvanece en un no-lugar, un territorio suspendido entre la incertidumbre jurídica y la precariedad económica. Antes de adentrarnos en esta problemática conviene recordar que Crematorio, de Rafael Chirbes, abrió una herida que aún supura: la de un país que convirtió el suelo en mercancía y la codicia en paisaje moral. Publicada en vísperas de la gran implosión inmobiliaria, aquella novela no solo retrató el auge desbocado del ladrillo; anticipó la resaca social que seguimos habitando, como si la ficción hubiera revelado antes que nadie el extravío de una época.

España ha perfeccionado un extraño arte: transformar lo necesario en privilegio. Ocurre con la vivienda, convertida en una suerte de espejismo colectivo. Está ahí: visible, omnipresente, elevada como tótem de estabilidad vital y, sin embargo, cuando uno se acerca, se disipa. No es por falta de ladrillos: más de tres millones de viviendas permanecen vacías (INE), configurando el extravagante espectáculo de un país lleno de casas deshabitadas y de jóvenes llenos de futuro, pero sin llaves que abrir.

La Constitución proclama en su artículo 47 que todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. La frase se invoca con la convicción casi mágica de que nombrar un derecho equivale a hacerlo existir, pero entre el enunciado constitucional y la vida cotidiana se abre un hiato profundo. Como las inscripciones solemnes que ornamentan ciertos edificios públicos, el principio ofrece una apariencia de dignidad mientras, detrás de la fachada, falta lo esencial. El derecho está formulado, aunque no garantizado; vive en el plano de la abstracción, pero se desvanece en la experiencia de quienes no pueden ejercerlo. No es un aislamiento español: el derecho a una vivienda adecuada fue reconocido como parte del derecho a un nivel de vida digno en el artículo 25 de la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948) y en el artículo 11.1 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (1966), y reafirmado después por otros tratados que han precisado sus elementos fundamentales, desde la protección del hogar hasta la garantía de la privacidad. ¿Para cuándo su real reconocimiento en España? ¿Nos encontramos en un caso de no pedir peras al olmo?

Lo advertía ya, en 2006 (precrisis) el Relator Especial de la ONU sobre vivienda: la normalización de la especulación en España, el encarecimiento vertiginoso de los precios y la insignificancia del parque público mostraban un país que proclamaba un derecho mientras practicaba, sin rubor, la rarefacción del acceso. Esa contradicción se ha vuelto más cruda con el paso de los años. Los jóvenes, convertidos retóricamente en depositarios del porvenir, permanecen en una adolescencia habitacional obligada: alquileres devoradores, contratos efímeros, y una dependencia familiar que se prolonga hasta edades que en otros países provocarían una crisis política inmediata.

A este paisaje se suma una forma de impotencia aprendida. En España, demasiadas decisiones sobre vivienda se toman lejos de quienes la necesitan: por bancos, fondos de inversión, promotores o ayuntamientos que entregan suelo público a intereses privados con la naturalidad de quien se deshace de un estorbo. La frase “así está el mercado” se convierte en coartada moral para justificar subidas de alquiler tan abruptas como arbitrarias. Los sorteos de vivienda pública operan, más que como una política social, como una lotería de Estado.

El trasfondo de esta anomalía tiene raíces más hondas, la hegemonía de dos formas de posesión de la tierra: la soberanía estatal y la propiedad mercantil. Ambas han contribuido a convertir la Tierra en un objeto de apropiación, antes que en una morada común. Cuestionar esa lógica exige repensar la vivienda no como un bien sometido al juego especulativo, sino como la expresión primera de un derecho más elemental: el de “tener un lugar en el mundo”, condición previa del resto de los derechos humanos.

De ahí la necesidad de avanzar desde una posesión excluyente hacia un usufructo compartido, que devuelva a la tierra su condición de bien común. La mercantilización del suelo no solo alimenta dinámicas de expulsión y precariedad; erosiona el vínculo comunitario, disuelve las raíces que permiten construir una vida digna y acelera un proceso de desarraigo que afecta especialmente a quienes carecen de poder adquisitivo. ¿Y cómo se habita la ciudad con ese no-lugar?: barrios gentrificados, periferias encarecidas, centros convertidos en parques temáticos turísticos. Una geografía donde el acceso a un hogar deja de ser un derecho y se transforma en un indicador de clase.

Dejar que la vivienda se convierta en un lujo es erosionar, poco a poco, el suelo mismo de la igualdad democrática, porque un derecho incumplido no es solo una falla jurídica, sino una desigualdad moral silenciosa. La vivienda (cuando es, especialmente, hogar) sostiene la vida y el arraigo, esa necesidad profunda que Simone Weil situó en el corazón humano. Por eso conviene invertir la pregunta dirigida a los jóvenes —“¿y tú para cuándo?”— y preguntarnos, más bien, para cuándo un país que trate la vivienda como punto de partida y no como premio; como un derecho realmente humano y no una cuestión mercantil sin humanidad. Un país donde los jóvenes no encuentran casa es, al final, un país que pierde futuro; y sin un lugar desde el que ejercitar los derechos, hasta la democracia corre el riesgo de volverse un no-lugar, propicio para que germinen los monstruos.

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