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Habitar la ciudad en tiempos raros

Ventanas y balcones.

Iago Lestegás

Arquitecto y Doctor en Urbanismo —

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Paso el confinamiento en 47 metros cuadrados que durante estas semanas ocupo en solitario. Es un segundo piso luminoso, orientado al suroeste en una ciudad pequeña y habitualmente lluviosa en la que un rayo de sol es siempre bienvenido. No tengo balcón, pero sí tres ventanas rasgadas de suelo a techo que juegan a serlo y me regalan un trozo de cielo y un trozo de verde. No me puedo quejar, aunque tampoco puedo evitar darle vueltas —aquí encerrado— al tema de la vida urbana y las formas de habitar. Según Eurostat, el 74% de la población española vive en áreas urbanas y el 51% lo hace además en zonas de alta densidad, ambos valores superiores a las medias europeas del 71% y 39% respectivamente. Además, el 65% de los españoles viven en pisos —casi 20 puntos sobre la media comunitaria y sólo por debajo de Letonia— y el 45% lo hace en edificios de 10 o más viviendas. En Francia y Portugal, la población residente en pisos representa el 34% y 46% del total respectivamente.

Aunque en tiempos de pandemia y cuarentena la edificación en altura y la densidad urbana no muestren su mejor cara, tienen muchos aspectos positivos que tampoco ahora debemos olvidar. Entre otras cosas, permiten un aprovechamiento más eficiente del suelo y una mayor concentración de actividades varias mientras reducen costes de urbanización y tiempos de desplazamiento. Los barrios históricos, con su fascinante vitalidad y diversidad de usos y usuarios, son densos y compactos, y es precisamente esto —unido a su escala humana y calidades espaciales y arquitectónicas de otro tiempo— lo que los hace tan atractivos y agradables. Ya en 1961, la teórica y activista del urbanismo humano Jane Jacobs señaló en Muerte y vida de las grandes ciudades que una densidad de viviendas por hectárea razonablemente elevada es uno de los principales requisitos de la vitalidad urbana. Además, destacó que debe haber “ojos que miren a la calle” desde edificios y aceras para que la gente se sepa segura y protegida en ella.

Esta mañana un taxista parado en mi calle hablaba desde el coche con una señora que estaba en su ventana. Otras tres personas seguíamos la escena desde las nuestras: una observaba mientras limpiaba los cristales y otras dos simplemente cotilleábamos. La mía es una calle pequeña, estrecha y tranquila, pero con muchas viviendas habitadas, lo cual es cada vez más extraordinario en un centro histórico. No suele transitarla demasiada gente —aunque a veces suben y bajan grupos escandalosos de turistas con el GPS a todo volumen— y raramente ocurre algo que llame especialmente la atención.

Hasta que empezó el confinamiento los vecinos solíamos dedicarnos a nuestros asuntos, pero ahora cualquier acontecimiento —incluido el paso ruidoso del camión de butano— hace que varias cabezas surjan inmediatamente en las ventanas. Afortunadamente nadie insulta, agrede ni recrimina nada a las escasas personas que pasan caminando. Jane estaría satisfecha; sus “ojos sobre la calle” eran para cuidar y tejer comunidad, no para increpar, fiscalizar ni hacer escarnio público.

Salí a comprar tras siete días sin poner un pie en la calle y me sobrecogió la silenciosa soledad a plena luz del día en lugares que siempre rebosaban actividad. Desaparecidos peatones y comercios, parecía como si el barrio se hubiese convertido de repente en uno de esos desérticos desarrollos residenciales de la burbuja inmobiliaria que nada tienen que ver con la ciudad del intenso contacto celebrada por Jane Jacobs. Podría ser, de hecho, la visión distópica de una ciudad futura sin comercio de proximidad ni interacción social real, cruzada por un enjambre de repartidores de paquetes comprados quién sabe dónde desde casa por internet. Pasé por una pequeña plaza y me fijé en los bancos individuales ampliamente separados entre sí, quizá colocados ya hace años en previsión de una pandemia como ésta.

Por suerte en mi calle todavía hay vecinos que se asomen a la ventana, brillan luces en las casas cada noche, se oye una guitarra o una aspiradora detrás de las cortinas y sobreviven en las proximidades pequeñas panaderías, fruterías, carnicerías e incluso una plaza de abastos maravillosa que aún no ha caído en la gourmetización. Peor es el panorama allí donde sólo hay tiendas de souvenirs cerradas y las viviendas están vacías porque sus antiguos residentes fueron desplazados por turistas que ya no pueden venir. Aprovechemos estas semanas raras para reconocer y valorar todo aquello que llena de humanidad y belleza nuestros barrios, para defenderlo y protegerlo con más fuerza que nunca cuando volvamos a ser libres.

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