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¿De verdad que no te importa tu libertad?

Edward Snowden

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“Decir que no te importa la privacidad porque no tienes nada que esconder es como decir que no te importa la libertad de expresión porque no tienes nada que decir. No se trata de que tengas algo que esconder, sino de que tienes algo que proteger: tu libertad”. 

Edward Snowden

El aumento vertiginoso del uso de internet y las redes sociales ha demostrado los riesgos a los que está constantemente sometida la protección de datos y la importancia de defenderla como el derecho de todos los ciudadanos a ser dueños de toda la información que pueda relacionarse con ellos.

El verano pasado, durante una cena con amigos, afirmó uno de ellos que no le importaba la protección de datos (o la privacidad) porque no tenía nada que ocultar. Él optaba por abandonarse a la precisión de las máquinas en su tarea de facilitarnos la vida. Respetando su opinión, me recordó aquella definición de las dictaduras formulada por Alan F. Westin como gobiernos opacos con súbditos de cristal que nada tienen que esconder, ni se les permite, porque se les ha arrebatado la libertad con la que protegerse de la tiranía. Las democracias por el contrario se basan en la transparencia de las instituciones y en el respeto al derecho a la privacidad que asiste a sus ciudadanos.

Imaginemos que alguien pudiera saber en cualquier momento nuestros hábitos diarios, preferencias y gustos; a qué hora nos acostamos y qué hemos hecho un instante antes de meternos en la cama; las causas de nuestros ocasionales enfados o lo que nos relaja; nuestras añoranzas sentimentales y nuestras carencias materiales o espirituales; e incluso nuestras preferencias gastronómicas o sexuales. Con este escudriñamiento de nuestra personalidad, ese “gran hermano” podría conseguir muchas cosas de nosotros, desde condicionar nuestras pautas de consumo o encauzar nuestros afectos personales hasta inducirnos determinadas orientaciones intelectuales, culturales y políticas. Y todo ello sin que nos demos cuenta, que es la más sutil forma de subordinamos y la más difícil de combatir porque no la percibimos mientras la estamos sufriendo. Esta no es una hipótesis “orwelliana” sino una realidad, como crudamente nos ha desvelado el escándalo de Cambridge Analytica.

Creemos que somos libres y que tomamos todas nuestras decisiones porque queremos. Sin embargo, está probado científicamente que la mente y su expresión, que son los sentimientos, son totalmente maleables. Quien los conozca a fondo puede moldear nuestros deseos y necesidades, puede, al fin, manipularnos. 

Hasta importándonos nuestra privacidad nos la pueden vulnerar sin darnos cuenta. Nuestros datos son recabados diariamente por multitud de aplicaciones y páginas web y con ellos se elaboran perfiles con los que se toman decisiones que nos afectan en base a un algoritmo. 

Aunque ni queremos ni debemos renunciar a los avances en todos los órdenes de la vida que nos procuran las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, es imposible predecir hasta qué punto su desarrollo puede invadir nuestra privacidad. Precisamente por ello es imperioso lograr en cada período histórico el justo equilibrio entre su uso y la protección de datos. Entre otros mecanismos para construir dicho equilibrio están los que el legislador pone a nuestra disposición para proteger nuestra privacidad, para proteger, en definitiva, nuestra libertad.

La importancia de la protección de datos fue crucial aun en etapas terribles de nuestra historia. Bajo el nazismo se estableció un sistema de vigilancia masiva y a los ciudadanos se les arrebató su privacidad confeccionando una base de datos de la población judía y gitana cuya trazabilidad alcanzaba hasta los abuelos. Con la ayuda de tarjetas perforadas en código binario y tecnología de IBM (la primera en procesamiento de datos), se recopilaron los parámetros de dichos colectivos de manera vertiginosa. De este modo localizaron en poquísimo tiempo a las víctimas del Holocausto. Aunque sea una ucronía, lamentablemente, podríamos preguntarnos: ¿si los nazis no hubieran tenido acceso a los datos de carácter religioso y étnico de sus ciudadanos, habrían podido perpetrar aquel genocidio? Quizás no, o al menos habría sido de menor magnitud.

Tras la dictadura nazi media Alemania se enfrentó a otra dictadura, la estalinista, también presidida por la omnipresente vigilancia y control masivo de sus ciudadanos mediante una descomunal y tupida red de informadores que acechaban detrás de cada pared o ventana. “La vida de los otros”, una gran película premiada con el Oscar a la mejor película de habla no inglesa en el año 2006 reflejó muy bien aquel entramado.

Es comprensible que de sus traumáticas experiencias históricas Alemania alumbrase la era de la protección de datos con la “Datenschutzgesetz” cuyo creador fue el propio Hesse.

¿Y a mi amigo qué puede importarle, después de todo, que exista allí donde vaya un vigilante digital detrás de todos sus actos si le aparta los malestares de su entorno, le facilita placeres y una vida más cómoda y encima apenas tiene que pensar para obtenerlos? Pero como si de un Mefistófeles se tratara, a este Ente le habrá vendido a cambio su libertad; yugo por yugo ha preferido el suyo en su presente y sobre todo para su futuro. 

Volviendo a Snowden, a mi amigo no le molestará porque no tiene nada que ocultar, del mismo modo que probablemente no le importe la libertad de expresión porque no tenga nada que decir. Tendré que recodarle cuánto costó defender la libertad de expresión hasta consagrarla como un derecho fundamental inalienable. La protección de datos, no en vano, también es un derecho fundamental que debemos defender para preservar la democracia.

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