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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

De las ovaciones a plagiadores, estafadores, piratas y ladrones

Mariano Izquierdo Tolsada

Catedrático de Derecho Civil de la Universidad Complutense —

Me referiré a él como Suárez, a secas. No como “profesor” Suárez, porque para ser profesor hay que profesar la disciplina que una dice impartir y a la que se supone que dedica sus esfuerzos y su ilusión. Son exigencias para con la sociedad, nuestros alumnos, nuestros compañeros de profesión y nuestros maestros. Y Suárez profesa poco. Vaya eso por delante.

Me da absolutamente igual que la aparición y difusión de los plagios de Suárez se deban a una lucha interna de política universitaria. No sé si hay detrás muchas ganas, provenientes de partidos de corte radical, de erosionar la imagen de la actual presidenta de la Comunidad de Madrid y, de paso, de la que ostentó el mismo cargo entre 2003 y 2012. Ignoro si la iniciativa del Comando Zorro −simpática denominación− se alimenta de la necesidad de dar condigna respuesta a la política atribuida a Suárez de cortar las cabezas de cuantos le hacen oposición. Tampoco me importa si todo se debe a la venganza de negros, negreros, proxenetas, sodomitas, aqueos, ostrogodos o hititas que quieren reclamar la retribución por servicios prestados y no pagados. Todo lo que tenga que ver, en fin, con las motivaciones, ocultas o aparentes, me es completamente indiferente, porque esos plagios son hechos objetivos e incontrovertibles. No admiten respuesta, y si se comprueba sólo alguno de ellos, dan asco.

Pero la ovación... Eso ha sido lo más doloroso y repugnante de todo. Que el Consejo de Gobierno de la Universidad (durante el que se debatió sobre el particular y en el que Suárez dimitió y anunció nuevas elecciones a rector) acabara con una cerrada ovación al señorito, es demostrativo de muchas cosas. En efecto, esto debe ser sólo la punta del iceberg.

Pues así es. Le ovacionaron. Y sólo dos de los cincuenta miembros pidieron su reprobación. Desde luego, es intolerable, pero nunca tanto, el hecho de que una revista californiana de Historia medieval y moderna −reconocida como de las mejores del mundo− haya decidido tirar el artículo de Suárez a la basura. Me provoca náuseas que entre las publicaciones atribuidas a ese sujeto haya trabajos de 38 páginas de las cuales 35 son copia entera de las de otro historiador. Pero me provoca más náuseas la ovación y la tibieza de los gobernantes de una universidad que, llena de buenos profesionales y excelentes docentes, contemplan con estupor (¿o es indiferencia?) su propio descrédito. Mientras escribo estas líneas he tenido conocimiento de que existe una campaña de recogida de firmas, al estilo Pujol-Mas cuando decían que todo cuanto se decía de sus mangancias era un ataque contra Cataluña. En efecto, están pidiendo firmas de adhesión inquebrantable al Caudillo Suárez, camuflada en forma de defensa de la Universidad Rey Juan Carlos. Qué indecencia.

Siempre he sido sensible con las infracciones contra los derechos de autor. He podido ver de todo en mi condición de civilista y consultor académico de un despacho de abogados: piratería de música, películas y software, enciclopedias que usan la obra plástica sin cobrar un céntimo, guías de viaje reproducidas por terceros, anuncios publicitarios que incorporan una banda sonora sin haber obtenido los derechos de sincronización, editores que publican más libros de los que luego liquidan al autor, libros de texto fotocopiados, encuadernados y vendidos en reprografías, hoteles que no pagan a la entidad de gestión por tener televisores instalados en sus habitaciones, y bares y discotecas que tampoco lo hacen a pesar de reproducir música a todas horas.

Con todo, debe ser mi condición de autor de obra literaria –la jurídica también lo es– la que me provoca verdadera indignación cuando me encuentro con la más clásica de las usurpaciones de los derechos de propiedad intelectual. Me refiero, naturalmente, al plagio. Mi problema es que cada vez que me enfrento a él, me llevo alguna pedrada, y la más dolorosa es, precisamente, la de la flojera de las reacciones de terceros, ya sean jueces, responsables universitarios o hasta estudiantes.

Permite, lector, que te narre alguna experiencia. A finales de 2008 escribí un artículo en el que comentaba una sentencia que había condenado a un profesor por −literalmente, en expresión de la propia sentencia− “parasitación de obra ajena”. Dije allí que si además el plagio lo comete un director de tesis doctoral por apropiarse de la obra de un discípulo, dan ganas de vomitar. Aquel catedrático plagiario me demandó, pidiéndome 25.000 euros por daños al honor. El Juzgado sentenció que si yo había dicho que las explicaciones dadas por el impresentable eran «chuscas» y «grotescas», eso no constituía vejación, sino una forma más o menos desabrida de utilizar la libertad de expresión, y que lo de las «ganas de vomitar» es solamente una manera de describir una sensación de disgusto. Pura libertad de expresión, en fin. Pero en cambio, a la juez le pareció que comparar la conducta del profesorcete con las de Curro Jiménez cuando asaltaba y atracaba a los caminantes…, eso sí es ultrajante y ofensivo, al atribuir al plagiario una conducta delictiva.

Resultó divertido recurrir en apelación para convencer a la Audiencia Provincial de que cuando se dice en una tertulia futbolística lo de “el árbitro nos ha robado el partido” o “ha sido un atraco”, eso es sólo una metáfora, y que Quevedo nunca quiso decir que había realmente “un hombre a una nariz pegado”, y que a García Lorca tampoco le dolía, por amor, “el aire, el corazón y hasta el sombrero”. En los sueltos periodísticos hay metáforas irónicas, y sinécdoques, y también perífrasis, y metonimias, y pleonasmos. Otra cosa es que al demandante le desagradasen o parecieran excesivas las fórmulas retóricas utilizadas. Y además, bien mirado, Curro Jiménez era en realidad un héroe, el Robin Hood de Sierra Morena. Todo lo contrario de ese plagiario indecente, que además acabó siendo condenado seis veces por ello. Pero un plagiario cuyo honor académico, no obstante, fue amparado por una juez. Pelillos a la mar. That is the question…

El año siguiente al de mi absolución, hubo un libro de Derecho de daños cuyo autor, presunto profesor de Derecho civil, había copiado de principio a fin el que yo había publicado once años antes. Eso sí, al menos había actualizado la cosa, no era el burdo copy and paste de Suárez. Pues bien, si el libro de mi copión duró en el mercado tres meses, no fue por su condición de best seller, sino porque fueron justo tres los meses que tardé yo en darme cuenta, en ponerlo en manos del editor y éste −el más importante editor jurídico de nuestro país− en ordenar su inmediata retirada de las librerías, una vez superado el bochorno y la vergüenza. Pero ahora viene lo que importa: mi editor, tan damnificado como yo, se quejó al Rector de turno en una carta educada y contenida, pero seria, pues la única librería en la que se seguía vendiendo el objeto del delito era la de aquel centro universitario, que no obedeció la orden de retirada. Tibieza, en fin, comparable a la de aquella juez. De nuevo, pelillos a la mar. That is the question…

Y si nos movemos por un momento desde el terreno de los derechos morales del autor al terreno de los derechos patrimoniales, resulta que nuestro país sigue ofreciendo un panorama desolador. En 2015, el 87,48% de los contenidos consumidos fueron piratas. Se perdieron 21.672 empleos y se produjo un daño de 1.669 millones de euros. Pero el problema es que el 25 por 100 de los ladrones de internet se excusan diciendo que “es que lo hace todo el mundo”, y el 19 por 100 creen que «eso no perjudica a nadie». That is the question…

No me pidas, amable lector, que te enseñe de manera explícita el hilo conductor de estas líneas. ¿Nos sorprende la posición innoble del Consejo de Gobierno y de los compañeros que ovacionaron al personaje Suárez? ¿Nos sorprende que los estudiantes no se manifiesten pidiendo la cabeza de un Rector que tanto está denigrando el prestigio de su Universidad y de los Grados y Postgrados que en ella se imparten? ¿Nos sorprende la juez a la que le pareció feo lo de comparar a un plagiario con Curro Jiménez? ¿También nos sorprende la actitud de esa otra universidad vendedora de libros escritos por Decanos plagiarios? ¿Nos sorprende que haya personas que piensan que los autores de cuanto ellas leen, ven o escuchan no merecen una retribución, y que incluso digan algunas que eso es un lucro ilícito? Las preguntas contienen, todas ellas, un mismo ingrediente dentro de su respuesta: vivimos en un país en el que no se valora más esfuerzo intelectual que el que cada uno hace. El que hacen los demás para nada sirve. Y por eso, se puede robar y expoliar, ya sea la literatura, el cine, la música o el software.

Para que algo comenzara a cambiar y nos podamos comparar con países de nuestro entorno, en donde hay ministros que dimiten cuando les pillan un plagio, universidades que retiran al ladrón el título de doctor y fuertes sanciones para los piratas, haría falta que nuestros políticos tuvieran la brillantez que exhibían en la sesión del 14 de noviembre de 1876, discutiendo la primera Ley de Propiedad Intelectual de nuestra historia. Se trata de aquellos ejemplares diputados como Gaspar Núñez de Arce, Manuel Dánvila, Víctor Balaguer, Emilio Santos, Mariano Carreras, Emilio Castelar o Ignacio Escobar. Y decían cosas como que “la propiedad intelectual debe disfrutar los mismos derechos, los mismos beneficios que la propiedad común y es, si cabe, más aceptable, porque más respetable que la propiedad material es la propiedad intelectual, pues ésta sólo Dios la pone en algunos entendimientos para que se creen un nombre, una posición, y con más raras excepciones, algunas veces se camina hacia la inmortalidad”.

Que así sea. Pero por favor, sin ovaciones. Por ahora, no.

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