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¿Cesión o recuperación de soberanía en Europa? Una cuestión de enfoque

Fernando Luengo

Profesor de economía aplicada de la Universidad Complutense de Madrid y miembro de la Secretaría de Europa de Podemos —

El denominado “proyecto europeo” ha avanzado a partir de la tensión y del equilibrio entre las competencias que los gobiernos cedían a instituciones de ámbito supraestatal y las que permanecían bajo su tutela; el recorrido de las Comunidades Europeas y de la Unión Europea (UE) ha encarnado el avance de las primeras y el retroceso de las segundas; si bien es evidente que los estados han conservado parcelas sustanciales de autonomía tanto en la esfera política como económica.

La formación de la Unión Económica y Monetaria (UEM) situó el tema de la soberanía en el centro del debate europeo. Con la creación de la zona euro los gobiernos que decidieron formar parte de la misma renunciaron a parcelas sustanciales de soberanía en la gestión de sus políticas económicas. Se suponía –en realidad este ha sido el supuesto sobre el que se ha levantado todo el edificio comunitario- que los costes asociados a esa cesión serían sustancialmente más bajos que los beneficios derivados de compartir la moneda.

Ahora, cuando todavía no hemos superado la crisis económica (a pesar de que en la mayor parte de los países comunitarios el Producto Interior Bruto ya ofrece registros positivos) y cuando la UE experimenta la zozobra de una aguda crisis política (como consecuencia de la decisión del Reino Unido de abandonar la UE, el Brexit, y del generalizado ascenso y consolidación de la extrema derecha racista y xenófoba) el tema de la soberanía reaparece con fuerza.

Aquellos que dicen querer salir de la crisis con más Europa, centran su relato en la necesidad de avanzar, con diferentes dosis y ritmos, hacia un escenario de mayor integración económica y política. Así, desde Bruselas se apuesta –como una pieza central de superación de la crisis y para asegurar un buen funcionamiento de la zona euro- por completar, corregir y reforzar la gobernanza comunitaria. Se reconocen desde este planteamiento las carencias e insuficiencias con que surgió la UEM y su responsabilidad en el desencadenamiento del crack financiero. Se invita, de esta manera, a que los estados cedan más soberanía con el propósito de conseguir más Europa; el pacto fiscal, el semestre europeo, la unión bancaria y el mercado único de capitales son algunos de los hitos más significativos de este proceso.

Desde coordenadas políticas e ideológicas completamente opuestas, las izquierdas y los partidos del cambio también consideran central plantear la cuestión de la soberanía. En algunos casos, demandando que las instituciones “genuinamente democráticas” ganen protagonismo, frente a las que carecen de esa legitimidad, o reforzando los protocolos que canalizan la participación directa de la gente, a través, por ejemplo, de los referéndum y las consultas. Se trataría de encontrar un nuevo equilibrio que ampliara las competencias del Parlamento Europeo, abriendo en paralelo espacios de intervención ciudadana en la actual institucionalidad.

Quienes defienden la necesidad de abandonar o disolver la zona euro también apelan al argumento de la recuperación de la soberanía. La pertenencia a la UEM supuso renunciar a las políticas monetaria y cambiaria, y limitar la autonomía de la presupuestaria. Desde esta perspectiva, un argumento para abandonar la moneda única es, precisamente, la necesidad de recuperar la soberanía perdida, pasar a controlar de nuevo herramientas de política económica necesarias para abrir una agenda de cambio en beneficio de la mayoría social.

La deriva política de Europa es otra de las piedras angulares del debate sobre la soberanía. En los últimos años especialmente estamos asistiendo a la emergencia y consolidación, con un respaldo electoral sustancial y creciente, de partidos situados en la derecha más extrema del arco político –con perfiles xenófobos y racistas- que proclaman abiertamente la necesidad de abandonar la UEM y también la UE. Estos partidos, con un discurso deliberadamente confuso que reparte las culpas de la crisis entre la inmigración, la burocracia de Bruselas, la clase política tradicional, la corrupción y la globalización, se presentan o al menos intentan presentarse como una alternativa anti oligárquica frente a un sistema que ha dado la espalda a la gente. Defienden, de esta manera, un repliegue hacia el Estado, como piedra de toque de la recuperación de la soberanía.

En este contexto, resulta obligado mencionar el terremoto que ha supuesto que uno de los pilares de la integración europea, el Reino Unido –país que había permanecido fuera de la zona euro- ha decidido, convocando a la ciudadanía a un referéndum, abandonar la UE. Sin entrar en la consideración de las causas, diversas y complejas, que explican el Brexit el hecho en sí mismo resulta crucial al poner de manifiesto que el escenario de salida del “proyecto ”, no sólo de la UEM, tantas veces estigmatizado como inviable y aventurero, por situar a la economía que lo protagonizara en el abismo, es una realidad, es posible, abriendo de esta manera una puerta que hasta ahora había estado bien cerrada.

Estas posiciones y dinámicas, someramente presentadas, merecen, sin duda alguna, un debate público y político en profundidad, pues representan visiones muy diferentes de Europa. Sirven para poner de manifiesto que el debate sobre la soberanía es un asunto complejo y de gran calado que no admite simplificaciones y que tiene una importancia crucial en la configuración social, política y económica de Europa.

Como vemos, buena parte del debate gira alrededor de las atribuciones y competencias de las diferentes instituciones –comunitarias, estatales y locales-. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que las instituciones y la representación política en las mismas constituyen un espacio, sin duda alguno necesario, pero también insuficiente, para avanzar en la recuperación de la soberanía. Situado en esas coordenadas, este enfoque deja en un plano subordinado o simplemente omite la cuestión central de los mercados y de los actores que determinan su configuración y las reglas del juego, las estrategias de los grupos corporativos, en definitiva.

Es cierto que, como se ha mencionado antes, en el proceso de construcción europea han ganado relevancia las instituciones supraestatales, pero quienes, sobre todo, han cobrado importancia han sido las grandes corporaciones, nacionales y transnacionales, y los lobbies que las representan. Las decisiones que afectan a la gente, que influyen decisivamente en su vida cotidiana, se adoptan en espacios formales e informales en los que se articulan los intereses de las minorías privilegiadas, donde el control social es mínimo o inexistente.

No sorprende que el relato del poder, el lanzado por las instituciones comunitarias, omita por completo este asunto, pues sirve para ocultar los intereses que subyacen y condicionan las instituciones y las políticas implementadas desde Bruselas y por la mayor parte de los gobiernos europeos. Pero sí sorprende, y mucho, que el discurso crítico esté centrado (y encerrado) en el engranaje institucional; importante, sin duda, pero insuficiente para entender cabalmente qué es y que no es Europa; para entender asimismo el rumbo seguido por las instituciones, la sesgada orientación de las reformas puestas en marcha, y la escasa relevancia o la postergación que otras han merecido por parte de Bruselas.

Al ignorar este aspecto, los análisis al uso de la crisis, también aquellos que plantean la recuperación de la soberanía, quedan irremediablemente incompletos y sesgados. Un ejemplo. Los defensores de un presupuesto comunitario exiguo o en retroceso (como el actual, que apenas representa el 1% del producto nacional bruto comunitario) en realidad están apostando porque los actores públicos y privados acudan a los mercados –a los grandes bancos e intermediarios financieros privados- para atender sus necesidades de recursos. Otro ejemplo. El complejo militar-industrial, con la excusa del terrorismo y de las guerras (que han contribuido a alimentar con el comercio y venta de armamento, pues, ya se sabe, “business is business”) está indudablemente detrás de fortalecer la Europa de la defensa, objetivo que ya se ha convertido en una de las propuestas centrales de los últimos documentos comunitarios. Un último ejemplo, de una larga lista que podría poner, la existencia de competencia fiscal y de paraísos fiscales dentro de Europa y el limitado interés que han puesto las autoridades comunitarias en corregir esta situación, ha constituido un formidable negocio para las empresas transnacionales y las grandes fortunas, que han obtenido y obtienen suculentos réditos aprovechando esta ventajosa situación.

Con un planteamiento que va de las instituciones a las instituciones –como si ahí estuviera encerrada toda la problemática que merece ser tenida en cuenta- se ignora que la verdadera cesión de soberanía, antes y ahora, ha consistido en que las instituciones, estatales y comunitarias, han sido ocupadas por los mercados, por las grandes empresas y por sus lobbies, que han impuesto los contenidos de la agenda y de las políticas públicas.

Hemos asistido, pues, a un doble proceso de cesión de soberanía, desde los estados hacia las instituciones comunitarias, y desde ambos hacia los mercados, que se han configurado con un perfil crecientemente oligárquico. El relativo equilibrio entre los Estados, las instituciones comunitarias y los mercados ha quedado seriamente tocado en las últimas décadas y podemos decir que el crack financiero, la Gran Recesión y la Gran Transformación –la que está alumbrando a un capitalismo de perfil marcadamente extractivo- lo han roto definitivamente a favor de las manos visibles de los mercados, que, además de moverse en espacios opacos, lejos de las regulaciones públicas, han tomado al asalto las instituciones (estatales y comunitarias) y la política.

Esta captura ha sido clave, por ejemplo, para que los beneficios y las rentas del capital contribuyan cada vez menos a las arcas públicas, para que la regulación financiera se pliegue a las exigencias y necesidades de los grandes operadores, para que las políticas públicas se dirijan, antes que nada, a proteger los intereses de los grandes acreedores y deudores, o para que la agenda de Bruselas se haya orientado a la liberalización de los mercados diluyéndose su función redistributiva.

¿Significa esto que carecen de importancia los diseños institucionales? En absoluto, la tienen y mucha. Pero ese debate, para que tenga recorrido y calado, necesita contemplarse en el contexto más amplio de los mercados realmente existentes. Recuperar soberanía, significa, desde esta perspectiva debilitar y contrarrestar el poder de los grupos corporativos. También pasa por dar poder a los pobres y excluidos y a los trabajadores. Cambiar las relaciones de poder, en definitiva.

Los mercados necesitan de una regulación efectiva, no sólo encaminada a corregir o mitigar sus excesos, sino a establecer unas reglas del juego encaminadas a promover prácticas y actores compatibles con los objetivos de sostenibilidad y equidad. Esa regulación debe premiar las dimensiones formales y reguladas frente a las informales y opacas. Hacer frente a la cesión de soberanía ahora ejercida por los mercados requiere, asimismo, un potente y eficiente sector público, limitar los procesos de concentración empresarial, empoderar a los trabajadores y crear y preservar espacios que permitan la intervención ciudadana.

Una última consideración para concluir. Reivindicar, frente a la globalización o lo supraestatal, los espacios estatales y locales no garantiza por definición el ejercicio de la soberanía. Los procesos de expropiación de la voluntad soberana se han dado y se dan en todos los ámbitos, no sólo a escala global. No son pocas las experiencias donde esa reivindicación se ha esgrimido en nombre de políticas que colisionan con los intereses de las mayorías sociales.

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