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El silencio

Enfermeras durante los aplausos diarios en el confinamiento.

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Las noches se hacen más largas. Los contagios, los hospitalizados, los muertos aumentan. La investigación corre para encontrar vacunas y tratamientos, pero no tanto como nos gustaría. 

Devi Sridhar, una profesora de Medicina Global de la Universidad de Edimburgo cuyos artículos solemos publicar, dice que debemos prepararnos para los cuatro meses más duros. Más allá de las esenciales políticas públicas eficaces, nos propone algunos remedios para sobrellevar los próximos meses: dar un paseo todos los días, abrir la ventana, cocinar, ver a amigos y familiares por videollamada o un ratito al aire libre con mascarillas (no, ni bares ni restaurantes ni reuniones en casa). Su mensaje es que hay que atravesar juntos lo más crudo del crudo invierno y que en primavera habrá mejores tests, más medicamentos, tal vez una vacuna. 

A diferencia de lo pasó al principio de la pandemia, en la mayoría del mundo los ciudadanos están perdiendo la paciencia. Por la falta de resultados y a menudo por el espectáculo de políticos que siguen sin entender cómo funciona una epidemia y cómo controlarla pese a que ahora sí hay datos suficientes para aplicar medidas concretas que reduzcan el virus al mínimo posible. Esas medidas las conocemos y han funcionado en otros países: cerrar todos los interiores de bares y restaurantes, cerrar gimnasios, discotecas, teatros y cines, animar a los ciudadanos a tener contacto estrecho sólo con quienes convivan, hacer test sin parar y rastrear los contactos, ofrecer espacios para las personas que deban aislarse y no tengan dónde hacerlo dentro de sus casas.

“Estamos en mitad de una crisis que es comparable a una guerra y nuestros líderes están tomando decisiones basadas en lo que les gustaría escuchar más que en lo que es verdad”, dijo esta semana Eric Rubin, director de la revista científica New England Journal of Medicine. Se refería a Trump y a algunos gobernadores de Estados Unidos, pero podría estar hablando de España. 

No es fácil conservar el “espíritu comunitario” danés o “samfundssind” (esa palabra que hemos descubierto esta semana gracias a Icíar Gutiérrez) cuando tienes un desastre de salud, desempleo y hambre que no ofrece tregua. Pero ni España ni Reino Unido ni Francia son regímenes autoritarios como China, y ese espíritu es más necesario que nunca para avanzar y que los ciudadanos entiendan y respeten las medidas no sólo por miedo a represalias.

Aquí es donde los gobiernos y los políticos tienen un papel decisivo. No es sencillo acertar con las medidas adecuadas, financiar mejor los servicios básicos o montar una red de testeo y rastreo eficaz. Al menos, debería ser mucho más fácil utilizar los símbolos del Estado y su presencia para proyectar unidad y valores positivos para salir adelante en medio de esta tragedia. 

Las imágenes importan en los momentos más negros de nuestra historia. Y no sólo para superar la pandemia y sus efectos. La imagen de Emmanuel Macron ante el féretro del profesor asesinado por un terrorista a las afueras de París es un buen ejemplo de qué hacer con los símbolos. Los colores de la bandera, el silencio o el lema de la revolución (libertad, igualdad, fraternidad) sirven para aliviar un poco el dolor y para transmitir firmeza y unidad.

Los símbolos de cualquier nación son a menudo vestigios del pasado lleno de sufrimiento, pero pueden utilizarse ahora para inspirar, para dar fuerza, para transmitir un sentido de misión común en este fragmentado mundo que se nos ha quedado todavía más pequeño. 

Las imágenes, los himnos y las banderas son insuficientes si no hay políticas detrás que resuelvan (o al menos intenten resolver) los problemas pero merece la pena utilizarlos. No para incitar al odio al vecino ni para romperle el tímpano sino para buscar el hilo que nos une en esta situación tan grave. A veces el silencio basta.

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